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Querido Gino: cartas para amar al fútbol, de una madre a un hijo
- 12 minutos de lectura'
“Querido Gino” es un libro de maternidad, de contradicciones, de amores y desamores. También de alegrías y angustias y de esperanzas y desencantos, pero sobre todo una ventana al fútbol, como una habitación que da al potrero. “¿Por qué escribirle a un hijo? Para mostrarle que el foco siempre tiene que estar puesto en mirar a los que levantan la mano, en el área o allá a lo lejos, esperando el pase para hacer un gol. Y confirmar eso de que en la tierra somos fugazmente grandiosos”, sostiene la autora, Ayelén Pujol, que anteriormente escribió “¡Qué Jugadora! Un siglo de fútbol femenino en la Argentina” y “Barriletas Cósmicas”.
En 2022 la vida le cambió para siempre y no fue por la Copa del Mundo: nació Gino, su hijo. “¿Cuántos padres tienen el privilegio de poder jugar al fútbol con sus hijos, aunque sea unos pases en la vereda? Yo también fantaseo con eso. Sueño que cualquier tarde terminemos nuestras obligaciones y vayamos a jugar a un parque. Sueño que tengamos la pelota en el baúl del auto, lista para sacarla estemos donde estemos y nos pongamos a patear penales o a hacer jueguitos. Sueño que un día vaya a la escuela y le pregunten: ‘¿Y vos de quién heredaste el talento? ¿Tu papá jugó al fútbol?’. Y él responda: ‘No, en casa la que es buena es mi vieja’”, piensa en voz alta, a un año de ser madre. Y eso lo llevó a este libro que es parte de las ediciones de Fútbol Contado.
De 41 años, Ayelén trabajó la mitad de su vida como periodista deportiva en distintos medios de comunicación (Clarín, Perfil, LA NACION, Página 12, ESPN, Radio Provincia, Tiempo Argentino, DeporTV, TV Pública, entre otros). Aquí eligió la carta, un género casi en extinción y que nunca la convenció, para compartir con su bebé -que no puede, no sabe todavía, hablar ni escribir- la historia del mundo que los rodea. Un mundo también de fútbol. La publicación contempla “anotaciones para tratar de explicarle a Gino que el mejor deporte del planeta es nuestra excusa para ser felices; que es el minúsculo espacio que elegimos para recluirnos a sentir, a corazón abierto, en un mundo que la mayoría de las veces te obliga a guardar emociones”.
A continuación, compartimos el primer capítulo.
Decidir es un instante de locura
Semana cero
Querido hijo o hija:
Hace unos días tomamos la decisión con tu papá de que llegues a este mundo. Jamás nos enfrentamos a un desafío así de trascendental, después de ocho años de proyectos livianos, idas y vueltas y planes mundanos, que, si todo sale bien, deberán cambiar en poco tiempo. En mi caso, no te quiero asustar, el temor es total.
Siempre hubo dos grandes miedos que atravesaron mi vida: no poder jugar al fútbol y ser madre.
Creo que empecé a jugar a la pelota cuando todavía no tenía uso de razón pero desde que puedo establecer el origen de algunos recuerdos, el fútbol siempre estuvo ahí. En Monte Grande, donde nací, se jugaba en la calle. Eran sobre todo los varones quienes salían a encontrarse en alguna esquina o en algún terreno baldío con una pelota para divertirse, pero a mí no me importaba que no hubiera otras chicas. Siempre estaba ahí.
Te parecerá extraño, pero en esa época era una rareza que una nena jugara. Mis amiguitas, las primeras que empezaba a tener en el jardín de infantes, tenían gustos muy diferentes. Y juegos que no incluían un equipo, sino que eran casi en soledad. Las muñecas, por ejemplo. En general cada una tenía la suya y la cuidaba o inventaba diálogos con la muñeca de alguna amiga. Nunca, pero nunca, vi un juego de muñecas que incluyera a más de tres nenas. En cambio, el fútbol era reunión. Nos agrupaba. Tenía acción, un objetivo en común, había risas y a veces enojos, sorpresas y lo mejor: podías hacer goles.
A mí me generaban sopor las tareas de cuidado. Yo no quería peinar, cambiar ropa, pensar en pañales o en hacer la comida. Tampoco bañar a nadie. No me interesaba enseñar nada ni que me hicieran caso.
