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Narciso Horacio Doval, un loco muy cuerdo que se puso a Brasil en el bolsillo con goles y gambetas
Fallecido más de tres décadas atrás, transitó una vida colmada de anécdotas y mitos
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Los estudiosos del medievo afirman que juglares, cuentacuentos y demás personajes que se ganaban la vida animando las plazas pueblerinas con relatos de historias siempre atrapantes solían ir modificando los contenidos de sus relatos en función de la reacción del público. Agregaban o quitaban detalles o escenas para ampliar el efecto de sus narraciones (y asegurarse una mejor recaudación), sin preocuparse por deformar más o menos la realidad en la que estaban basadas.
Muchas centurias más tarde, estos parámetros apenas se han modificado. La tecnología mejoró el acceso a los relatos, sus protagonistas se popularizaron y los difusores se multiplicaron. Pero aun así, las versiones de los hechos tienden a diferir según quién los cuente; a veces en detalles, otras en el fondo de la cuestión.
La noche del 12 de octubre de 1991, Narciso Horacio Doval tenía apenas 47 años cuando un infarto masivo lo fulminó en la puerta de New York City, la discoteca de la avenida Álvarez Thomas que durante mucho tiempo fue epicentro de la noche porteña. En los días previos había jugado (y ganado) un torneo amistoso de futsal y celebrado el triunfo de su amado Flamengo sobre Estudiantes, en La Plata, por la Supercopa de ese año. O dicho de otro modo, en un puñado de horas había conjugado todas sus pasiones: el fútbol, la práctica deportiva sin límite... y la noche. No consta en los archivos ni en las narraciones, pero es imposible descartar que también haya habido alguna compañía femenina en esas jornadas con final trágico. La pinta que causaba furor en los años juveniles permanecía intacta en la proximidad de la cincuentena.
El Loco Serenata, como lo apodó la hinchada de San Lorenzo que adoró su modo explosivo, exquisito y diferente de jugar al fútbol; O Gringo, como es conocido en tierras cariocas, no fue un productor inagotable de anécdotas, como sí ocurría con su amigo de correrías y socio futbolístico Héctor Bambino Veira, pero tampoco le hizo falta. Las anécdotas iban floreciendo a su alrededor, construyéndole el camino hacia una idolatría que superó fronteras y hasta rivalidades ancestrales. Por eso, e incluso con el riesgo de la incontrolable deformación, nada mejor que sean esas historias las que ayuden a recorrer la vida de un personaje cuya huella fue imborrable en Boedo, Parque Patricios, Gávea y Laranjeiras, los barrios de Buenos Aires y Río de Janeiro en los que se disfrutó más que en ningún otro lado de su alegría y de sus goles.
Los rebusques de Palermo
El hipódromo de Palermo era en los años 60 una especie de Meca. Atraía cada fin de semana a miles de aficionados que no dudaban en atar el destino de sus ahorros a las patas de los pura sangre de carrera; el dinero corría en cantidades considerables casi a la misma velocidad que los pingos y generaba otro tipo de magnetismo, el que llevaba al Paddock o la Popular a pícaros que habían encontrado la manera de sumar unos pesos a sus -por lo general- magros ingresos.
Doval había nacido en Palermo un 4 de enero de 1944 y ahí seguía viviendo, en la casa que su hermana Lilia habitaba en la calle Godoy Cruz. Había quedado a su cuidado, y el de los otros integrantes de la familia, tras perder sucesivamente a sus progenitores. Siendo todavía un niño, una asistente social recomendó su internación como pupilo en un colegio donde el aprendizaje de la técnica para escaparse a jugar picados en los potreros vecinos fue una de las materias en las que obtuvo las mejores notas. De regreso al barrio natal sumó una asignatura más a su legajo: el oficio que practicaba su tío en el hipódromo.
“Había muchos rebusques. El preferido del tío de Narciso era la venta de vales de la apuesta triple. En eso trabajaba junto al padre del Gordo [Jorge] D’Alessandro”, cuenta José Pepe García, amigo íntimo, compañero inseparable y biógrafo aficionado de la vida del Loco.
