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Diego Maradona, el gran capitán: la consagración con la magia y la épica del manto albiceleste
"Nene, dígale a su padre que no va a ir a dormir porque se concentra con nosotros. No se lo comente al periodismo porque lo van a matar a preguntas y usted lo que necesita es tranquilidad". Aquellas fueron las palabras de César Luis Menotti. Efecto lógico de la precocidad futbolística de Diego Maradona, su trayectoria en el seleccionado argentino se abrió a una edad tempranísima. Sólo 4 meses y siete días después de su debut en Argentinos Juniors, la selección lo convocaba para jugar un amistoso contra Hungría. En la Bombonera, el 7 de febrero de 1977 por primera vez bajó de las tribunas el coro que lo acompañaría siempre: "Maradooo, Maradoooo". Ingresó a los 20 minutos del segundo tiempo en reemplazo de Leopoldo Jacinto Luque y entregó sus primeras pinceladas. Tenía 16 años, once partidos en primera división y dos goles.
Amor a primera vista. La selección impulsó su universalidad. Ninguno como él elevó tanto esa segunda piel, la camiseta argentina. Su imagen con la Copa del Mundo en alto en México '86 es la estampa histórica de la mayor pasión deportiva argentina, el punto más alto de un vínculo que abarcó más de 17 años. Esa identificación con el equipo nacional le dio trascendencia sin respetar puntos cardinales. Para cualquier argentino, mencionar la nacionalidad en un país extraño era prepararse para una respuesta calcada: "¿Argentino? Ahhh…, Maradona".
A la vuelta de la esquina lo esperaba la primera frustración en su vida de jugador: el propio Menotti le cerró la puerta a su esperanza de jugar el Mundial ‘78, que implicó el primer título máximo para nuestro fútbol. "Fue la desilusión más grande de mi vida", diría después Diego; quedaría sólo como un mal trago previo a un camino formidable, único. Consolidado como crack en Argentinos, volvió a la selección muy rápidamente, en un amistoso ante Bulgaria en abril de 1979. Meses después saboreó una revancha personal cuando dejó su huella en otro representativo maravilloso: el equipo campeón mundial juvenil de 1979 en Japón. Con la cinta de capitán, Diego condujo un conjunto que funcionó como una orquesta. Juan Simón, Gabriel Calderón y Ramón Díaz, entre otros, ambientaron las invenciones de ese pibe retacón que enloquecía rivales; los triunfos se sucedieron con naturalidad hasta el decisivo frente a la Unión Soviética, en Tokio, por 3 a 1.
Se abría una etapa de actuaciones cautivantes con la camiseta número 10 del equipo mayor, un preludio de funciones de asombrosa calidad. Entre ellas, un anticipo de su obra suprema: en un amistoso con Inglaterra en 1980, en Wembley, su zurda burló a varios rivales y el toque suave ante el arquero Clemence no terminó en gol por apenas centímetros.
Las mejores jugadas de Maradona en México '86
Llegó el tiempo de su primer Mundial, España ‘82. Él y Ramón Díaz reforzaron la base del equipo campeón en 1978, que mantenía la capacidad, pero había perdido hambre de gloria. Esa declinación colectiva arrastró a la juventud y las ganas de Maradona hacia la frustración de la eliminación frente a Brasil, cerrada con un episodio personal oscuro: una violenta patada a Batista le costó la expulsión. Para rescatar de esta experiencia quedaron sus dos goles a Hungría, en el partido de mejor rendimiento del equipo, y el maltrato sistemático de Claudio Gentile en la caída contra Italia por 2 a 1.
La llegada de Carlos Bilardo derivó en su ratificación como eje insustituible del seleccionado; el director técnico jamás dejó de indicar que el único titular indiscutible era él. Como en una premonición, el ‘Doctor’ le daba pista a su época más gloriosa. México '86 vio su magia en el máximo esplendor y lo convirtió en el heredero de Pelé, el número 1 del mundo.
Su talento inigualable condujo a la Argentina al título y entregó la joya más preciada de todas las copas del mundo. El 22 de junio de 1986, cinco jugadores ingleses –Beardsley, Reid, Fenwick, Butcher y el arquero Shilton– fueron los mojones de un eslalon genial que desembocó en el mejor gol de la historia de los mundiales. Lo contempló un asombrado estadio Azteca, se propagó como un hito eterno en todo el mundo. Con esa obra maravillosa expió las culpas por ‘la mano de Dios’, en tanto que, desde la controversia, también quedó destinado a inmortalizarse. Ya quedaba claro para todos que cualquier equipo que tuviera a Maradona sería campeón.
Italia '90 encontró su talento condicionado por un tobillo hinchado como una pelota de tenis. Igualmente, su coraje impulsó al equipo hasta la final. De ese duelo decisivo ante Alemania, en el estadio Olímpico de Roma, se recuerda su insulto indignado hacia el público que silbó el himno argentino y su llanto acongojado tras la derrota. Desde entonces, su relación con el seleccionado fue intermitente, del mismo modo que su carrera intercalaba retiros y regresos. Tras aquel duro 0-5 frente a Colombia, el clamor de los hinchas lo reinstaló en el equipo que buscaba un lugar en el Mundial ‘94. Sin ejercer una influencia desequilibrante en el juego, su presencia y su ascendiente sobre el resto alcanzaron para una clasificación sin luces ante Australia. Agazapado tras la alegría de agregar a su foja el cuarto Mundial consecutivo, acechaba su peor momento.
Un golazo a Grecia en el 4 a 0 del debut alentó las mejores premoniciones. Pero tras el 2 a 1 contra Nigeria, la imagen de una enfermera que lo tomaba de un brazo para acompañarlo al control antidoping fue su última postal feliz. El análisis dio positivo de efedrina. "Yo no me drogué; me cortaron las piernas", alegó después. Al cabo de 91 partidos y 34 goles, fue el cierre de su etapa en el seleccionado, dramático y conmocionante como tantos segmentos de su carrera.
Él imprimió un estilo, una filosofía: por la selección, inmolación. Hizo todo, se peleó con el planeta, cruzó el Atlántico las veces que lo convocó la causa. Y algunas más, también. Contagió, dejó una escuela. Su etapa como entrenador, desde la antesala del Mundial de Sudáfrica y hasta la bochornosa eliminación frente a Alemania, resultó apenas un apéndice. Su sabiduría estaba en otro lado; la magia se acababa del borde de la cancha hacia afuera. Maradona y Messi juntos, sí, podía sonar a cantos de sirena, pero se trató de una pesadilla. El talentoso cincel en la zurda había tallado un legado de amor por los colores. Innegociable. "Estaba muerto, desgarrado hasta la lengua, pero no podía faltar...", respondió un día. Nunca le falló al llamado interno. De la bandera hizo su segunda piel.
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