En la escuela nos dividían por sexo para jugar y siempre prefería ir a donde mandaban a los varones. Al sector de los bloques para construir casas, castillos o túneles. Lo que fuera que implicara acción, creatividad y, por qué no, desobediencia. Ahí no había reglas. Proyectabas con otros, discutías, criticabas, organizabas estrategias. Armabas y desarmabas. Sufrías y festejabas. Fantaseabas. Creías que hacías magia. De ahí a la cancha pasé sin sobresaltos.
Creo que desde entonces empecé a concebir la vida en equipo. Nadie juega solo al fútbol.
Siempre me pregunté -y a medida que pasa el tiempo la pregunta me persigue más y más- cómo será posible seguir con la vida cuando ya no pueda jugar. ¿Cómo es vivir sin el acceso a la diversión garantizada con una pelota de fútbol de por medio? A la sensación de que el corazón se acelera cuando se hace un gol, al placer de la soberbia cuando el caño te sale, al ejercicio mental de tratar de leer la jugada, o la búsqueda del desconcierto con la gambeta.
¿Cómo es no calentarse en un partido? ¿O no tener ganas de agarrarse a piñas cuando una rival bardea a una de tu misma camiseta? ¿O que no haya compañeras que te caguen a pedos por alguna macana que te mandaste? ¿Cómo será irse a dormir sin masticar la bronca de haber perdido en el último minuto? ¿Y hacer cualquier cosa para superar la tristeza de una pelota que vuelve pinchada? Si el fútbol te enseña a vivir. ¿Se puede acaso respirar sin disfrutar de un abrazo de gol? ¿Y no disfrutar del encuentro post partido? Esa cerveza compartida, el momento del elixir, que ayuda a analizar las jugadas, las virtudes y los errores como si fuéramos futbolistas de verdad. No me imagino vivir sin dar una patadita cada tanto o sin ponerme hielo por un pisotón, o sin putear a un árbitro para descargar impotencias, sin llegar a casa, sacarme la ropa con el olor más horrible del mundo y darme la ducha reparadora, ese combo de felicidad de la vuelta de la canchita. ¿Se puede vivir sin competir? Es una idea que me paraliza.
La maternidad me generó siempre algo parecido. Similar a jugar a las muñecas, pero también a ese salto al vacío, a esa contracción en el pecho que viene cuando me pienso sin fútbol.
No quiero asustarte, pero jamás creí que podría ser madre. No tengo muchas amigas que hayan elegido tener hijos, pero observo a las mamás que me rodean y tienen un trabajo inabarcable, imposible, sin límites de tiempo. ¿Se puede estar preparada para eso? ¿Cómo cuidar de otro cuando a veces una no puede cuidarse a sí misma?
Hasta que hace unos meses apareció la posibilidad. El deseo. Sócrates fue un filósofo que dijo que el riesgo es bello. No tiramos la moneda, no nos entregamos al azar. A veces hay que jugársela entera por algo que se ama. Nunca quise tanto a alguien como a tu papá.
Arriesgar es afrontar. El goce de meterse desnudo al mar, de mostrarse sin trajes ni máscaras, tal cual uno es ante los ojos de quienes están en la playa. Es la garantía de evitar la angustia de no haberse animado pero también sentir que aunque sea por un rato te ponés una capa de superhéroe. Ídolo de vos mismo: sos lo extraordinario, el que se anima.
El instante de la decisión es una locura.
Después de haber tenido una distancia, con tu papá nos reconciliamos. Y sentimos que nuestra historia de amor, durara lo que durara, se debía una trascendencia: no hay historias sin deslices. Si no era como un partido eléctrico, pero sin goles ni definición por penales. Pase lo que pase, en ese tiempo sin vernos -sin jugar, acaso- nos dimos cuenta de que nos querremos para siempre. Y que algo teníamos que cambiar. Nos debíamos ser mejores para ser más felices.
Apostar no nos gusta: nos propusimos arriesgar. Enfrentar los miedos y pasar a construir un mundo de tres, que a veces será de cuatro cuando Siro, tu hermano que te espera, el primer hijo de tu papá, esté con nosotros en casa.
Nuestra antropología de lo íntimo dirá que aquella charla fue el momento en el que el castillo de argumentos que nos habíamos armado para no ampliarnos se vino abajo. Era hora de enfrentar los miedos. El amor inquieta.
Hay ocasiones, pequeños milagros, en que el deseo arrasa con todo. Nos propusimos emprender algo así como una misión contracultural. Al menos en nuestro círculo: mis amigues que pisan o pasan los 40 no tienen hijos ni piensan tenerlos. Están cómodos en sus solterías, con sus trabajos, sus salidas nocturnas a bares o recitales, sus clases de danza o trompeta, sus entrenamientos para correr carreras, sus talleres de poesía, sus viajes relámpago a donde quieran y cuando quieran. Se sienten libres al moverse sin tener a nadie a cargo. Armar familia les parece algo así como un ancla, una carga pesada que aparece incluso un paso más atrás, en la etapa de vincular con una pareja. Pocos y pocas establecen relaciones estables, pocos y pocas se relacionan por años con la misma persona.
