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River se resignificó a partir del traumático descenso para ser más grande de lo que era, dentro y fuera de la cancha
El título de la Liga Profesional ratifica el rumbo a nivel dirigencial y futbolístico
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Al hincha de River le generaba más inquietud la transición que podía abrirse de Marcelo Gallardo a Martín Demichelis que la de Rodolfo D’Onofrio a Jorge Brito. Había más incertidumbre sobre el nuevo comando en el banco de suplentes que en los despachos, donde se intuía una continuidad con evolución.
Este River robusto que se expresa en la cancha es una consecuencia de la gestión institucional. Es muy difícil que lo futbolístico funcione si detrás hay un desbarajuste a nivel de dirigentes. Por lo general, actúan como vasos comunicantes. River trae una grandeza de origen, muy relacionada con la capacidad para formar futbolistas de riqueza técnica y conformar equipos que hicieron historia por un estilo atractivo desde lo visual, artístico y estético, si es que la mecanización de este deporte todavía permite estas categorizaciones hedonistas.
El famoso paladar negro, que establece cierta exclusividad, una distinción sobre el resto. Y también una exigencia y una responsabilidad mayúsculas, porque es más cómodo y fácil mimetizarse con un tipo de fútbol estandarizado, que sabe a un gusto uniforme. Hoy, este River puede hacerse cargo de su prestigiosa historia y engrandecerla dentro de los parámetros que marcan estos tiempos.
Se sabe que la existencia de River no es una centenaria línea de tiempo sin ninguna interrupción brusca, exenta de algún colapso que lo haya obligado a repensarse. El descenso de 2011 quedó ahí, un cataclismo impensado hasta el mismo instante en que se consumó. Una afrenta deportiva que lo descolocó, le hirió el orgullo y lo angustió. Un descenso a los infiernos desde el que volvió.
Como el fútbol es poco dado a las deconstrucciones, no le da cabida a quienes de buena fe, sin sorna ni burla, afirman que el descenso le hizo bien a River. Que de esa “mancha que no se borra nunca más” emergió un club que dejó otras huellas, más profundas y gloriosas. Señalaron un nuevo destino. El efecto más inmediato del descenso fue la autodestrucción, con un Monumental vandalizado tras el empate con Belgrano. La consecuencia a mediano y largo plazo fue una nueva identificación, una reconstrucción constante, continua.
Una fidelización que atraviesa por un pico histórico. El Monumental se llena un partido tras otro como nunca había ocurrido antes. El estadio estrenó durante el último año una capacidad ampliada que aumentó el aforo a 86.000 espectadores. El hormigón avanzó sobre lo que era la pista atlética para que los decibelios que antes se difuminaban ahora tengan una resonancia mayor. River ahora suena más fuerte, retumba. El paladar negro también alienta hasta la afonía.
A fin de 2023 se cumplirán 10 años de gobernanza del terceto que, con entradas y salidas, compusieron D’Onofrio, Brito y Matías Patanian. Instalaron una cultura en la forma de conducción, en la que hay que sumar a Enzo Francescoli, presente desde el minuto uno. Comparten una manera de ejercer el poder. No lo declaman, lo hacen saber con decisiones que responden a un plan estratégico.
En tiempos en los que el show mediático lo inunda todo, River se mueve con sobriedad y discreción. Con un discurso único, sin voces disonantes para cuidar la marca River. A veces con un hermetismo que es una prevención para cuidar la imagen y no exponerse más allá de lo necesario, con un control de lo que se divulga y publica en los medios. Una filtración que afecte intereses perturba tanto como una derrota. River se impone vender fútbol, crecimiento, no comidilla interna, intrigas palaciegas o desavenencias de criterios. Que no haya más ruido que el pique de una pelota.
El salto de calidad fue acompasado en la cancha y los escritorios. En un período de tres años obtuvo la misma cantidad de copas Libertadores que antes llegaron con un intervalo de diez años. De lo espasmódico se pasó a lo programático, con un desarrollo sostenido. Después, los resultados del fútbol van para donde se les antoja, no son 100 por ciento controlables, pero River hace tiempo que está preparado para ser competitivo en medio de esa contingencia azarosa.
Dentro del paisaje general del fútbol argentino, River fue conformando un plantel que, en calidad y cantidad, lo sitúa por encima del resto. No puede competir con Europa en la retención de talentos -las ventas de Julián Álvarez y Enzo Fernández son los casos más recientes-, pero se regenera para atenuar la sangría. Hace poco, Rubén Insúa lo graficó con humor: “El otro día escuchaba por la radio que Demichelis tenía la duda entre Casco, Enzo Díaz y Elías Gómez para el lateral izquierdo. Tuve que apagar para no deprimirme”.
Es el material disponible y también la idea ambiciosa que inculcó Demichelis, que tiene puntos en contacto con la de Gallardo. Aprovechar la herencia y el potencial. El proyecto que incorpora a los intérpretes adecuados. River es el campeón, no está en el fin de ningún viaje, sigue en tránsito y se fija más destinos venturosos.
Si fue el descenso de 2011 lo que terminó siendo la semilla de la que germinó un River más grande puede derivar en un debate entre los que quieren cancelar aquel pasado y los que lo resignifican. Quizá habría que tomar distancia de los dogmas futbolísticos y darle la razón al poeta Apollinaire: “Ordenar el caos, esto es creación”.
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