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La confesión "argentina" de Pedja Mijatovic: "Me enganché al fútbol con la idea de ser Mario Kempes"
En la alegría pura, destilada, reaparece el niño. Como en aquella carrera alocada de Pedja Mijatovic una noche de mayo de 1998 en Ámsterdam, después de marcarle a Juventus en la final de la que fue la séptima Copa de Europa de Real Madrid, la primera después de 32 años de vacío casi existencial. Corre Mijatovic y en su estampida asoma otra, la de Mario Kempes en el Monumental tras anotar en la prórroga de la final del Mundial de Argentina del 78. Y bajo eso, el niño que fue Mijatovic: "Puede recordar la celebración, con las manos abiertas, esa imagen. No quiero decir que cuando marqué el gol de la séptima pensara en Mario Kempes en ese momento, el de correr y abrir los brazos, pero supongo que eso me quedó inconscientemente desde pequeño. De niño, siempre cuando convertís un gol entre amigos, siempre nombrás algún jugador. Te convertís en locutor, digamos. Yo cuando hacía un gol corría y gritaba: ‘Mario Kempes, Mario Kempes’. Y era una cosa increíble", recuerda el montenegrino nacido en la vieja Titogrado, hoy Podgorica, en 1969.
Hay alguna coincidencia más entre esos dos instantes de gozo. La desorientación en la cumbre. "No sabía dónde ir. Quería ir primero ahí a celebrarlo con Roberto Carlos [su tiro provoca el rebote que le cae a Mijatovic dentro del área]... Pero me acuerdo de que se lo había prometido a Fernando Sanz", contó alguna vez el exdelantero del Madrid.
Kempes (Argentina; 1954), en una entrevista en EL PAÍS, también se recordó desubicado después de marcar en la final mundialista del 78: "No había nadie con quien celebrarlo. No sabíamos qué hacer. ¡Era tanta la emoción que lo festejamos por separado!". El gol llegó tras un suspenso angustioso, como relata en su autobiografía: "Definí cuando Jongbloed ya me había achicado: la pelota rebotó en su pie, después en mi rodilla derecha, en su cadera, su hombro y, tras la insólita carambola, se elevó y quedó flotando sobre el área chica. ¡A mí me pareció una eternidad, no bajaba más! Dos holandeses, Poortvliet y Suurbier, y yo nos tiramos con la plancha, a lo guapo. Por suerte, yo llegué primero por una milésima de segundo y, con un taponazo, marqué el 2 a 1 (...). No fue el más lindo de los goles que haya marcado, pero sí el más emocionante. Creo que, incluso, la gente sopló para ayudar a que la pelota entrara... y entró". Existe una fotografía, tomada desde lo alto de una tribuna que muestra a Luque, Bertoni y Houseman estirando una pierna, cada uno desde un lugar en el área, el acto reflejo de patear la pelota.
Todo aquello lo vio con fascinación desde Trípoli, donde ya era plena noche, el niño Mijatovic, que ya había sucumbido antes al embrujo de Kempes a través de las pocas imágenes sueltas que había alcanzado a ver en Titogrado: "Yo tenía 9 años. El Mundial me encuentra en Libia, porque mi padre había ido a trabajar allí como médico tres años, y aquel verano fuimos a visitarlo. Y ahí me enamoro de Kempes, porque llevaba el pelo largo y jugaba muy bien. Yo también tenía el pelo largo; no tanto como él, pero sí rizado. Y en aquel Mundial se convierte en máximo goleador, mejor jugador, prácticamente lleva a Argentina a ganar... Imagínese qué contento estaba yo. Ahí me engancho totalmente al fútbol con la idea de convertirme en un jugador parecido a Mario Kempes. Era mi ídolo", recuerda.
Explosión de colores
Fue el primer Mundial consciente de Mijatovic, fascinado por el contraste colorido de una Libia donde, como recuerda, "se podía comprar de todo", frente a la estrechez de la antigua Yugoslavia socialista, alejada de la esfera soviética: "Cuando volví a Montenegro, volví con muchísimas camisetas del Mundial. En color, que eso era imposible de ver en mi país. Por ejemplo, una de manga corta con las cabezas de varios jugadores, o con las banderas de cada país. Eso era una novedad tremenda. Parecía yo de otro planeta. Y las pelotas: me compró mi padre muchísimas de diferentes colores. Una locura. Y zapatillas, y conjuntos deportivos de Adidas, que era una cosa que prácticamente no podías comprar en mi país. Me sentí importante ahí con mis amigos cuando volví de Libia". Todo eso, y una codiciada camiseta de Argentina sin número que vestía en los partidos callejeros.
Así empezaba a perseguir el estilo Kempes. "Me encantaba su facilidad de salir de los adversarios sin complicarse mucho, como aprovechando un poco de velocidad y elegancia. Eso es lo que me impactaba en él: esperaba su oportunidad. Tenía una calidad tremenda, y mucha inteligencia. Parecía fácil, pero en realidad no lo era. Muy elegante, muy concreto", dice Mijatovic, que en la temporada 94/95 se vio bajo su mando en el Valencia, adonde también lo llevó Pasieguito (Bernardino Pérez Elizarán), como al argentino.
Aunque su relación empezó con un gran malentendido. "Él era el segundo de Héctor Núñez en el Valencia y yo ya tenía mi importancia en el equipo. Pero cuando ves a tu ídolo, pues estás un poco perdido. Nos presentan, y yo estaba muy cortado. Creo que los primeros días pensaba que yo tenía algo contra él, porque me saludaba, y yo lo saludaba y pasaba. Hasta que un día le dije: ‘No tengas la sensación de que tengo algo contra ti, ni mucho menos, pero como has sido mi ídolo, pues estoy como conmovido’. Y, desde entonces, charlamos mucho".
Entre las charlas, aquella final del 78. "Imagínese ganar el Mundial y ser el mejor jugador y el máximo goleador. Es lo máximo que te puede pasar como futbolista. Yo siempre le envidiaba por esto. Pero por otro lado él es tan cariñoso y tan buena persona que al final te gana. Y, además, te enamoras de él", se rinde Mijatovic.
Por David Alvarez | EL PAIS
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