Los tiempos cambiaron y en nuestras redes cercanas eso que siempre fue lo más natural de la historia de la humanidad -tener descendencia- en algunos integrantes de nuestro círculo en verdad es más bien irse al descenso. Ese deseo no aparece y me resulta lógico porque yo fui parte de ese equipo. Nadie quiere irse a la B.
Sin embargo, la idea ya empezó a dar vueltas en mis pensamientos, arranqué a cambiar el chip. En tiempos de individualismo, siento que se trata de un desapego absoluto del yo para convertir la vida -la mía-, en los primeros años de maternidad, en una dedicación full time.
Desde que nos pusimos de acuerdo con tu papá reflexiono sobre cómo se construye una decisión. Hay quienes dicen que entre dos es imposible el consenso. Y, sin embargo, creo que, para tener un hijo hay que armar un equipo, sabiendo que siempre hay un quilombito cotidiano.
Lo charlo en terapia y aparece el fútbol otra vez: fui egoísta hasta en la cancha al integrar equipos. En el reparto de roles muchas veces me ubiqué en el centro: la que elegía en el pan y queso en la infancia para seleccionar a quienes me rodearan sin depender de nadie, la que jugaba en el medio, la que prefería el caño (un lujito) por sobre el gol o la asistencia. ¿Y si además puse el no al plan de ser madre para no prestar mi cuerpo? Debe ser raro que te pateen por dentro. O deformarse, que la piel se estire, que te duelan las tetas. Que se te hagan pelota. ¿Y si en verdad no quería hacerle frente a una difícil?
Un día, al salir de la terapia, cuando bajábamos en el ascensor, mi psicóloga me dijo: “Este año hay un Mundial, ¿no?”.
Ahora que escribo en este papel arrugado que tenía en la mochila y que acabo de sacar en el viaje en colectivo al trabajo recuerdo que Lionel Messi, un muchacho del que te contaré muchas cosas, una vez le dijo que no a su máximo amor: la Selección argentina.
Fue en 2016, después de que Argentina perdiera la final de la Copa América contra Chile por segunda vez consecutiva -estuvimos 28 años sin ser los reyes de América hasta que en 2021 volvimos a ganarla, con Messi como figura-. Agotado por las críticas despiadadas, Lionel dijo lo que algunos en ese momento querían escuchar: “Ya tomé la decisión, para mí la Selección argentina se terminó”.
Hasta entonces había ganado todo con el Barcelona, pero con la camiseta de nuestro país sólo había podido conseguir el oro en los Juegos Olímpicos 2008 y un Mundial Sub 20. En la Mayor, con esa que acababa de perder, sumaba cuatro finales con derrotas, las últimas tres seguidas. “Es increíble, no se me da”, dijo esa vez.
A la distancia parece insólito: jugar sin el mejor del planeta, que era nuestro. Pero llegó un nuevo entrenador, Edgardo Bauza, que lo fue a buscar y lo convenció, y un poco se convenció él mismo. Volvió en un partido contra Uruguay, en el que usó la 10 y la cinta de capitán y anotó el único gol, el del triunfo. Apenas 66 días, simbólicos, estuvo lejos de la Selección, pero sin perderse ningún partido oficial.
Entonces pienso: resulta que 2022 es el año del Mundial y si hasta Messi enfrentó su temor a no poder, su más profunda angustia, ¿qué me queda a mí? Si este pibe se levantó, enfrentó a los que decían que no tenía ganas de jugar para Argentina, dio al final una vuelta olímpica con la Copa América y los calló; y ahora busca su última chance de retirarse campeón del mundo, la estrella que le falta, ¿yo voy a arrugar a modificar mi pequeño mundo?
Hoy es 3 de enero de 2022 y el horóscopo dice que mi instinto me puede llevar a hablar con alguien que, sorpresivamente, puede tener la respuesta que busco, o la información que me está haciendo falta.
Es lunes. Vuelvo a terapia a hablar de mis dos miedos. Bah, en verdad del que ahora me queda pendiente resolver. “Decidí que voy a ser madre, Patri. Vos que sos mi psicóloga, ¿creés que nunca más voy a volver a jugar al fútbol?”.
Ojalá te vuelva a escribir pronto.
Un beso.
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