Para los no entendidos, la triple -actualmente triplo- consiste en acertar los ganadores de tres carreras diferentes previamente seleccionadas por los organizadores. El negocio del tío, al filo de la ley, consistía en comprar vales de esas apuestas con diferentes probables ganadores en la primera de esas carreras y revender aquellos en los que hubiera acertado el caballo ganador. De esa manera, el comprador ya partía con el 33 por ciento de la tarea en su haber. Otro método de ganar dinero era encontrar un lugar que permitiera ver con nitidez la llegada de los caballos al disco y así tener la “primicia” del triunfador en caso de bandera verde. Con ese dato, y mientras se esperaba que los jueces definiesen al ganador con la fotografía, se desplazaba hacia la lejana tribuna popular para participar en las apuestas que los aficionados se cruzaban entre sí para acertar el vencedor. Haber visto la llegada en primera fila garantizaba el éxito.
“Doval no tenía nada de loco. Era muy vivo, muy despierto, muy pillo. Y cuidaba mucho la plata”, asegura Miguel Ángel Brindisi, quien compartió con el rubio de ojos azules un año de vestuario en el Huracán de 1971.
Los rebusques palermitanos de aquel tío nunca abandonaron al jugador que, desde el momento en que se asentó en la primera de San Lorenzo, deslumbraba por sus gambetas, su velocidad y sus frenos imprevistos. Vendía camisetas Lacoste entre sus compañeros de equipo –”Tenía una costumbre muy graciosa. Si alguien le pedía colores lindos, en el cuadernito donde anotaba todo escribía el nombre del que hacía el pedido y al lado ponía: colores lindos”, rememora Brindisi-, llevaba y traía de Brasil bikinis, jeans o lo que fuese que podía dejarle algún beneficio: “Tengo que aprovechar ahora, el día que deje de jugar nadie más va a hacerme caso”, decía.
El afán comercial acabaría jugándole una mala pasada. El lanzaperfume, un aromatizador de ambientes que tiene éter y cloroformo en su composición, estaba considerado una droga en Brasil, pero no en la Argentina. El Loco vio que ahí se escondía un negocio rentable y comenzó a viajar a Río con un buen cargamento cada vez que volaba desde Buenos Aires. “Un frasco ya pagaba el costo de una caja entera”, apunta Pepe García. Doval le iba pasando el cargamento a un comerciante local que se ocupaba de la venta, pero todo el mundo conocía el origen de la mercadería.
En 1976, el Loco ya jugaba en el Fluminense, después de dar el salto nada menos que desde el archirrival Flamengo, a principios de ese año. Al Mengão había llegado en 1969, llevado de la mano por Elba de Padua Lima, Tim, el técnico de Los Matadores de San Lorenzo, campeones del Nacional 68, y ya había cautivado a los torcedores (y a las garotas en las playas, pero eso pertenece a otro capítulo). A finales del 75 en el club rojinegro, eran muchos los que pujaban porque el máximo ídolo de la institución volviese a ser un brasileño, y tenían un candidato que prometía: Arthur Antunes Coimbra, Zico, a quien opacaba la presencia de Doval.
Al doctor Francisco Horta, abogado, juez y presidente del Fluminense, le encantaba la idea de “robarle” el crack al eterno rival. Su entidad no tenía el dinero para hacerlo, pero sabía de los movimientos internos en el Fla y de la predisposición de O Gringo a cruzar de vereda. Propuso un triple trueque: ceder a Toninho, Zé Roberto y el arquero Roberto al equipo de Gávea, a cambio de la llegada de Rodrigues Neto, Renato y Doval a Laranjeira. La operación fue un auténtico boom que se conoció como “troca”, y hasta el célebre músico Jorge Ben la convirtió en samba con el título de Troca, Troca.
A Doval le llevó poco tiempo alcanzar la idolatría de la hinchada tricolor, sobre todo después de que el Flu le ganara la final del campeonato carioca al Vasco da Gama con un gol suyo en el minuto 119 del alargue. En octubre, el equipo fue invitado a disputar la Copa Viña del Mar, en Chile, y la policía aprovechó la ausencia de O Gringo para allanar su casa. Habían recibido el soplo de que en ella se guardaban cajas con lanzaperfume. Encontraron algunas pocas, aunque fue suficiente. Para su fortuna, Horta manejó la situación en la Justicia y dos años más tarde el Loco fue absuelto, “pero en la cancha la cosa se puso densa; le gritaban de todo”, dice García. Incluso la hinchada del Flamengo, que todavía no había digerido la “traición” lo insultó al grito de “maconheiro” (fumador de marihuana, todo un pecado en esos años). “Lo pasó muy mal. Creo que fue la única vez que lo vi llorar”, se conmueve su amigo.
