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River goleó 3-0 a Atlético Paranaense, ganó otra Recopa Sudamericana y explotó el Monumental
River es gigante. Un gran campeón. No hay que revisar más la historia, su rica historia: esta etapa de su vida es la más grande de su reseña. Volvió del ocaso para ser cada día más glorioso. El título local conseguido por Ramón Díaz en 2014 abrió un mundo nuevo, mucho mejor. Y con Marcelo Gallardo se reinventó con gestas que parecían impropias en su leyenda. La Recopa 2019 ya está en sus vitrinas. Una más: 12 trofeos internacionales, 10 con el pulso de Muñeco, el DT más importante de su historia. El impensado 3 a 0 frente a Paranaense le abre una sonrisa que excede la nueva estrella y que confirma al equipo millonario como el moderno equipo copero de nuestro país.
Parece un sueño. River volaba sin piloto, corría sin brújula. Pratto creó un unipersonal que invitó a soñar, de un arco a otro, un tractor a pura potencia, que no le teme a nadie. Iban 46 minutos de la segunda mitad de una final internacional de las bravas, de las históricas. River corría con el corazón en la garganta, colosal en el arte de ir con los ojos entreabiertos, hasta que apareció Suárez, con magia, y una asistencia a lo Gallardo de pantalones cortos. Pratto abrazó la gloria. Como en la primera final de la Libertadores en la Bombonera, como en la segunda final en Madrid. Gol, título y brazos cruzados, en esa celebración que todavía recorre el mundo desde aquel 9 de diciembre. Ya es, el Oso, uno de los 9 más importantes de la historia millonaria.
Al rato, Suárez selló la finalísima, para que el triunfo llegara a tres, un número que le trae bellos recuerdos. La estructura millonaria, audaz y dubitativa, atrevida y errática, tuvo tres estandartes, uno en cada línea. Pinola no sólo exhibió seguridad: expuso personalidad y coraje. Nacho Fernández, recostado por el sector derecho, creó las mejores páginas ofensivas, con socios del silencio o en avances solitarios. Pratto fue el tercer hombre de una sintonía no siempre fina y activa, pero con arrestos colectivos y amenazas aisladas y punzantes en el área. En el final, se sacó un diez.
River, en el primer tramo, fue la imagen de un equipo demasiado responsable, serio, profesional. Le faltó calle, gambeta y picardía, dosis de frescura que, a veces, transforman el escenario.
El adversario fue un escollo indescifrable, un conjunto brasileño con mañas, oficio y carácter, ideal para esta clase de partidos, que se definen por detalles de categoría. Lucho González, en el ocaso de su carrera, juega cada día mejor. Es un futbolista sabio: piensa, luego existe. Corre como un estratega y hasta se disfraza de número 9, sólo frenado ante el gol por la inmensidad de Armani. En el césped sintético, en su casa, Paranaense es una formación peligrosa, peligrosa por las bandas. En Núñez, el colmillo afilado fue su premisa. No se puso colorado ni siquiera para hacer tiempo, una decisión impropia de equipos brasileños de otra época. El fútbol cambió, evidentemente.
Un disparo de Nacho chocó contra un poste y Santos, el arquero visitante, se hizo gigante luego de un cabezazo, primero, y un remate de Pratto, después. El gol merodeó el área, como consecuencia de un puñado de ataques con el estilo millonario, pero rara vez surgió la clase internacional de los últimos años en el Monumental, una condecoración que Gallardo le agregó a la rica historia doméstica.
Fue, al fin de cuentas, una noche de copas, de esas que tienen diversos condimentos que se encuentran en esta parte del mundo: adrenalina, intensidad, nervios, tensión. Si Montiel de vez en cuando corrió con los puños apretados, en la otra frontera, Angileri y, sobre todo, Palacios, metían manos livianas, impropias de una batalla semejante. De la Cruz ingresó por el joven jugador surgido en el semillero y el uruguayo fue tan vertical como liviano.
Hasta que el drama se presentó en el Monumental. Sólido en la marca y explosivo como falso 9, Pinola remató en el área adversaria y el balón impactó en las manos de Lucho González. Penal claro, sólo advertido por el VAR. Como en las semifinales de la Libertadores anterior –en Porto Alegre, con Pity Martínez como invitado estelar-, un tiro desde los 12 pasos sostuvo el sueño de River, respaldado por la tecnología. El arquero adivinó el remate de Nacho Fernández, pero en el rebote, el volante no falló. El 1-0 levantó a River y al estadio: la noche copera se convirtió en un coliseo del suspenso a cielo abierto.
Con Suárez, con arrebatos, con la mente fría y el corazón caliente, River se transformó en los minutos finales en un torbellino, un vendaval con ideas sueltas, sin un guión definido. Lo tuvo Nacho y lo salvó Armani. Hasta que apareció Pratto, que costó 14 millones de dólares y que hoy, a la distancia, parece poco. River es cada día más grande. Después del abismo, volvió más fuerte, volvió mejor. Tiene personalidad, fortuna, nombres propios disfrazados de caudillo y a Marcelo Gallardo. Es un héroe el Muñeco. En cinco años, convirtió a River en una referencia internacional. Un técnico a la medida del mejor River. El que marca el pulso de una era gloriosa.
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