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Alejandro Sabella y sus secretos en la selección: amor, hastío y un funeral
La ciudad allá abajo se entregaba a un ritmo casi perezoso. Desde la cima del cerro Santa Cruz, el enorme Cristo de la Misericordia, con sus brazos desplegados en señal de protección, invitaba a la charla distendida. Cochabamba guardaba un halo de pueblo de provincia, donde después de la avenida principal cada calle recuperaba su estrechez y soledad. Corría junio de 1997. Alejandro Sabella era uno de los ayudantes de campo de Passarella en la selección, pero como el Káiser se había quedado en Buenos Aires con el equipo principal para afrontar un partido ante Perú, por las eliminatorias para Francia 98, ‘Pachorra’ estaba en el corazón boliviano al frente por algunos días de un plantel alternativo que jugaría la Copa América. "La altura no es un cuco", por entonces le aseguraba Sabella a LA NACION, con un perfil componedor y resuelto a descomprimir conflictos. La esencia misma de Sabella.
Él estaba parado en un escenario amable, muy lejos de las confrontaciones que alentaba su jefe. Sabella mostraba otro estilo de conducción, el que llevaría a la selección entre 2011 y 2014, cuando las riendas fueron completamente suyas. Se trató de una etapa sin polémicas, desprecio ni miedos persecutorios, y el responsable fue Sabella. Pero en aquel invierno del ‘97 estaban muy frescos los escándalos que habían rodeado a la Argentina poco antes, en abril de ese mismo año, cuando la selección había jugado y perdido por las eliminatorias. Estaban a flor de piel las susceptibilidades en el pueblo boliviano, que había declarado a Passarella persona no grata por su decidido combate contra la altura. El Káiser había dicho que era "inhumano" jugar en La Paz, y eso había herido el orgullo de una nación. Ese partido terminó con el bochornoso y jamás aclarado corte sobre la mejilla equivocada de Julio Cruz.
Sabella abrió la esperanza en la selección a partir del sentido de pertenencia. Apeló al orgullo, a las afinidades, a la trascendencia que debía tener el compañero. A la causa colectiva. Cuando asumió, el 6 de agosto de 2011, estaban a la vista los puntos de sutura que tenía la selección por haber quedado afuera, en casa, en los cuartos de final de la Copa América. Julio Grondona, por primera vez como presidente de la AFA, había echado a un técnico: Sergio Batista. Por entonces, Sabella ya había acordado un contrato con el club Al Jazeera, de los Emiratos Árabes, por una cifra cercana a los dos millones de dólares. Es más, tuvo que devolver un anticipo de 700.000 dólares. El prestigio y el desafío de dirigir a la Argentina resultaron una tentación irresistible.
Sabella asumió con un discurso que llamó la atención. Evocó la figura de Manuel Belgrano, al señalar la bandera que estaba a un costado de la sala de conferencias: "El dio todo por la patria, dejó su sueldo y murió pobre. Es el ejemplo a seguir, el de poner el bien común por encima del individuo". Y también hizo alusión a John F. Kennedy: "El plus estará en el compañero, en dar antes de recibir. Ya lo dijo JFK. No pregunten lo que Estados Unidos puede hacer por ustedes, pregunten lo que ustedes pueden hacer por Estados Unidos". Dos días después viajó a Europa para comenzar a seducir a los que se convertirían en sus soldados.
Al mes, debutó con una victoria ante Venezuela, en un amistoso en Calcula. Con sólo tres partidos, empezó las eliminatorias con goleada sobre Chile. Pero a finales de ese 2011, tambaleó en el cargo tras una caída en Venezuela y un empate agrio con Bolivia en el Monumental. En el último choque del año, la dificultad potenció el rendimiento: perdía la selección en Barranquilla con Colombia, pero ganó y renació. Y cambió la dinámica: 2012 fue el mejor año de la selección, y el mejor de Messi en su vida en la selección. Fue Sabella el hombre que sugirió un nuevo adjetivo: ‘inmessionante’. Con Sabella, Messi se recibió como capitán del seleccionado. Con nadie más marcaría tantos goles: 25.