Tiempo antes, en 1972, el tío del hipódromo le había dado la oportunidad de otro rebusque a Doval, en este caso puramente marketinero. Molesto porque la llegada a Botafogo de Rodolfo Lobo Fischer, su ex compañero en San Lorenzo, amenazaba con restarle popularidad en diarios y revistas, el Loco recurrió a su curioso familiar para transformarlo en un lejano y desconocido pariente italiano que le habría dejado varios millones como herencia: “Hacían cola en la puerta de la casa para entrevistarlo”, recuerda entre risas García.
Mitos, leyendas y realidades
Existen equipos que quedaron para siempre en la memoria de un club sin haber ganado títulos. Pero hay otros que reúnen un mérito todavía mayor: conquistaron su lugar en apenas un puñado de partidos. Ocurre con la célebre Máquina de River. Todo hincha que se precie recita de corrido el Muñoz, Moreno, Pedernera, Labruna y Loustau, aunque solamente hayan jugado los cinco juntos en 18 encuentros oficiales y 4 amistosos. En ese sentido, Los Carasucias de San Lorenzo le llevan mucha ventaja.
En 1964, el Ciclón armó una delantera con pibes que venían de las inferiores: Doval, Fernando Areán, Veira y Victorio Casa. Todos tenían edades entre los 18 y los 21 años. Desinhibidos, alegres, habilidosos, atrevidos, con un toque de irresponsabilidad y también discontinuos –”En una buena tarde podíamos hacerle cuatro goles a Alemania, pero en otras nos íbamos del partido y salía todo mal”, aceptó alguna vez el Bambino-, enamoraron a su gente y fueron una brisa de frescura en medio del fanatismo por las tácticas defensivas que asolaba al fútbol argentino en los años posteriores al desastre en el Mundial de Suecia 1958.
Pero, ¿cuántos partidos jugaron juntos aquellos cuatro pibes? Tres en ese año, con un único triunfo sobre Vélez; y otros seis en 1965, con tres victorias y otros tantos empates. No hubo más. En los restantes encuentros de esas temporadas siempre faltó alguno, o más de uno, pero el mito de equipo maravilloso perdura hasta hoy. Las historias sobre la conducta de esos chicos resuenan 60 años más tarde.
Fue en ese período cuando, en días de mucha lluvia, el conjunto que dirigía José Barreiro solía entrenar en el gimnasio Salón San Martín, adyacente al viejo Gasómetro de Avenida La Plata. Un inmenso mural cubría una de las paredes laterales del recinto. Lo había realizado el pintor de Juan Carlos Lerena y recreaba la escena en la que el general San Martín permanecía atrapado por su cabalgadura durante la batalla de San Lorenzo y el Sargento Cabral acudía a rescatarlo. Los viejos socios del Ciclón que andaban siempre por el club afirman que Doval y Veira se entretenían compitiendo entre ellos para ver quién le acertaba más pelotazos en la cabeza al Libertador de media América, hasta que acabaron deteriorando la pintura.
La anécdota se enlaza con otra. Durante una gira por México los azulgranas perdían por 4 a 0, con el Bambino y el Loco sentados en el banco. Barreiro los llamó para que entraran. Veira se cuadró, hizo la venia y dijo: “El General San Martín a sus órdenes”; Doval remató: “Y también el Sargento Cabral”. El técnico los miró con gesto interrogador: “Usted debe creer que somos los salvadores de la patria”, le explicó el Bambino.
Jugadas y goles de Doval
Otras leyendas surgen porque las circunstancias las elevan a esa condición. Se trata de historias mucho más palpables y fáciles de contrastar. Sucede, por ejemplo, con los partidos que atraviesan los tiempos y en los que algún protagonista brilló por encima de la media.
El Loco Serenata fue figura estelar en uno de esos duelos vistiendo la camiseta de Huracán. Se disputaba la última fecha del Metropolitano de 1971, Vélez llegaba puntero con una unidad de ventaja sobre Independiente y recibía en Villa Luro al Globo, que no se jugaba nada. “Teníamos las valijas hechas para irnos de vacaciones”, asegura Brindisi.
