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Mundial Qatar 2022: una travesía en el desierto, los camellos y la perfecta farsa turística
Las excursiones para conocer los sectores más inhóspitos de Qatar y la crueldad en el trato con los camellos
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DOHA (Enviado especial).- Lo más triste es lo de los camellos. En esta experiencia del desierto, todos los contactos con estos animales en Qatar tienen algo de cruel. En Souq Waqif, en pleno centro de la ciudad, hay un parador en el que hay un par de docenas. Están bajo el cuidado, entre otros, de Ali Al Majari, que también los entrena para las carreras. Tienen las patas atadas, para que no se desplacen hasta la calle ni golpeen a los turistas. El cuidador reclama una propina para que los visitantes puedan tomar una foto. Y los anima a sentarse en las jorobas, pide que no teman, que mientras él esté cerca, se comportarán bien.
Mientras tanto, vendedores, aprovechadores, ofrecen productos como turbantes o túnicas dos o tres veces más caros de lo que se pueden conseguir en el mercado a un par de cuadras. Están a la caza de desprevenidos.
Las carreras de camellos son otro de los atractivos promocionados. Al igual que en las de caballos, el peso del jockey es fundamental. Por eso durante muchos años las corrían niños. Luego se prohibió, por razones obvias. Aunque no está permitido apostar en varios aspectos, puede hacerse con las carreras de camellos. Ahora los jockeys son robots. Un dispositivo en la joroba del animal genera pequeñas descargas con una fusta electrónica. El dispositivo reproduce, además, la voz del propietario del animal, que lo arenga a la distancia.
Día libre en el Mundial, no hay fútbol. Hay una excursión que invita a ir al medio del desierto en camioneta y que posibilita tener un contacto más directo con los camellos. Ofrecen paseos. Abbad es el conductor. Pasa temprano a buscar a los pasajeros y emprende el viaje.
Toma las autopistas hacia el sur de la ciudad. Se cruzan los alojamientos de menores recursos, donde ya no se ve la opulencia del centro. Luego las refinerías, la gran razón de la existencia de esta potencia económica. Y el desierto. Esta península es muy pequeña, se puede recorrer toda la longitud del país en no más de cuatro o cinco horas. Cuando se termina el camino asfaltado está el campamento Ash Shaqra.
¿Por qué alguien querría ir al desierto? Se supone que es un lugar inhóspito. Pero esta es una experiencia turística. Es un “desierto habitado”. En el campamento hay unos 40 camellos. Tienen monturas y bozales. Por supuesto, no están felices del espectáculo y pueden morder. Mucha gente se sube y retrata recuerdos. Una vuelta: 50 metros, diez minutos. Otros eligen no subir.
Mientras tanto, Abbad desinfla las gomas de la camioneta para meterse en la travesía en la arena. Desde el final de la autopista hasta la frontera con Arabia Saudita quedan otros 20 kilómetros, pero ya no hay caminos asfaltados, sólo arena. Empieza tranquilo, transitando las dunas. Subidas, bajadas, algunos serruchos incómodos.
Son 20 kilómetros de recorrido, los desplazamientos son más lentos. Pero cuando hay sectores lisos, no tiene problemas en acelerar. La velocidad aumenta hasta los 100 kilómetros por hora. Algunos saltos son descomunales. Es formidable que un vehículo soporte semejantes golpes. Los mismos que los pasajeros se dan en sus cabezas con el techo de la camioneta.
Hay una parada para tomar más fotos. La curiosidad es que la arena no quema en algunos sectores y en otros sí. Estamos en pleno invierno. Alguien ensaya una explicación del color de la arena, al ser más clara o más oscura retiene más o menos el calor. Abbad llama para seguir el viaje antes de que se pueda resolver el misterio. Ya habrá tiempo para estudiarlo mejor.
De repente comienza a ascender a una enorme montaña de arena. La transita por el punto más alto, por la cornisa del médano. Hay caídas de hasta 30 metros a ambos lados. Los turistas empiezan a inquietarse.
Abbad maneja con una sola mano. Siempre tiene el teléfono en la otra. Manda mensajes, a veces; otras, simula que habla. Es parte del show para aumentar el temor de sus ocasionales acompañantes, se supone. Es de Pakistán, habla bastante inglés. Ha llevado tanta gente que entiende algunas palabras del español, también.
El paisaje hacia la derecha muestra un horizonte de arena, nada de civilización, hacia el otro, lo mismo, con una pequeña diferencia. Como el mar está cerca, algunas lenguas de agua se meten en el desierto. La caída a la izquierda finaliza en pequeño lago natural.
De repente Abbad gira hacia ese lugar con violencia. Las ruedas delanteras ya cruzaron la cornisa y apuntan a la caída. Con el transporte en 45°, clava los frenos. Parece un punto sin retorno. Abre la puerta del conductor y saca la pierna izquierda. Entierra su sandalia en la arena y con el pie derecho presiona el freno. “Pay now or die!”, grita como parte del espectáculo (“¡Paguen ahora o mueran!”).
Las risas cambian por algunos gritos de pánico cuando cinco segundos después del aviso, vuelve a meter su cuerpo en la camioneta, cierra la puerta y suelta el freno. A deslizarse por el empinado tobogán. La camioneta se pone completamente de costado. La sensación del vuelco es inevitable, pero Abbad sigue tranquilo. No va a pasar. Probablemente nunca pasa. “O casi nunca”, advierte divertido. Llegar abajo devuelve algo de tranquilidad, mete parte del vehículo en el agua y vuelve a salir por la orilla.
De allí en más, todo será sacudones, saltos, la máxima velocidad que el desierto permita y varios momentos en los que las dunas aumentan las sensaciones de vuelco. Cinco veces, diez veces…, veinte. Es un sentimiento permanente para el que no está acostumbrado. Una montaña rusa sin rieles.
Llegar al mar al final del recorrido es como sentir que el objetivo de la excursión se cumplió. El guía ofrece un tiempo para que la gente se bañe en las aguas del Golfo Pérsico. “El territorio del otro lado es Arabia Saudita”, señala.
Durante el descanso Abbad saca su pequeña alfombra, la acomoda detrás de la camioneta, a la sombra y reza durante unos 30 minutos.
A la vuelta, la ilusión se termina. La mayor parte del recorrido se hace por caminos previamente apisonados, y a poco del llegar al campamento hay un puesto para volver a inflar las ruedas antes de meterse en la autopista. Todo fue una farsa. Nadie estuvo en peligro jamás. ¿Alguien no está seguro de eso?
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