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Puede fallar
"Puede fallar", decía el mentalista, en los minutos previos a la proeza, jugando con esta idea de que una trama, un relato, una historia que se está desarrollando gana en dramatismo cuanto menos seguridades tengamos sobre el resultado final de las cosas.
La Argentina jugó siete partidos en el lapso de 28 días, desde el domingo 15 de junio hasta el domingo 13 de julio. Poco tiempo, si lo medimos en días normales. Un montón de tiempo, si pensamos en todo lo que pensamos, todo lo que dijimos, todo lo que escuchamos y todo lo que sentimos en esos 28 días.
Hicimos muchas cosas, pero la que hicimos por sobre todas las demás fue esperanzarnos. Entramos al Mundial con dudas. Nos imaginamos un equipo que iba a matar en cada ataque y a sufrir en cada contra. Discutimos durante días si Sabella había hecho bien en jugar con 5-3-2 en el primer tiempo contra Bosnia. Si su reconocimiento de un error estratégico era un síntoma de debilidad o una muestra de grandeza. Después, contra Irán, se nos llenó la cabeza de preguntas. Alguno de los cuatro fantásticos no estaba jugando tan fantástico, y atrás teníamos más dudas que certezas, y Romero nos sacaba las castañas del fuego. Y mientras tanto Messi. El Messi que queríamos, el Messi que esperábamos, el Messi que necesitábamos. El Messi que transformaba empates en victorias. Tal vez el partido contra Nigeria marcó la culminación de una posibilidad, de una forma de jugar: pegamos tres veces, nos golpearon dos. Puntaje ideal y el pasaje a octavos. Hasta tuvimos tiempo de discutir, en esos días de la primera etapa, si estaba bien o estaba mal que Lavezzi le tirase agua al entrenador mientras escuchaba sus indicaciones. Gran debate nacional. A nuestro juego nos llamaron. A opinar de lo que sea. A discutir de lo que se pueda.
Y empezamos a jugar a otra cosa. Los cuatro fantásticos se fueron lesionando o apagando. Sabella modificó la defensa y el medio campo y lo hizo mucho más fuerte. Cambió sobre la marcha y el resultado fue inobjetable. Pasó octavos, cuartos y semis. Y estiró la final hasta el alargue. Jugó (estos datos son aproximados, recuerden que con las matemáticas soy peor que con las palabras, de manera que imagínense) siete horas y media repartidas en cuatro partidos. Hizo dos goles. Le convirtieron uno.
¿Pudo haber salido bien? Sí. Pudo ser de Higuaín, pudo ser de Messi, pudo ser -otra vez- de Palacio. El árbitro pudo cobrar penal en esa salida de Neuer contra Higuaín. ¿Podía salir mal? Sí. También podía.
Nosotros, los de a pie, a esa altura, hacemos lo que hacen los peatones en el fútbol. Desear y sufrir. Y esperanzarse. Empezamos a ver señales alrededor. A leer el futuro en la borra del café o en el vuelo de los pájaros. Están los que se entusiasman porque en América nunca ganó un europeo, y los que se convencen de que se repetirá un Maracanazo, y los que aseguran que el tiro en el palo del suizo Dzemaili es el prólogo de la gloria, y los que sostienen que con tanto argentino allá no hay modo de que no ganemos.
Puede fallar, decía el mentalista. Pero como no falla, seguimos esperanzándonos. Y Bélgica que no te llega salvo Lukaku que faltando medio minuto se hace un nudo con sus propios pies junto al área chica. Y contra Holanda el partido en un freezer y los penales heroicos de Chiquito, y el partidazo de Mascherano y cada vez más ilusión. Y esa sensación, callada o a los gritos, de que tanta suma de cosas algo tiene que significar, tantos eslabones que se sueldan nos tienen que llevar a algún sitio o, mejor dicho, al único sitio al que queremos llegar. A Messi levantando la Copa y el cantito de Brasil y la vuelta olímpica.
Y cada vez son más los que se entusiasman y creen. Y a los que llevan al fútbol pegado a sus vidas todos los días y todas las horas se suman los otros, los que a veces sí y a veces no. Y cuando ésos están en la cima del entusiasmo llegan los otros, los que casi nunca. Y cuando parece que ya no queda sitio en el pináculo del arrebato se arriman también los que nunca jamás.
Se genera esta sensación colectiva de que, siendo tantos los que queremos que las cosas terminen de determinado modo, seguro que tienen que terminar así. De que vamos a sufrir, porque estamos hechos para sufrir, pero que al final, con el último aliento, con la última hilacha del esfuerzo, vamos a alcanzar la gloria. Porque no es posible que, después de esperanzarnos tanto, las cosas terminen mal. ¿No es cierto?
No. No es cierto. Porque puede fallar. Porque contra Suiza y contra Bélgica y contra Holanda alcanzó. Y en la final pudo haber alcanzado. Pero no sucedió. Y no importan las veces que en los próximos días (y las próximas noches, porque, ay, lo que van a durar, para algunos de nosotros, las próximas noches) volvamos a evocar todas las que tuvimos y no, y esa que ellos tuvieron y sí.
En el final, hago un pedido para esos muchos que se acercan al fútbol de vez en cuando. ¿Vieron cómo se entusiasmaron, cómo se interesaron, cuánto se angustiaron, cuánto se ilusionaron y cuánto se entristecieron con estos partidos de la Argentina en el Mundial? Bueno. Tengan en cuenta que a los que sí somos futboleros esto nos sucede siempre. Y con equipos que, muchas veces, tienen mucho menos para disfrutar y mucho más para sufrir. De modo que imagínense. Imagínense un poco, y regálennos cierta indulgencia al considerar nuestras acciones, nuestros arrebatos y nuestras desprolijidades.
Porque es verdad que a veces el fútbol se parece a las películas, esas que terminan bien. Pero en general no sucede. Lo que sucede, casi siempre, es que el fútbol se parece a la vida donde las cosas, muchas veces, terminan de un modo distinto al que soñamos.
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