Al minuto, Héctor Lamberti puso el 1-0 para el local y todo parecía definido, pero no fue así. Después, según el comentario de Juvenal en El Gráfico, “Doval la rompió, Babington y Brindisi fueron un espectáculo, Basile fue un bastión, Avallay explotó su velocidad en los contragolpes y Maidana caminó la media cancha con su reconocida sapiencia”. En el siguiente párrafo fue todavía más explícito con la tarea del rubio de Palermo: “Que Doval es hábil y rápido ya lo sabemos. Pero también sabemos que es discontinuo, y a veces caprichoso. Esta vez, Doval tuvo un rendimiento casi perfecto”. En la síntesis del partido fue elegido como el mejor con una calificación de 9, y si no recibió un 10 tal vez fue porque se le negó el gol. “Les dimos un baile bárbaro. Si no fuera por el Gato [Miguel] Marín, que se atajó todo, les hacíamos seis”, resume Brindisi. Huracán ganó por 2-1, Independiente cumplió con su papel, venció por 2-0 a Gimnasia y se quedó con el título.
Triunfo para Huracán en 1971
Apenas once meses después, el Loco repetiría la gesta. Había regresado al Flamengo porque ya no estaba en el club Dorival Knipel, un entrenador conocido como Yustrich, por su parecido con Julio Yustrich, arquero de Boca en los años 30, que se hizo cargo del plantel un año antes e impuso un nivel de conducta que acabó hartando al Loco. Entre otras cosas, le obligó a quitarse su larga melena (la foto de Pepe García cortándola con la tijera en la mano mereció una foto en el diario Jornal do Brasil). El episodio acabó con Doval en Parque Patricios durante un año.
La final del campeonato carioca 1972 tendría lugar el día que el país conmemoraba los 150 años de su independencia y enfrentaba en Maracaná a Flamengo y Fluminense. Pagaron entrada 136.829 personas y unas cuantas decenas de miles más entraron sin pagar. O Gringo abrió el marcador de cabeza (una especialidad que iría perfeccionando cada vez más a lo largo de su carrera) y fue una pesadilla para la defensa rival. El Mengão ganó por 2-1 y Doval elevó su celebridad hasta el infinito para comenzar a ser legendario.
El último eslabón del mito se confeccionó a partir del pase al Fluminense para completar la Máquina Tricolor, uno de los equipos más recordados de la historia del fútbol brasileño. El Loco compartió equipo con Roberto Rivelino, Marco Antonio, Paulo César Lima, Carlos Alberto Torres y el arquero Félix, todos ellos campeones del mundo en México 70; pero también con otros futbolistas de selección: Edinho, Dirceu, Gil, Pintinho y Paulo César Cajú. De hecho, en la citada final del Carioca 76 contra Vasco da Gama solo uno de los titulares del Flu no había jugado nunca con la camiseta verde-amarelha brasileña: Doval.
Mujeres, la gran debilidad
“¿Salieron bien? Las mujeres miran mucho”. Pepe García le atribuye la pregunta al Loco, que solía realizarla después de alguna sesión de fotos para la prensa. Doval no era especialmente alto (1,78 metros), pero la cabellera rubia, los ojos azules y la sonrisa carismática siempre llamaron la atención de la población femenina. Era así ya en Argentina, aunque el vigor y la fortaleza física que fue ganando en las tardes de Ipanema o Copacabana lo convirtieron en irresistible una vez afincado en Río de Janeiro. Las conquistas amorosas del Loco corrieron siempre en paralelo con sus éxitos sobre el césped.
En un tiempo en el cual la tapa de la revista Gente cotizaba muy alto, Doval mereció dos veces ese sitio de privilegio. Por supuesto, la aparición de su figura en las publicaciones brasileñas fue mucho más numerosa y frecuente. “Tenía un glamour increíble para las mujeres”, subraya García, que todavía recuerda cuando se sentaban juntos en la playa, le iba señalando las garotas que pasaban caminando y el Loco le marcaba con cuál de ellas había tenido algún tipo de romance: “Con esa sí, con esa no, sí, sí, sí, no…, una cosa tremenda”.