Los números del ciclo se clavaron en 41 partidos, con 26 triunfos, 10 empates y apenas 5 derrotas. Una con Alemania, claro, el alargue y el gol de Götze. Hubo una etapa de los "Cuatro fantásticos" (Messi, Agüero, Higuaín, Di María) y un intento de levantamiento que promovió Messi tras el debut mundialista con Bosnia (el rosarino reclamó más audacia en los planteos), que Sabella apagó con muñeca y paternalismo. Algunas lesiones –Agüero y Di María– le dieron más autoridad a la postura del técnico, que incluso estructuró un equipo más rocoso –entraron Enzo Pérez y Lavezzi de volante– para cruzar el Rubicón (Sabella dixit para la eternidad, tras vencer a Bélgica y llegar a las semifinales) y alimentar el sueño. Lejos de la rebelión, Mascherano se convirtió en la estrella. Los sublevados entendieron a Sabella y se entregaron a su plan. Con fervor sincero. Hoy lo lloran.
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"Estoy contando los días para que llegue el Mundial de Brasil".
–¿Ya lo empezó a atrapar la ansiedad, Alejandro?
–No, no veo la hora de irme.
Esta charla entre el técnico de la selección y LA NACION ocurrió en marzo de 2013, en el predio de la AFA, en Ezeiza, pero lejos de un marco profesional. En ese momento no hubo primicia que justificase correrse de la discreción que rubricó aquel encuentro. Pero cuando alguien como Sabella, que siempre se refugiaba en la moderación y el equilibrio, decía algo que saltaba del molde, seguramente no era casual. Y convenía atenderlo.
Algunos meses después, en julio, pese a la marcha firme del seleccionado por las eliminatorias, el entrenador confesaba en una entrevista con el diario Página/12: "No disfruto siendo el técnico de la selección. Siempre estoy pensando en los deberes y obligaciones que tengo, más que en otras cosas". Sabella celebraba administrar a varios de los mejores futbolistas del mundo, pero la coyuntura empezaba a ahogarlo. Por entonces, mientras salía a desmentir rumores de una enfermedad, también se lo escuchaba inquieto por las aguas turbulentas en las que tenía que navegar: "Estamos dentro de un sistema perverso y un estado de nerviosismo constante".
A 48 horas de la final del Mundial contra Alemania, cuando no pareció oportuno desenfocar la vigilia albiceleste, el representante de Sabella, Eugenio López, confirmó los pasos que vendrían: "Tengo la certeza de que Alejandro no va a seguir en la selección. Él toda su vida soñó con esto, lo buscó y trabajó en esto. Pero ya dio a la Argentina lo que tenía que dar. Es momento de darle lugar a otro, pase lo que pase no sigue", enfatizó. "Los ciclos se cumplen, son momentos; en Estudiantes ganó e igualmente se fue", completó López.
Aquella verdad se trató de un error estratégico del representante de Sabella, que se fastidió al enterarse de lo ocurrido. No era su estilo agitar las aguas. Cuando se lo consultó, en la antesala de la final, honró la magnitud del desafío que estaba por delante. Hablar de él lo entendía como una irrespetuosidad. Entonces, si ganaba, ¿se iba campeón del mundo? Sí.
Sabella se había cansado. Ejercer esa función con pasión y profesionalismo agota. ¿Por qué? Intromisiones, intereses, idas y venidas, demasiada exposición... Todos daños colaterales. Un goteo que corroe tanto hasta volverse insostenible.
Julio Grondona intentó convencerlo, claro, pero no hubo marcha atrás. El 30 de julio de 2014, algunas semanas después de la final en el Maracaná, los medios estaban citados por la tarde en el predio de la AFA. Además de oficializar su adiós, Grondona iba a homenajear a Sabella, pero esa mañana murió el viejo dirigente. ‘Del reconocimiento a un funeral. Pachorra’ se marchó en silencio. Su salida trajo el recuerdo de las partidas de Marcelo Bielsa y de José Pekerman, y luego, los pasos que también seguiría Gerardo Martino. Llevar el cargo de entrenador del seleccionado con prudencia y capacidad parece sofocante para gente íntegra. Antes o después, la despedida se convierte en un acto necesario. Sabella sintió que su obra ya se había hecho. Y como tantas otras veces, tenía razón.
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