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Nadie merecía este final
No sería justo atacar un proceso de cuatro años por los últimos 180 minútos, pero sí hubo razones técnicas y tácticas que provocaron este descalabro
MIYAGI.– Si algo tiene de particular esta caída brutal, más allá del inconmensurable dolor que provoca y del registro histórico que deja, es que no se la puede comparar con ninguna otra.
La Argentina fuera del Mundial Corea-Japón 2002 en la primera rueda –una verdad que sólo parecía posible en medio de una pesadilla– no tiene el mismo significado que Suecia 58, por ejemplo, para nuestra historia futbolera: aquella vez, el revés marcó un antes y un después en la manera de relacionarse con el resto del mundo del fútbol y, más que eso, obligó a deponer una actitud que sólo conducía a la derrota; conmovió los cimientos, en definitiva.
La selección eliminada tan tempranamente de la primera Copa del Mundo del siglo –cuando había llegado hasta aquí con todos los boletos para llevársela– no provoca lo mismo que Estados Unidos 94, por caso, para las estructuras del fútbol nuestro: aquella vez, el traspié fue el disparador para cambiar los hábitos y las costumbres a la hora de representar al equipo nacional y, sobre todo, llevó a ordenar lo que parecía revuelto.
Nadie se atrevería hoy a afirmar que lo hecho en los últimos cuatro años no sirve para nada y que es necesario revisar todo a partir de esta frustración enorme, engendrada en los últimos 180 minutos de juego. No sería justo, al menos. Tal como se intuía, así como éste aparecía como un equipo preparado para ganar, también lo estaba para perder, si es posible medir eso por la actitud con la que se asumió la derrota: hacía tiempo que no se veía a un equipo argentino perdedor irse de la cancha como lo hizo éste, sin espacio alguno para el escándalo.
Lo que sí se puede hacer –y se debe– es hurgar en las razones que terminaron provocando este resultado, al fin y al cabo un descalabro de todo lo hecho antes. Y lo que se encuentra va desde lo técnico hasta lo táctico, pasando también por lo anímico. Son pequeñas respuestas a la gran pregunta: ¿por qué pasó lo que pasó?
- Porque el equipo fue impotente, para empezar. Falló en “los gestos finales”, por recurrir a una definición del propio Bielsa. No le resultó fácil generar situaciones de gol y, cuando lo hizo, no las aprovechó.
- Porque el DT siguió aferrado a sus esquemas, aun cuando la situación ya sobrepasaba el límite tolerable. La imagen simbólica de la cuestión es el ingreso de Crespo por Batistuta, en el partido decisivo, justo cuando los centros llovían sobre el área sueca. Los dos tanques ahí dentro habrían representado claramente una opción para recibirlos y, seguramente, alguna influencia habrían tenido sobre la moral de los rivales.
- Porque los jugadores extendieron hasta el Lejano Oriente la sombra de sus largas temporadas en el fútbol europeo, también. Para bien los que venían bien, como Aimar; para mal los que venían mal, como los propios Batistuta y Crespo.
- Porque les pesó demasiado esa doble responsabilidad de ser los candidatos de todos, por un lado, y ser los representantes de la única posibilidad de alegría para los argentinos, por el otro. Un peso enorme, que es posible traducir en la falta de frescura, de soltura, que sufrió el equipo a lo largo de los tres partidos que jugó. Fue al ataque siempre porque está en su esencia, pero, también, siempre agarrotado, entumecido por la tensión.
Lo único cierto es que nadie se merecía este final. Ni los jugadores, aun cuando una generación entera de ellos cargará con la mochila de haber estado cerca de todo y no haber ganado nada. Ni el entrenador, aun cuando su encasillamiento le valga la crítica. Ni la gente, que había puesto demasiado en lo que era, apenas, un partido de fútbol.
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