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"La final de nuestras vidas", el primer libro sobre el triunfo de River sobre Boca en la Copa Libertadores: sentimiento en primera persona
"La final de nuestras vidas" es un libro a la altura de lo que hubo en juego entre los dos equipos más grandes de la Argentina durante la edición 2018 de la Copa Libertadores de América. Y su autor, un experto en escribir sobre encrucijadas deportivas que marcaron a fuego la historia del fútbol argentino: ya lo había hecho en "Ser de River en las buenas y en las malas" y en "El partido, Argentina-Inglaterra 1986", dos de sus exitosos libros. Andrés Burgo le da forma en estas páginas a una historia inolvidable sobre los partidos que ya nadie nunca podrá olvidar. Editado por Planeta, el libro tiene 224 páginas y cuesta 549 pesos.
Aquí, la reproducción del primer capítulo.
La eternidad
Cuando el Pity Martínez se largó a correr, todos los hinchas de River —los miles que estábamos en el Bernabéu y los millones que seguían el partido en Argentina y el resto del mundo— ya habíamos perdido el eje.
No soy de los que lloran por su equipo, ni por triunfos ni por derrotas, pero algunos minutos antes, después de haber gritado nuestro gol de todos los tiempos, el de Juanfer Quintero, como si se tratara de un exorcismo —y en cierta forma lo era—, una fuerza espasmódica había empezado a sacudirme, como si dos corazones bombearan dentro de mí: moqueaba lágrimas, giraba en el lugar, respiraba agitado. Desde los 4 minutos del segundo tiempo suplementario, y por primera vez en la serie más larga del mundo, habíamos quedado muy cerca de ganarle a Boca la Copa Libertadores, tan increíblemente cerca que, lo advierto ahora, ya de regreso en Buenos Aires, mientras comienzo a escribir esta crónica apresurada y visceral, sentí que estábamos por parir un tipo de felicidad que desconocíamos.
Una felicidad atemporal, sin fecha de vencimiento.
En la cuarta bandeja del fondo norte del estadio del Real Madrid, detrás de los bombos que agitaban los chicos y chicas de las filiales de Madrid, Barcelona, Málaga y Valencia, había intentado recobrar cierta calma en algún momento de los 13 minutos que pasaron entre el zurdazo ácrono de Quintero y la aceleración de velocista keniata del Pity Martínez. Creo que había quedado en blanco durante algunos segundos: ya de madrugada, festejando en una taberna de Tirso de Molina, le preguntaría a uno de los amigos que había viajado desde Buenos Aires, Nico, si el gol del colombiano más influyente en mi vida (perdón, García Márquez) había sido en el primer tiempo del alargue o en el segundo.
Cuando al fin pude respirar hondo, reacomodarme y levantar la cabeza hacia el tablero electrónico, vi que el reloj señalaba 118 minutos de un partido que, además, llevaba 40 días de previa, la misma duración de un Mundial de 32 equipos (en cierta forma, River y Boca jugaron un Mundial de dos países). Calculé que el árbitro uruguayo adicionaría algún minuto y le grité a Poko, colega y compañero de tribuna en el Bernabéu, otro de los miles que habían viajado a Madrid a último momento: «¡Tres minutos, faltan tres minutos! ¡Hay que aguantar, carajo!».
Lo soporté de la única manera que era posible: como un holograma de mí mismo. Ya en el entretiempo, sobrepasado por la tensión de un partido que valía cientos de partidos, había pensado en ir a caminar por los pasillos del Bernabéu. Me quedé, pero a medias: cada vez que Boca se acercaba al arco de Franco Armani me ponía en cuclillas, hecho un ovillo. Lo había hecho por primera vez sobre el final del segundo tiempo reglamentario, cuando el árbitro cobró indirecto a favor de Boca en nuestra área, por una supuesta jugada peligrosa de Javier Pinola.
Entonces no tuve resto para mirar cómo terminaba el tiro libre y preferí agacharme, ocultarme entre las piernas de los hinchas de River y prestarles más atención a mis oídos que a mis ojos: rogué que no escuchara un grito de gol desde la tribuna de enfrente. En cada córner o centro de Boca del alargue volví a hacer lo mismo, o sea que dejé de ver el espectáculo para el que había pagado una pequeña fortuna, hasta que Poko me dijo de repente, cuando el partido ya debía terminar, «¡Palo, pegó en el palo, tenemos el culo de campeón!». Mi reacción fue no tener reacción, como si me hubiesen dicho algo en árabe o en chino: no entendía nada.
