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Qatar 2022: la gran excusa del Mundial
El subte, espacioso, modernísimo, destina su vagón delantero para las tarjetas “Gold class”. Pero los qataríes de clase alta, ellos de túnica blanca, ellas de negro, no viajan en subte. Ese vagón suele estar vacío. Me bajo en la estación del Museo Nacional. Cientos de platos blancos (539) verticales, horizontales, inclinados, entrelazados, de diferentes diámetros y bordes afilados. Componen una “rosa del desierto”, una formación rocosa que ocurre naturalmente en la región del Golfo cuando los minerales cristalizan. “Creada por la naturaleza misma”, dice Jean Nouvel. El arquitecto francés la eligió porque esa rosa crece de forma “totalmente irracional”. Y porque “nadie sabe cómo es por dentro”.
El Museo (MNoQ), de 400 millones de dólares y 52.000 metros cuadrados, incluye plantas y animales autóctonos, un tiburón ballena fosilizado de nueve metros de largo, un millar de artefactos arqueológicos, pantallas de hasta treinta metros de largo, una alfombra célebre con más de un millón y medio de perlas, esmeraldas, diamantes y zafiros. El relato oficial sobre la pequeña nación desértica que se convirtió en una de las más ricas del mundo porque descubrió petróleo y gas. Su Alteza el Emir, el jeque Tamim bin Hamad Al Thani, inauguró el Museo en 2019 con líderes políticos, de museos y de la moda. Y hasta Victoria Beckham. A partir del 20 de noviembre, esa narrativa del soft power qatarí, y de la FIFA, tendrá como monumento una pelota de fútbol.
“Nunca se ha visto tanta hostilidad hacia un país anfitrión de un Mundial”. “Desdemonizar a Qatar”. “Islamofobia”. “Peligrosa simplificación”. “El Mundial no solo como vidriera, sino como un modo de acercarse”. Son algunas de las frases que rescato del panel qatarí de la Conferencia sobre el Mundial 2022 a la que me invitó la Universidad Northwestern, con sede en Chicago y que abrió filial con la Fundación Qatar, en plena Ciudad de la Educación, en las afueras de Doha, 14 kilómetros cuadrados que incluyen estadio mundialista y la sede de la concentración argentina. El panel de la Conferencia me confirmó una impresión: Qatar 2022 será el primer Mundial donde la suerte de su selección será lo que menos importe al país organizador. El Mundial siempre suele ser una gran excusa. En Qatar lo será acaso como nunca antes.
La incomprensión de Occidente hacia el mundo árabe creció a partir de la islamofobia, fortalecida tras los atentados yijadistas en Estados Unidos y capitales europeas. Fue cuando el director mauritano Abderrahmane Sissako estrenó “Timbuktu” (Tombuctú), nominada al Oscar como mejor película extranjera en 2015, que relata el terror en una ciudad de Mali ocupada por los yijadistas que prohíben todo, fútbol incluido. Sissako muestra a jóvenes que lo juegan igual, aunque sin pelota. El fútbol como forma de “resistencia pacífica, de verdadera victoria” (“Es absurdo que traten de prohibir la música porque todos tenemos música dentro de nosotros”). En las arenosas paredes del Museo Nacional, Sissako exhibe filmes bellísimos sobre los beduinos. Sobre los nómadas a camello que ayudaron a construir una nación, nos dice el Museo, que precede incluso al colonizador británico, padre de un sistema explotador que ahora cuestiona.
Qatar se enoja cuando la prensa occidental sugiere boicots y omite que el país, seguramente presionado por la vidriera del Mundial, fue el primero del Golfo que, a partir de 2020-21 reformó leyes laborales explotadoras, modificó horarios interminables e impuso salarios mínimos. The Washington Post se disculpó cuando en 2014 dijo que no tenía modo de demostrar que los trabajadores muertos en la construcción de obras del Mundial ascendían a un millar. La discusión sobre si el Mundial terminará ayudando entonces a que los demás países del Golfo modifiquen leyes esclavistas es uno de los grandes puntos del libro “Qatar and the 2022 FIFA World Cup”, de Daniel Reiche y Paul Michael Brannagan, que descubrí en la fabulosa Librería Nacional, estatal, parte de Visión 2030, un proyecto de futuro que piensa no solo en el gas. No muy lejos de allí (todo está cerca en Doha) está el Museo de la Esclavitud, la casa Bin Jelmood, primer museo que habla de la esclavitud en el mundo árabe y cuyo patio estaba repleto de esclavos del este de África.
Trabajadores de India, Nepal, Bangladesh, Filipinas y otras naciones, fueron y son mano de obra barata del superlujo y componen cerca del 90 por ciento de la población en Qatar. Más que el debate entre religión y modernidad (y sobre la diversidad sexual que algunas selecciones reclamarán en sus camisetas), los obreros de los estadios-juguete serán el punto polémico del extra Mundial, cuya escena central, sabemos, será el duelo formidable que prometen, entre otros, Mbappe-Messi-Neymar. En el subte y en tiendas encontré voces de trabajadores disconformes y otros que, en cambio, solo esperan prolongar sus contratos cuando finalice el Mundial. Para poder testimoniarlo, la pelota y sus alrededores recibirán a miles de periodistas que precisarán visa previa y control de salud que permitirá rastrear cada uno de sus pasos en un país vigilado. Y que usará el Mundial como vidriera. Pero que, si se descuida, también corre el riesgo de convertirlo en un búmeran.
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