El éxito con el sexo opuesto, sin embargo, le ocasionó más de un inconveniente, incluso futbolístico, porque la fama de indisciplinado y poco profesional lo persiguió durante toda su carrera. La falta de una pareja estable, su presencia constante en la prensa rosa y la imagen transgresora no lo ayudaron a alcanzar logros todavía más altos. “Es cierto que le gustaba mucho la noche, pero nunca lo ibas a ver con problemas con el alcohol. No se lesionó nunca y jugó todos los partidos en el año que estuvo con nosotros. El apodo de Loco siempre es dañino”, lo defiende Brindisi, y agrega: “Fue una pena que cuando el Flaco [César] Menotti llegó al club, él ya no estuviera. Le hubiese encantado un jugador de ese tipo”.
Pepe García, en cambio, apunta al técnico campeón del mundo 1978 como el responsable del paso fantasmal de Doval por la selección argentina: un sólo partido oficial, contra Chile en Santiago en 1967; y otros cuatro con un combinado B en una gira por Italia ese mismo año, donde marcó su único gol vestido de celeste y blanco, contra la Fiorentina. Después, cuando expuso sus mejores años a mediados de los 70, Menotti nunca lo tuvo en cuenta. Peor aún, García lo acusa de haber frustrado el pase del delantero al Atlético de Madrid, al darle malas referencias del jugador al club colchonero.
Sin embargo, nada de esto puede compararse con uno de los hechos que marcó la trayectoria de Doval: el célebre episodio con la azafata de un vuelo de Austral que le costó un año de sanción y, entre otras cosas, quedarse afuera de Los Matadores en 1968.
El 8 de octubre de 1967, el plantel de San Lorenzo volvía de perder contra San Martín de Mendoza un partido del primer torneo Nacional. Días más tarde, Doval fue acusado de “posar su mano sobre ‘la parte trasera’ de la azafata María Concepción Salegui y darle tres palmadas”, según el testimonio de Guillermo Nimo, el árbitro que había dirigido aquel encuentro. En tiempos de dictadura militar, la AFA fue contundente: se acogió al artículo 222 del Reglamento de Transgresiones y Penas, que se refiere a “hechos inmorales o reprobables” por parte de los jugadores, y decidió una sanción desmedida: lo suspendió por 365 días.
Qué sucedió arriba de ese avión, si es que efectivamente ocurrió algo, es un misterio sin solución que depende del juglar que lo relate. La versión más extendida es que el Loco, soltero y sin compromisos, se ofreció a pagar los platos rotos para salvar al compañero casado que había sido el responsable del abuso. Pero como mínimo hay tres versiones más.
Por un lado, se dijo que todo fue una venganza de Nimo, ya que Doval lo habría increpado de manera vehemente por su actuación en el partido. Por otro, se aseguró que en realidad habían sido varios los integrantes del plantel implicados en el maltrato a las azafatas. La tercera apunta a un altercado durante la escala técnica que el avión hizo en San Luis, donde el equipo aprovechó para cenar. Un grupo de jugadores le habrían enviado mensajes provocativos a través del mozo a una mujer que ocupaba otra mesa junto a cuatro hombres, hasta que uno de ellos se levantó, se dirigió donde estaban los jugadores y prometió un “castigo ejemplar”, asegurando “tener influencias”. Por fin, Pepe García sintetiza un par de ellas: “El conflicto durante esa escala técnica fue entre los jugadores y un brigadier, y alguien pronunció el nombre de Doval como responsable. Entonces el hombre fue a la AFA y pidió que lo sancionaran”.
Los dirigentes no tenían ningún motivo para hacerlo, pero la voluntad de quedar bien con el gobierno de facto de Juan Carlos Onganía los empujó a buscarlo. Los antecedentes poco limpios de Nimo les habría servido entonces de coartada: lo obligaron a aportar su testimonio para evitar ser expulsado del arbitraje, y así surgió lo que García califica de “invento de la azafata”.
El Loco siempre negó haber tenido participación en la cuestión. “Me ha jurado por la madre que nada de lo que se le acusa es cierto. Y cuando Doval jura por la madre, no miente”, lo defendió en su momento Veira. Sin embargo, en el informe que Austral hizo llegar a la AFA, se hacía hincapié en que el mal comportamiento de los jugadores había comenzado en el momento de embarcar. Estela Boeri, comisaria de a bordo afirmaba allí que “uno de ellos me colgó una percha con ropa en el cuello del tapado”, y agrega que “los jugadores se comportaron groseramente y toquetearon a la señorita Salegui”. La implicada, en cambio, nunca hizo declaraciones. El misterio seguirá sin develarse, pero fue una mochila que Doval nunca pudo quitarse del todo.
