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Nahuel Molina, la revelación de la legión argentina en Udinese: la vida a máxima velocidad del chico que se probó en Barcelona, debutó en Boca a los 17 y sueña con la selección
Se fue de su casa a los 11 años detrás de su ilusión de ser futbolista; en su primera temporada en el fútbol italiano, sorprende por su alto nivel
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La primera vez que Nahuel Molina se subió a un avión fue para llegar a Europa. Así, sin escalas. Ya era un grande metido en el cuerpo de un adolescente de 14 años: tenía la piel más curtida que las de los amigos que había dejado en Embalse, su tierra cordobesa, desde donde había partido a los 11 detrás de una pelota de fútbol, para no volver. Aun así, todo ese bagaje no le quitó sorpresa y emoción al viaje inaugural: iba a probarse en el Barcelona. “Es verdad, nunca me había subido a un avión. Yo estaba en la academia que el Barça tenía en San Justo y me seleccionaron con otros chicos para viajar a España. Allá nos juntaban con los del club para practicar. Y era fuerte: en los primeros días no tocaba la pelota, la calidad del juego de ellos era muy distinta. Acá entrenábamos igual, conocíamos los movimientos, pero movían la pelota con una velocidad impresionante. Fueron dos experiencias hermosas, en 2011 y 2012”, rescata de su memoria.
Ahora tiene 23 y desgrana esos recuerdos con LA NACION desde un lugar no tan lejano a aquellas jornadas en Catalunya: Molina vive en Údine, la ciudad del noreste de Italia donde refulge la camiseta bianconeri del Udinese. Allí llegó hace menos de un año para agrandar la vasta legión argentina del club que capitanea Rodrigo de Paul, el más ilustre de todos. Todo es veloz en la vida de este lateral volante, una de las revelaciones del Calcio esta temporada. Lo asume con naturalidad: “Me pasaron muchas cosas muy rápido, sin tiempo de asimilarlas”, piensa.
—¿Dónde pondrías el mojón inicial de tu carrera?
—Cuando con mi familia decidimos que fuera a vivir a Buenos Aires para vivir en la academia de Barcelona. Tenía 11 años, lo tomaba como un juego: quería jugar a la pelota y nada más. No asimilaba que iba a vivir lejos de mi familia, que me iba a entrenar todos los días y no como en el pueblo… Mis papás confiaron mucho en Coqui Raffo, que era la cabeza del proyecto, y en el proyecto en sí. Fueron años de mucho aprendizaje, de crearme una disciplina, hábitos: tenía horarios para levantarme, para ir a la escuela, para comer, para estudiar, para entrenarme. Teníamos tan programado el día que no pensaba mucho en qué estaría haciendo mi mamá, o mis hermanos. No extrañaba: me llamaban y yo respondía con pocas palabras: “Sí, estoy bien”, y nada más. Quería estar con mis compañeros, lo pasaba muy bien. En mi casa me retaban porque no les prestaba mucha atención a ellos, jeje. Pero era porque estaba muy bien ahí. O sea que sí, si mi hijo fuera a un lugar en el que lo trataran como me trataron a mí, lo dejaría ir a esa edad.
A ese chico que había llegado a probarse como delantero lo fueron bajando de posición a medida que pasaba el tiempo en la Candela, el histórico predio de Boca donde durante esos años se amasaba el proyecto de Barcelona. Cuando aquella aventura se terminó, en realidad no hubo ningún cambio abrupto en la vida de Nahuel: Raffo asumió como coordinador de las juveniles de Boca y todo siguió igual, solo que con otra camiseta. “La adaptación fue fácil”, recuerda, “porque seguí viviendo en el mismo lugar, yendo a la misma escuela, entrenando en el mismo predio. Y tenía ya encima esos dos viajes a Barcelona, que significaron mucho”.
Esa manera de sentir lo ayudaron a amortiguar el siguiente impacto: debutó en la primera de Boca a los 17 años. Claro que guarda todos los detalles en la cabeza: ocurrió el domingo 18 de febrero de 2016 en San Juan, una noche en que Boca le ganó 1-0 a San Martín con él como lateral derecho. “Fue un sueño hermoso. Orion me había dicho en el vestuario que lo disfrutara. Los centrales eran en Cata Díaz e Insaurralde. El Cata me estuvo encima todo el tiempo. Jugaban Carlitos (Tevez), Gago, Osvaldo… En las comidas no metía una palabra ni por error, jeje. Me ayudaron un montón, me preguntaban si en la pensión estábamos bien, si faltaba algo… Esa noche volvimos volvimos de madrugada de San Juan y no dormí nada de la excitación que tenía. Al otro día fui a entrenarme cansadísimo y después quise dormir la siesta: nada, seguía muy arriba. Fue tremendo. Si me obligás a elegir, te digo que Gago y el Cata Díaz fueron los que más me ayudaron en esos inicios”, valora. El Vasco Arruabarrena fue quien lo mandó a la cancha, y eso no se olvida: “Me subió al plantel, me trató con una calidad humana enorme. Antes me había bajado a la Reserva porque éramos muchos, y había sido muy cálido. Guardo un gran recuerdo suyo”, pondera.
