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Nadie entiende mejor a Scaloni que los cuatro jinetes del hartazgo
En los últimos 20 años hubo cuatro técnicos de la selección argentina que sintieron la necesidad de alejarse… y se fueron. No amagaron. Lionel Scaloni no se quiere marchar, pero tampoco ser una marioneta en un teatro que mezcla imprevisión, hastío e ineptitud.
Alejandro Sabella se cansó y su límite fue el Mundial de Brasil 2014. Lo tenía decidido, incluso, mucho antes de perder la final con Alemania. Ejercer esta función con pasión y profesionalismo agota. ¿Por qué? Intromisiones dirigenciales, incumplimientos, invasiones, mentiras, una exposición asfixiante… Todos daños colaterales, porque esa erosión nada tiene que ver con el trabajo de entrenar a estrellas. Un goteo que corroe tanto hasta volverse insostenible. Gerardo Martino también se alejó después de la Copa América Centenario del 2016. Abrumado, abandonado. Para él, la dignidad resultó el límite. Es un click cuando el prestigio y el desafío de dirigir a la selección argentina deja de ser una tentación irresistible debido a una coyuntura destartalada. Y una y otra vez son los dirigentes los culpables. De Julio Grondona a Luis Segura y a Claudio Tapia. El descalabro nace en ellos.
La memoria recuerda las salidas de la AFA de Marcelo Bielsa, en 2004, y de José Pekerman, definitivamente en 2006, dos alejamientos mesurados para maquillar disconformismos. El 3 de octubre de 2002, cuando Pekerman se distanció por primera vez de la AFA, explicó: “Es una decisión relacionada con el desgaste y el cansancio por un trabajo arduo”. Y hasta deslizó responsabilidades: “La selección se pone en escena el día que compite, pero atrás hay un plan de preparación cargado de dificultades. En el fútbol hay trampas, cosas injustas”, señalaba Pekerman. José volvió de emergencia por Alemania 2006, y después prácticamente partió espantado. “Estoy convencido de que todo lo que estuvo a mi alcance, lo hice. Y de ese tema no hay que hablar más…”. Y saludó para siempre.
Bielsa había resistido hasta septiembre de 2004. “Noté que ya no tenía la energía necesaria para absorber las variadas tareas que demanda la selección. Ya no tenía ese impulso. Y cuando ocurre eso no es honesto quedarse en un sitio sin entregar la energía que la tarea reclama”, explicó. No era la verdad completa, pero si en su gestión nunca había enarbolado excusas, menos lo iba a hacer en el adiós.
Scaloni, cansado de que el diálogo en privado no surtiera efecto, impuso el ruido para visibilizar el problema. Por cierto, una señal evidente de que no quiere bajarse. De lo contrario, era portazo y adiós. Nadie cuenta con la espalda del DT para negociar, es el entrenador campeón del mundo, con una adhesión popular única en su especie. Y negociar no significa morder una porción, no, sino martillar detrás del definitivo salto de profesionalidad que exige la selección número 1 del planeta. El fútbol argentino no es campeón del mundo, ni la AFA se trata de la mejor asociación; la corona sólo la lleva la selección. La única parcela fértil –incluso, pese a los dirigentes– en el pantano hediondo. Scaloni le debe a Tapia la oportunidad laboral de su vida, pero eso no supone docilidad. Si convalida los descuidos, se enloda. Puede tolerar, hasta que es imprescindible desprenderse. Scaloni desea pertenecer, pero no a cualquier precio. Por eso, gritó.
Quizás no escogió el momento más adecuado porque opacó una noche de gloria, desvió los focos que se habían ganado los héroes de Qatar, otra vez patrones del Maracaná. Tal vez, tanta incomodidad acumulada no encontró otra hendija. Pero si hubiese explotado su paciencia, como les sucedió a los cuatro jinetes de los anteriores desacoples con la AFA, Scaloni ya se hubiese desprendido. Cree en acuerdos que todavía podrían lograrse. Entonces, eligió exponer a la AFA. Tapia ante el abismo: tendrá que ser creíble. Pero, ¿se puede construir desde la desconfianza? Se marcharon Martino, Sabella, Pekerman y Bielsa, atravesados por el denominador común del hartazgo. Llevar el cargo de entrenador de la selección con prudencia y capacidad parece asfixiante para gente íntegra. Antes o después, la despedida se convierte en un acto necesario.
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