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Postales del Maracaná: Diniz y John Kennedy vencieron al “Proyecto Román”
Se llama John Kennedy porque el padre soñó que su hijo sería famoso. Y quería un nombre acorde. Un nombre que él admiraba. ¿No hay también acaso miles de “Riquelmes” en el fútbol de Brasil? ¿Y no hubo un Bismarck brasileño en el Mundial de Italia 90? ¿Un Allann Delon en Ceará y un Sócrates en Corinthians? John Fitzgerald Kennedy ganó popularidad en Brasil en los ‘60. Años de Alianza para el Progreso. Proyecto de Estados Unidos para contrarrestar al comunismo en la región. Existe inclusive una “Vila Kennedy” en Río, con su Estatua de la Libertad y su Miami Square.
Pero el John Kennedy de 21 años que destrozó el sueño copero de Boca el sábado en el Maracaná creció admirando en realidad a Washington. Y no a George Washington, primer presidente yanqui, sino a Washington Stecanela Cerqueira, apodado “Corazón Valiente” porque superó problemas de salud y anotó más de 400 goles. Fue verdugo de Boca en semis de la Libertadores 2008 y campeón brasileño con Fluminense en 2010.
El John Kennedy que nació pobre en Minas Gerais es un éxito personal del DT Fernando Diniz. Psicólogo formado en la Universidad paulista de San Marcos, promotor de un fútbol más humano, Diniz rescató a Kennedy de clubes que lo echaron, indisciplinas y lesiones. “Ya hemos perdido a muchos John Kennedy en el fútbol brasileño”, dijo Diniz. Por el gol de JK, el ciclo formativo de la Academia Fluminense terminó imponiéndose el sábado al de Boca-predio.
Boca tuvo a seis pibes propios en la final (Nicolás Valentini, Christian Medina, Equi Fernández y Valentín Barco titulares, más Luca Langoni y Vicente Taborda luego). A Boca, que esta vez tuvo un arbitraje benévolo, le falló en rigor el liderazgo de los más curtidos: desde los capitanes Marcos Rojo a Frank Fabra, ambos por expulsiones infantiles, a Edinson Cavani, comprometido siempre, pero sin confianza para el gol. Demasiado contraste ante un Fluminense que, además de JK, mejor juego y más ambición, sí contó en la final con sus seis titulares de más de 34 años, entre ellos Germán Cano.
El sábado, mientras la megafonía del Maracaná pasaba música del gran Chico Buarque (presente en el estadio), la policía de Río reprimía a hinchas de Boca que pugnaban ingresar al Maracaná, muchos de modo legítimo, otros sin boleto. Parte de la fiesta Conmebol de final única, que privilegia el negocio y desatiende al hincha.
Fluminense, aun sin crear peligro concreto, fue un campeón justo. Obra de Diniz y su Naranja Mecánica a la brasileña, audaz para la región, pero que valió al DT su ascenso a la selección. El cargo es provisorio, porque todo indica que Brasil será dirigido a partir de enero por Carlo Ancelotti. Decisión inédita para un fútbol cuya selección anda a los tumbos. No su Liga. Brasil casi quintuplica nuestra población y triplica nuestro territorio, pero el Brasileirao tiene solo veinte equipos, no veintiocho. Y tiene partidos espectaculares, como el triunfo 4-3 del escolta Palmeiras ante Botafogo, líder en crisis. Lo vimos el miércoles por TV en un bar de Copacabana (no hay bar sin fútbol en Río y el Brasileirao juega todos los días, a toda hora).
Boca sobrevivió en semifinales a Endrick, otro joven con futuro de crack que Palmeiras ingresó tardíamente. Pero no pudo hacerlo el sábado con John Kennedy. Al día siguiente de la final, un ciclón impulsó al mar hasta la Avenida Atlántica. Fue como si hubiesen colocado un ventilador detrás de las olas. Superaron los tres metros y se llevaron sandalias y comida. Y también los últimos cantos de los hinchas de Boca.
En esas horas, los estudiantes brasileños tuvieron su jornada de ENEM (examen de ingreso a la Universidad). Uno de los puntos preguntó a los alumnos si es racista decir “mulambo” (por un canto que los hinchas de Fluminense dedican a los de Flamengo). Hasta circuló un video de John Kennedy burlándose con el “mulambo”, término que los hacendados usaban para sus esclavos en Angola. El lenguaje naturalizado del racismo está cada vez más bajo escrutinio en Brasil. Lo denuncian hasta los propios racistas.
Justo antes de emprender la vuelta a Buenos Aires, la tele del bar repite la conferencia de Diniz. El DT vive horas de gloria, contraste con un Boca convulsionado por la renuncia inmediata de Jorge Almirón, las elecciones politizadas de diciembre y el macrismo que quiere volver. Juan Román Riquelme, vivo para comunicarse siempre con su público “bostero”, logró seis títulos, cifra notable, pero jamás volumen de juego. No encontró un Virrey Bianchi en un ciclo de cinco entrenadores que cierra sin la promesa de la Libertadores.
“Lo que quiero decir, y lo que que he dicho toda mi vida”, dice Diniz en la TV, “es que Boca no fracasó porque perdió. Y si Fluminense hubiera perdido no me consideraría yo tampoco un fracasado. Mucha gente en la prensa y en las redes sociales pone esa etiqueta y yo lucho para cambiar esa cultura. No siempre gana o sale campeón el mejor. Hay procesos que son juzgados de modo injusto y cruel. Si nosotros no hubiésemos ganado la Libertadores, hoy estaríamos trabajando para mejorar los errores. Esa es mi vida”. Diniz es una rara avis. El exitismo suele imponer otras reglas. Y le sobran voceros a la hora de la derrota.
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