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Racing campeón 2001: un equipo con corazón y con Mostaza Merlo como líder espiritual, que supo abstraerse de un diciembre trágico en las calles
Se cumplen 20 años del título que hizo añicos un maleficio de tres décadas y media
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El jueves 27 de diciembre de 2001 llovió en Buenos Aires. Y mucho. La sociedad argentina estaba aturdida, angustiada. Se había producido el abrupto final para el gobierno nacional liderado por Fernando de la Rúa. Devaluación de la moneda, violencia en las calles, conflictos a toda escala... El país era un caos. Pero aquel cuarto jueves del diciembre trágico fue una suerte de tregua por unas horas.
Una sinfonía deportiva en medio de cacerolazos y bocinazos. Racing, que se ufanaba por ser el primer club argentino campeón del mundo, finalmente logró hacer añicos la maldición y se consagró campeón local después de 35 años (1966). Demasiado tiempo para una institución con semejante tradición y popularidad.
Con el tiempo y la acumulación de frustraciones y fracasos, daba la sensación de que el día que se cortara la espinosa racha de la Academia sería en un contexto poco convencional, con matices cinematográficos. Y así lo fue (en diversos aspectos). En un país colapsado. Y con la atención puesta en dos estadios al mismo momento: en el José Amalfitani, donde los conducidos por Mostaza Merlo igualaron 1-1 con Vélez, y en el Cilindro de Avellaneda, donde miles de hinchas que no entraron en Liniers siguieron el partido por pantalla gigante.
El grito racinguista contenido fue el final (o el comienzo) de una obra elaborada durante meses agitados, de tensión y partidos con dientes apretados, de lobby político y pasión, de nervios y especulación, de estrategias, mesura grupal y fortuna. Aquellos días fueron, realmente, agitados. Y el equipo, que tenía a Claudio Úbeda como capitán y a Gustavo Campagnuolo como su confiable arquero, pudo asumir las últimas semanas del año en una suerte de microclima, con una gran fortaleza psicológica durante el conflicto social.
Día tras día, el pasaje Corbatta, el sector por donde los jugadores ingresaban en el estadio de Avellaneda, era una olla a presión. Y allí hay que resaltar una de las características a la hora de enumerar las virtudes del grupo. Los futbolistas pudieron abstraerse de la presión y de los problemas de la población.
“Si uno se pone a pensar y se lo cuenta a alguien de otro país van a decir que es una exageración. Eran dos realidades distintas, la futbolística nuestra y la del país, un tanto extremas. Ese es uno de los méritos del plantel, que aprendió a convivir con las presiones”, le comentó, hace unos años a LA NACION, Gustavo Barros Schelotto, que rindió en el medio campo de aquel equipo. Y no exagera. Los días -sobre todo los de diciembre, cuando ya se olfateaba el título- eran interminables y extenuantes. Hasta los periodistas que cubríamos día tras día las vivencias y la preparación del equipo [para LA NACION, Andrés Prestileo y quien esto escribe] eran agitados. Pero inolvidables y de mucho aprendizaje.
La mayor virtud del equipo fue, probablemente, el corazón. No lucía (o lo hacía en cuenta gotas), pero mordía en todos los sectores, de defendía con inteligencia y expulsaba carácter. Obtuvo un triunfo que lo catapultó, en la undécima fecha: 3-2 ante Estudiantes de La Plata, en un fangoso campo de juego del viejo estadio de 1 y 57, tras estar 0-2 (con dos goles de Chanchi Estévez y uno de José Chatruc).
Por lo general, el equipo formaba con Campagnuolo; Martín Vitali, Francisco Maciel (el único que participó en toda la campaña, sin ausentarse ni un minuto: 1710), Loeschbor, Ubeda y el colombiano Gerardo Bedoya (y su gol a River); Adrián Bastía, Chatruc, Barros Schelotto; Estévez y Rafael Maceratesi. Claro que en el banco de suplentes había una carta que más tarde explotaría en el exterior: Diego Milito.
“Era un plantel intelectualmente parejo, con orígenes dispares, pero con códigos compartidos. Había grupos por las afinidades, pero cuando íbamos a comer nos juntábamos todos. No había divas ni estrellas. Ni discusiones. Buena onda, siempre. Y ese equipo tuvo la mejor expresión futbolísticas de cada uno de nosotros, sacando a Milito, que después creció mucho en el exterior”, describió Chatruc hace un tiempo, charlando con LA NACION.
Claro que aquel equipo también tuvo un líder fuera del campo, como entrenador. Reinaldo Carlos Merlo era un histórico número 5 de River que terminó convirtiéndose en el creador del milagro desde la dirección técnica y, luego, en estatua racinguista. Le imprimió personalidad a aquel plantel.
El popular y cauteloso “paso a paso” que Mostaza repetía hasta el cansancio ayudó a mitigar tanta ansiedad periférica y se convirtió en una frase que se hizo leyenda. Mostaza, que por estas horas y con 71 años está asumiendo la función de DT de Defensores Unidos de Zárate, nunca más logró repetir una campaña de ese valor en un club y quedó marcado a fuego para siempre en el mundo Racing. Cabulero al extremo (al igual que su ayudante de campo, René Daulte), absorbió parte de la presión y -en buena media- liberó a sus jugadores, que en cada partido salieron a jugar con fiereza y dientes apretados.
🎓 El #PasoaPaso 🤟💙
— Racing Club (@RacingClub) December 26, 2021
Mirá qué tiene Mostaza en el placard...#RacingCampeón2001 pic.twitter.com/ML1R5gco9x
El empuje, la solidaridad, la entrega fueron atributos en los que Racing se apoyó en su búsqueda del título, pero también encomendó su suerte a una variedad de creencias y rutinas de las que participaron jugadores, dirigentes y cuerpo técnico, con Merlo como mayor adherente, obvio.
La imagen de los cuernitos para ahuyentar los ataques rivales y las camisas (dos; una azul lisa, irreemplazable hasta que la derrota con Boca obligó a desecharla por otra, también azul, pero con una fina cuadrícula blanca) fueron una pintoresca marca registrada de un técnico que sacó lo mejor de sus jugadores en un contexto complejo.
Veinte años pasaron de aquel lluvioso jueves 27 de diciembre de 2001. Con virtudes, defectos y un libreto que supo desarrollar con efectividad, aquel Racing se ganó un lugar en la historia.
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