Una vez cumplida la suspensión, el Loco alcanzó a disputar un puñado de partidos en San Lorenzo a fines de 1968. En ese verano, Tim fichó por el Flamengo y cuando le preguntaron quién era el mejor futbolista del equipo campeón contestó: “El que no jugó”. Unos días después, Doval aterrizaba en Río de Janeiro.
Récords y números que no admiten discusión
Así como las anécdotas pueden ser modificadas y hasta manipuladas a gusto de quienes las relatan y las consumen, los datos concretos ofrecen una medida mucho más exacta de quién fue el Loco Doval, o mejor dicho O Gringo, en la historia del fútbol brasileño.
Campeón carioca en 1972 y 1974 con Flamengo y en 1976 con Fluminense. Máximo goleador en los torneos del 72 y el 76, año en el que también fue elegido mejor centrodelantero de Brasil (con 95 tantos todavía hoy es el máximo goleador extranjero en la historia del Fla). Elogiado y querido por las dos torcidas más populares de Río de Janeiro, ciudadano honorario de la ciudad y nacionalizado brasileño en 1976, su nombre ha aparecido cada vez que a alguna publicación se le ocurrió realizar encuestas sobre “grandes” de todas las épocas.
En 2001, la revista Placar promovió una votación para elegir el mejor futbolista foráneo que había pasado por Brasil. El chileno Elías Figueroa quedó en primer lugar, segundo fue el uruguayo Pedro Virgilio Rocha y Doval, el tercero. Once años más tarde, cuando los duelos entre el Mengão y los tricolores cumplieron cien años, O Globo montó un equipo con ídolos que ambos tienen en común y los atacantes elegidos fueron Doval y Romario. Zico, que fue su suplente en el Fla durante todo el año 73, reconocía que “nadie se convierte en ídolo por casualidad. Tienes que haber hecho algo muy bueno para serlo”.
Doval, por supuesto, retribuyó tanto cariño con fútbol. Aceptaba que fue en Brasil donde ganó potencia y resistencia para correr los 90 minutos. “Me hice un jugador más serio, con mucha más continuidad y capacidad para resolver”, dijo en una entrevista concedida a El Gráfico un par de meses antes de su fallecimiento. Pero también se hizo querer con su absoluta integración a la sociedad carioca. Amaba jugar al vóleibol o al fútbol-tenis en la playa, muchas veces en agotadores partidos de uno contra uno que utilizaba para fortalecer su musculatura y su potencia de salto. Le encantaba pasar las horas con sus amigos frente al mar en la Rúa Montenegro (actual Vinicius de Moraes) o en el bar Veloso, hoy conocido como Garota de Ipanema.
Uno de esos “parceiros”, el músico Marcos Valle, lo incluyó en una de sus canciones, y propuso la realización de un documental que por ahora los problemas financieros impidieron concretar. Su título, O Gringo mais Carioca do futebol, indica con claridad el significado del paso de Doval por la vida de Río de Janeiro.
Goles de Doval en Flamengo
“Una mañana me despertó para que lo acompañara a correr al Corcovado. Ya se había retirado, éramos un poco mayores para esos esfuerzos. Pero me prometió invitarme a desayunar en un hotel de lujo que hay arriba y fui. Narciso vivía haciendo deporte y no se cuidaba ni le hizo caso a algunas señales que le fue dando su cuerpo, porque sabía que era hipertenso y su corazón tenía más tamaño que el normal. Sinceramente, no sé si hubiera servido para ser viejo”, reflexiona Pepe García, cuya página en Facebook con el nombre del Loco es una colección interminable de fotos y recuerdos de quien fue casi su hermano.
La muerte, la postrera y más triste de las anécdotas en torno a Narciso Horacio Doval, mantuvo la misma línea que el resto de su vida. Lo sorprendió después de unos días a puro frenesí, alegría y diversión. Ocurrió hace más de 32 años, pero no pudo apagar la llama de un recuerdo que permanece ardiente, como una melena rubia que sigue volando libre por Buenos Aires y Río de Janeiro.
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