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Recuerdo de una experiencia imborrable: mi año junto al último Diego Maradona futbolista
Le tiré el pase al pie, corto pero fuerte, y piqué a buscar la descarga. Él me la devolvió con el revés del pie izquierdo y a la velocidad exacta, con esa sensibilidad tan aguda y el toque mágico que eran tan suyos. Aquella pared fue todo para mí, una de las cosas más bellas que hice con un compañero dentro de una cancha. Y además tuvo un ingrediente extra. Era la noche del segundo regreso de Diego Maradona a Boca, un partido contra Racing en el que la gente había llenado la Bombonera para recibirlo.
Después de recibir aquella genial devolución, la toqué al medio y dejé solo a Sebastián Rambert para marcar el gol. Fue el 2-0. El típico “¡Olé, olé, olé, olé, Diego, Diego!”, obviamente dedicado a él, había sonado en el momento de salir a la cancha, y el público arrancó otra vez con el cantito mientras nos abrazábamos en el festejo del gol. No supe cómo reaccionar. Por simple coincidencia de nombres, sin Maradona en la cancha ese canto solía ser para mí, pero esa noche estaba él. Dudé si saludar o no, decidí no hacer nada. Entonces vino a abrazarme y me dijo: “Bol..., te están cantando a vos, disfrutalo porque te lo merecés”. El orgullo de que Diego me haya dicho eso es uno de los más grandes recuerdos de mi carrera.
Este primer cumpleaños de Maradona sin Maradona me retrotrae inevitablemente a aquel año 1997, me hace reflotar los recuerdos y resignificar el hecho de haber tenido la inmensa fortuna de compartir la etapa final de su vida profesional.
Los jugadores de mi generación crecimos queriendo ser Maradona y soñábamos con la posibilidad de jugar alguna vez con él. Fui de los pocos que pudo darse ese gusto. Aunque ya Diego no estuviera en su apogeo, pese a que su participación en el equipo fuese discontinua y hasta su participación en los entrenamientos no estuviera sujeta a ninguna norma, tenerlo de pronto ahí, en el mismo vestuario para poder conversar y escucharlo, y por supuesto, generar con él alguna complicidad futbolística dentro de la cancha fue un privilegio y una inyección de energía.
Mi primer encuentro con Diego fue en su casa. En 1996, cuando Boca decide comprarme, los directivos me piden cumplir un último requisito: solicitar la aceptación de Maradona. El tema tenía su historia. Dos años antes, previo al Mundial ‘94, me había llegado el dato de que él le habría manifestado al Coco Basile que prefería a otros jugadores a su lado antes que a mí. No fui a ese Mundial, hice una declaración y se generó un episodio algo ríspido. Los dirigentes querían prevenir conflictos y me mandaron a su casa a “limar asperezas”.
Fue muy sencillo hacerlo. Le expuse mis argumentos, me dijo que él sería incapaz de dejar a un jugador fuera de un Mundial, nos abrazamos, comimos, nos sacamos una foto que se puede ver en mi cuenta de Instagram y tuve vía libre para firmar el contrato.
Diego era así de espontáneo. Decía las cosas sin segundas intenciones, tal como le surgían, era capaz de solucionar un conflicto en un minuto o quejarse ante quien fuera si veía algo que consideraba injusto. También era dos personas al mismo tiempo. En el vestuario parecía volver a su infancia, a ser el niño que quería jugar a la pelota; en la cancha, le gustaba revestirse de ese poder que daba el hecho de ser Maradona. Se cargaba de todo lo que él generaba y se retroalimentaba con esa carga. En un lado era uno más, el pibe que charlaba, aconsejaba y que siempre fue muy respetuoso de no herir a los demás aprovechando su ascendencia. Sobre el césped lo sentíamos como un escudo protector: “Está Maradona en la cancha y juega para mi equipo”, era la sensación al verlo con nosotros.
En el tiempo que me tocó compartir con él, Diego me ayudó a entender el fútbol a partir de lo que él había vivido. En ese momento, yo era uno de los jugadores más simbólicos del plantel y su compañía me ayudó a mejorar, a ser más consciente del papel que debía cumplir y de cómo debía actuar para guiar a mis compañeros; también del significado de la fama y del uso que se hace de un personaje público.
Pero sobre todo lo demás, recuerdo la expresión de su rostro cuando veía una pelota. Se le encendían los ojos, la quería para él. Maradona es la persona más enamorada de la pelota que conocí. Por eso pensábamos que nunca se iría del todo. Incluso después del Superclásico que sería su último partido. Diego quería ganarlo más que nadie, pero al final del primer tiempo se dio cuenta que ya no tenía la magia ni la injerencia de antes, que no podía rendir de acuerdo a la imagen que tenía de sí mismo. Entró al vestuario, tiró la camiseta y le pidió al Bambino Veira: “Sacame, no puedo más”. Perdíamos 1 a 0 y no quiso sentirse un estorbo, tuvo ese gesto de dignidad y prefirió que entrara un compañero en mejores condiciones.
Esa noche fuimos a Puerto Madero a festejar el triunfo (habíamos dado vuelta el resultado en el segundo tiempo). Ni en esa cena ni en antes en el vestuario nos avanzó que habíamos asistido a su función final. Por eso siempre esperábamos que un día apareciera por sorpresa en el entrenamiento para prenderse en el picado. Pero no volvió.
Me quedan los recuerdos de las jugadas que armamos juntos, de esa pared que acabó en gol, del penal que me pidió patear contra Argentinos Juniors, de su carisma, de su predisposición para aconsejar a los demás y para recibir el afecto contenedor que le brindamos con la intención de devolverle una parte chiquita de lo que le había quitado la dictadura de la fama y de la obligación de responder siempre a las expectativas. No es poco, es imborrable.
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