Pero el asedio continuaba. «Córner», agregó el Chino Tortolini, otro de los amigos, excompañero de la Centenario, ahora viviendo en Barcelona. Me levanté, pispeé qué ocurría allá abajo, en el arco más cercano a nosotros, vi los preparativos del tiro de esquina, volví a agacharme, supliqué de nuevo que la tribuna de Boca se mantuviera en silencio a la distancia, no entendí por qué el córner se demoraba tanto, pasaron 35 segundos que me parecieron 35 días y escuché que alguien al lado festejó «¡Vamos, carajo!». Interpreté que debía ser un rechazo nuestro —en efecto, el puñetazo de Armani como si tuviera que desinflar una piñata—, así que me erguí y vi que, ya con la pelota fuera del área, Juanfer Quintero habilitaba al Pity Martínez.
Una final tan larga debía terminar con una corrida larguísima. La ventaja de quienes estábamos en el estadio fue que advertimos que Pity se proyectaba al vacío, sin rivales por delante. Sé de amigos frente al televisor que recién confirmaron que Boca se había quedado sin guardianes protectores cuando Martínez ingresó al área, un segundo antes de patear al 3 a 1.
En lo simbólico, todos los hinchas de River, los miles que estábamos en el Bernabéu y los millones que seguían el partido en Argentina y el resto del mundo, corrimos junto al Pity, escoltándolo contra el esfuerzo final de Carlos Izquierdoz. En la práctica, su guardia pretoriano era Pinola, uno de nosotros, una figura que en este caso es literal: un joven Javier, de 13 años, estuvo en las tribunas del Monumental la noche de 1996 en la que le ganamos al América de Cali y fuimos campeones de la Copa por segunda vez.
Cada uno le dará al sprint de Martínez su propio significado: para algunos, cada zancada que daba nos acercaba a una suerte de justicia divina, al punto final de la malaria que sufrimos entre 2000 y 2011, con las cuatro Libertadores de Boca y nuestro descenso, e incluso podríamos agregarle la racha maldita en el superclásico desde 1991, cuando pasamos a quedar por debajo en el historial. Los más grandes también habrán expulsado los demonios de otro 9 de diciembre, el de 1962, cuando uno de los nuestros, Delém, erró un penal que nos podría haber dado un título en la Bombonera.
Para el 9 de diciembre de 2019, algún productor debería estrenar un documental en el que los hinchas reconstruyamos cómo vivimos la carrera del Pity, esos 75 metros recorridos en nueve segundos y dos toques de zurda, uno de control y otro de definición. Mi aporte sería que, antes de caer en una avalancha de platea —como la mitad del Bernabéu—, alguien a mi lado se anticipó al gol y comenzó a gritar «¡Dale, campeón, dale campeón!» a medida que Martínez avanzaba en territorio comanche y a cada paso suyo purgábamos para siempre nuestras heridas del pasado.
Como el Pity, la gente se volvió loca, y tenía todo el derecho del mundo. No solo acabábamos de ganar el partido de los siglos por todos los siglos: Boca acababa de perder el partido de los siglos por todos los siglos. Entonces comenzó el festejo en Madrid, en el Obelisco, en el Monumental, en el resto de Argentina y en el lugar del mundo donde hubiera un hincha de River que, como los buenos vinos, cuanto más añejo será mejor.
Sabíamos que River era nuestra alegría diaria, pero no imaginábamos que podía hacernos tan felices.
El autor
Andrés Burgo nació hace 44 años en Buenos Aires y vive a treinta cuadras del Monumental. Periodista especializado en deportes, es autor de "Ser de River en las buenas y en las malas" y de "El partido, Argentina-Inglaterra 1986" (Tusquets, 2016). Además publicó otros dos libros en coautoría: "Diego dijo", con Marcelo Gantman, y "El último Maradona", con Alejandro Wall. Trabaja en TyC Sports, colabora en El País, forma parte de Era por abajo en Radio Ciudad y escribe en La Gaceta de Tucumán. Cubrió Mundiales, Juegos Olímpicos, Copas América, olvidados amistosos de verano y auténticos partidazos de Primera D. En 1991 se probó como arquero para las inferiores de River y, por suerte para el club, fue rechazado.
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