Debutar en Boca viniendo de las juveniles del club es muy difícil, algo que en estos meses se aprecia más por el lugar que Miguel Russo les dio a muchos chicos. Pero mantenerse es tantísimo más difícil todavía. Molina jugó apenas 9 partidos en el club antes de empezar con los viajes a préstamo a Defensa y Justicia y Central, los clubes donde pudo asentarse. En esas idas y vueltas, siempre estuvo cerca de un mito: el Negro Ibarra, un lateral en el que vale la pena espejarse. Y Molina lo aprovechó: “Lo tuve en Reserva, él trabajaba con el Flaco Schiavi y Bracamonte. Hugo siempre me aconsejó sobre los controles y los centros. Y me corrigió mucho en lo defensivo, yo tenía muchas falencias en ese aspecto porque no era lateral de origen. Piernas para ir para adelante siempre tuve, pero sabía que tenía que mejorar mucho en lo defensivo: a veces me quedaba parado, habilitaba a todo el mundo”, reconoce.
—Antes de llegar a Italia te dirigieron Arrubarrena, Barros Schelotto, Vojvoda, Beccacece, Bauza, Cocca… ¿Con quién progresaste más?
—Con Beccacece, en Defensa y Justicia. Salimos segundos, llegamos a semifinales en Sudamericana. Aprendí muchísimo. Tiene una gran intensidad, me hizo crecer un montón. Cocca en Central me dio toda la confianza también.
Pandemia, adiós a Boca y la llegada a un mundo nuevo
Ahora que vive en Europa, Molina tiene más cerca al inglés Alexander Arnold (Liverpool) y al marroquí Achraf Hakimi (Inter), dos colegas a los que admira. Mientras crecía se asombraba con el Dani Alves de esos años mágicos del Barcelona multicampeón de Messi. Ahora, el desafío es competir mano a mano con los mejores. ¿Y Boca? Se transformó en un recuerdo para siempre, más allá de haber salido libre. “Se dio de una manera que no me gustó. Nunca pudimos arreglar el contrato, fue el momento más amargo de mi carrera. Y después vino la pandemia…No me peleé con nadie, nunca tuve un problema, conozco a todo el mundo, no solo a los dirigentes. Me hubiese gustado jugar muchísimo más”, acepta, siempre con el mismo tono calmo, mientras deja atrás otro día de entrenamiento en el centro deportivo del Udinese, ya en el tramo final de la temporada.
Sus números iniciales llaman la atención en medio de una discreta camáña del equipo, que se armó para pelear por un puesto de clasificación a las copas europeas y nunca superó la mitad de tabla: para ser un recién llegado, acumular 29 partidos, dos goles y cinco asistencias resulta más que prometedor. En los últimos 13, incluso, completó todo el partido. Él sigue agradeciendo: “Udinese me abrió las puertas en un momento en que no jugaba en Boca, valoro mucho eso. En este ámbito, hay que dejar las cosas atrás y seguir, no hay tiempo para lamentarse. Es como perder un partido: enseguida tenés que pasar página, no quedarte enganchado”, matiza.
—¿Estás jugando más de lo que imaginabas?
—Me sorprendió tener tanta participación ya en mi primer año. Me decían que no me preocupara si no jugaba mucho, pero a los dos días de llegar ya me pusieron en un amistoso y gané lugar. Ahora vengo de jugar muchos partidos seguidos de titular. Ya había jugado como carrilero en una línea de 5 en defensa con Beccacece. El entrenador (Luca Gotti) me pide que ataque, que sienta libertad para soltarme. Y lo hago, me siento bien.
—¿Extrañas el ritmo de vivir en Buenos Aires?
—Údine es una ciudad tranquila, chica, fue un cambio muy lindo. Prefiero totalmente lugares así. Si puedo elegir, me voy a Embalse. Me crié en el lago con mis amigos. Acá vivo en una zona montañosa, verde… Eso me traslada automáticamente al pueblo. Estamos aprendiendo, acostumbrándonos a una vida completamente distinta. El idioma, lo primero: estoy tomando clases, lo agarré bastante rápido. Entiendo bastante, hablarlo me cuesta más. No pudimos hacer cosas habituales, como ir a comer, por ejemplo, por la pandemia. A mí me encanta salir a la mañana al entrenamiento y ver a la gente en los cafés, charlando. Mi novia se vino al mes de que yo llegara, estamos muy bien. Vivimos en el departamento donde antes vivía Rodrigo (de Paul). Ella estuvo toda su vida con su familia y decidió venirse: me saco el sombrero porque la lleva mil puntos. Seguro que extraña su familia, el asado del papá, pero se adaptó rapidísimo. Yo intento hacerle el asado, pero no soy un gran chef.
El gol de Molina a Juventus
Molina asume que la adaptación se hizo más sencilla por haber llegado al club más argentino de la Serie A: allí convive con Juan Musso, De Paul, Roberto Pereyra, Ignacio Pussetto y Fernando Forestieri. “Eso me benefició muchísimo, no solo en lo deportivo. Me ayudaron con cada cosa que necesité. Estamos todo el día juntos, desde el desayuno. Para hacer una vida más normal vamos a tener que seguir esperando, aunque ahora la situación está mejorando”, cuenta. Espera, por ejemplo, poder volver a casa cuando termine la temporada: por la pandemia, ni sus familiares ni los de su novia pudieron visitarlos en todo este tiempo.
—Jugás en una posición a la que la selección le costó encontrarle un dueño en los últimos tiempos. ¿Te ilusiona hacerte un lugar?
—Me encantaría, eso es obvio. Rodrigo y el Tucu (Pereyra) tienen muchísimas convocatorias, a veces cuentan cosas en el vestuario. Antes de la última citación estuvo Walter Samuel acá. Él me dijo que me estaban viendo, eso me puso muy contento. Los premios llegan si hacés bien las cosas en el club. Pero yo trato de no hacerme la cabeza con eso.
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