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Mi Maradona, el que le habla a mi oído izquierdo
Tengo a Maradona adentro. Así como leen: está conmigo, aparece y desaparece; me habla cuando, en una cancha de fútbol, tengo la pelota. Siento su cuerpo que me camina por el pecho -a veces corre y a veces se tira a disfrutar- y su voz aparece cerquita de mi oído izquierdo. Es la primera vez que lo cuento, pero me pasa desde que tengo uso de razón. Desde la vez que lo vi en los ojos de mi papá, cuando se jugaba el Mundial 1986 y yo era una nena que empezaba a patear. Aquel 22 de junio no miré la tele: Diego estaba en los ojos de mi viejo, era fino, veloz y parecía un bailarín que, en esas pupilas, iba gambeteando rivales. Mi viejo me cortó la mejor escena: no vi la pelota entrar porque se puso eufórico, los ojos se le fueron, y Maradona también. Mi casa fue un caos de papá y sus amigos, borrachos, celebrando delante de nuestro 20 pulgadas. Nadie me lo contó: a uno de ellos, ruludo, gordo y barbudo, se le salía la saliva de la boca de la excitación.
Mi Maradona empezó a hablarme desde que pateo. En los partidos del barrio me arengaba a gambetear. Cuando algún pibe venía a marcarme, Diego me apuntaba: "Pasalo". "Escondele la pelota". "Amagale, quebrale la cintura y andá para el otro lado". "Tirale un caño". En los tiros libres mi pie zurdo hacía lo que Diego señalaba. No le cuestionaba absolutamente nada. De grande me daría cuenta de que calzamos lo mismo.
Siempre me pregunté por qué Diego me había elegido, aunque una vez, cuando tenía 8, una nena que no conocía dijo en una charla con otras chicas que ella tenía a Maradona adentro. La miré fijo, como quien revela un pecado que no confesaría nunca, y observé cómo reaccionaba el resto. Las otras se asustaron. Ella insistió. Se asustaron más. Yo estaba dura, mis ojos se movían en círculo. Una fue a buscar a la mamá y después de eso nos fuimos cada una a su casa. No sé qué pasó con aquella nena. Pero me quedé con la duda. Entonces, ¿Diego estaba en todas?
Tenía -tengo- en mi cuerpo al mejor libretista. Diego aparecía como un rayo para intervenir ya no sólo en la cancha. En la mesa familiar era el que se peleaba a gritos, con rabia, con mi papá, que aborrecía los demonios del Diez. Maradona le contestaba todas las acusaciones. Que fanfarrón, que altanero, que mal ejemplo, que negro villero, que drogadicto. Sufríamos aquellos días, Diego y yo, hasta que dábamos el portazo y nos llevábamos la angustia a otro lado.
No sé si se entiende. Diego dijo, en la mesa de mi casa, con mi papá sentado en la punta, que ahí, acá, nadie le hablara de ejemplos: "Si están todos más sucios que un bidet".
En el colegio, los nenes les decían a sus mamás que yo era Maradona. ¿Se darían cuenta? Mi partenaire me enseñó la gambeta, los jueguitos, tirar el centro de rabona cuando te queda el perfil cambiado. Me enseñó a defenderme. Era Maradona el que me empujaba a contestarle a mi abuela, que me decía que no tenía que jugar al fútbol sino ser más señorita. El que me hacía ir a las piñas con algún pibe del barrio que se pensaba que porque era varón y estábamos en el potrero me podía tocar el culo. Era el mismísimo Diego, el que furioso desde mi oído izquierdo, me instaba a rechazar los varonera, los machona, los tortillera que recibía por jugar a la pelota.
Tener a Maradona adentro fue aprender a hacer de la rabia un combustible. A luchar contra las injusticias. A jugar en equipo. A estar con los y las débiles, con las y los oprimidos: "Sacando a los afganos, los que más sufren son los argentinos", me susurró una noche antes de dormir.
Maradona era -es- amar a la selección, la camiseta, el club. El país. Era -es- el orgullo por el barrio, por los y las laburantes, por los y las jubiladas, por las Madres y las Abuelas de Plaza de Mayo. Y era, claro, el Diego maldito. El violento, el que no reconocía hijos, el de los abusos, el de la masculinidad dañina: para él y para todas.
Era -es- las miserias. El mundo adulto dura mil veces más que la infancia. Y se hace largo. Perdí la cuenta de las ocasiones que intenté hablarle, de las mil maneras en las que le pregunté: "¿Por qué hacés esto, Diego?".
Ahora juego mal. Tengo casi 40, se me escapan tortugas. En este último tiempo, Maradona me hablaba cada vez menos. Debía estar cansado. Este miércoles 25 de noviembre se fue y todavía no salgo del shock: me muevo y me toco el pecho, pero no lo siento en el cuerpo, me parece que no respira.
Muchas mujeres quisimos ser como vos, Diego. Cracks del fútbol mundial, populares, ídolas irreverentes, estar del lado de los vulnerados y dibujar el Gol del Siglo contra Inglaterra en un Mundial. Escupir a la FIFA. Calentar antes de un partido y bailar con Live is life, volvernos videos virales, convertirnos en maestras del fútbol y en eternas. Ser mito.
Te vas cuando todo eso empieza a ser posible, ahora para nosotras también.
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