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“Mi gran equipo chico”, o la desgracia de ser hincha de fútbol: ¿de qué se trata esa enajenación?
El libro, envasado en el devenir de un fanático de Atlanta, narra con maestría las vivencias de un ser inteligente atrapado por las contradicciones del fútbol
- 10 minutos de lectura'
¿Qué sucede con alguien que cree que el destino de su equipo de fútbol es su propio destino? ¿Cómo se sobrevive a la desgracia -en cierto modo autoinfligida, en cierto modo inevitable herencia- de ser hincha? ¿ Y si encima se trata de un equipo chico? ¿Se puede convivir con una pareja, tener sexo, cuidar a una hija, trabajar, mientras crece dentro del cuerpo, al ritmo de triunfos efímeros y derrotas destructivas, un monstruo ingobernable? ¿De qué se trata esa enajenación? ¿Cómo preserva su filosofía moral una persona cuando la horda a la que entrega su individualidad es fascista, patriarcal y violenta? ¿Es una posibilidad considerarse normal o común y gritar, convencido, los vamos a matar a todos, sin dejar de sonreír y saltar? ¿Un hincha se escapa alguna vez de la trampa de ser hincha? Y al revés, ¿cómo se sobrevive a la desgracia de no ser hincha y de aceptar la realidad sin otro destino que las circunstancias propias?
Mezcla de confesiones personales, descripción de un modo de sentir el fútbol y de la vida en Buenos Aires a caballo entre los siglos XX y XXI, “Mi gran equipo chico” es como un “Fiebre en las gradas”, pero mejor: porteño, pendenciero, y del Bohemio. Una obra imprescindible para que quienes sufren del mismo mal -sean del equipo que fuesen, en este caso de Atlanta- se vean acompañados en su desgracia y para que todos a quienes rodean al sujeto puedan entender un poco más el origen de sus preocupaciones, desvelos, cábalas e inconcebibles arrebatos de calentura. Marcelo Rodriguez, su autor, era un periodista y escritor que murió en 2019: dos años después, su obra póstuma podrá ser disfrutada por toda la familia bohemia y amante del fútbol.
Aquí, LA NACION adelanta un capítulo del libro.
Las miradas
Le tengo miedo a dos cosas: a quedarme ciego y a que Atlanta no vuelva a jugar en Primera. Cuando a los ocho años descubrí que casi no veía de un ojo, viví un terremoto emocional, el primero. Mientras leía una versión infantil de Moby Dick me rasqué el ojo izquierdo y vi todo nublado con el derecho. Enseguida me lo volví a tapar y confirmé mi percepción: veía todo difuso, sin contornos. Llamé a los gritos a mi mamá que, incrédula, me pidió que repitiera lo de taparme el ojo con el que veía bien; mismo resultado. Desde entonces comencé con ella un peregrinaje por consultorios de oftalmólogos que coincidían fatídicamente en el diagnóstico: “Señora, no ve bien de ese ojo desde que nació”. Parece que no se me desarrolló el nervio óptico, por lo que la miopía del ojo derecho tenía una dioptría de -13. Cualquiera que tenga -2 no distingue un caballo de una vaca a una distancia de cien metros. En mi caso, la sensación –la no sensación– estaba multiplicada casi por siete. Pensé en el colegio; en cómo haría para ver el pizarrón. Después, calmado, inferí que no tendría problemas, porque de hecho ya iba a la escuela y lo de la vista acababa de detectarlo en mi cama, leyendo a Melville, y porque me había rascado un ojo.
En esa época iba a la cancha pero no le prestaba atención al partido. Además, con el otro ojo, el izquierdo, veía tan bien que en el caso de hacer foco en alguna jugada no encontraba dificultades para identificar a los jugadores, a pesar de que todavía no conocía sus apellidos con la compulsión de ahora, 35 años después, que sé hasta el segundo nombre de los suplentes.
A los 15 años, mientras Atlanta se ahogaba en la B Nacional, la segunda división del fútbol argentino, yo usaba lentes de contacto en los dos ojos. El izquierdo, de todos modos, necesitaba apenas una corrección. Sin embargo, la obsesión de mi oftalmólogo era mi ojo derecho, el malo. Yo le decía así para no tener que explicar cuestiones técnicas ni dar precisiones sobre la miopía que llevaran a preguntas indefinidas de gente que, yo consideraba, lo hacía más por curiosidad morbosa que por interés genuino. Con lo del ojo malo y el ojo bueno resumía de manera categórica un asunto del que prefería no hablar.
El libro se presentará este viernes 3 de diciembre en el único lugar posible: la sede de Atlanta: Humboldt 541 (CABA). Será a partir de las 19
La idea del oftalmólogo fue experimentar con el ojo malo. Dijo, entonces, que el ojo derecho tenía que trabajar y decidió que había que anular el ojo izquierdo mediante gotas que inhibieran la visión. Ya sin lentes de contacto, tenía que usar anteojos que, de un lado, tenían un vidrio proporcionalmente tan grueso como la vergüenza que sentía al usarlos. En aquel momento la miopía del ojo derecho era de -18.
Es cierto eso de que hay que tener cuidado con lo que se desea: cuando era todavía más chico había querido ser famoso o quizás un superhéroe. De pronto, en el colegio todos me conocían y sentía que me señalaban o murmuraban cada vez que me alejaba unos metros. Ese año fui para todos Calculín, ese personaje de García Ferré que usaba unos anteojos que le cubrían gran parte de la cara.
Una de las peores consecuencias era que los partidos casi no los veía. El experimento de aquel oftalmólogo duró diez meses y me condenó en ese tiempo a espiar a un Atlanta sin formas ni colores. Una de las cosas que me da orgullo de mi equipo es la camiseta, esa combinación perfecta de azul y amarillo, una estética para realzar contrastes y embelesar miradas. Otras miradas. Yo veía la cancha como si fuera una pintura abstracta y los jugadores eran bultos que se movían, sin que pudiera distinguirlos. Un Van Gogh en movimiento. A veces, ni siquiera identificaba a cuál de los dos equipos pertenecían. A esa edad, a los 15, el fútbol era lo que más me importaba, lo que decidía mi humor, lo único capaz de interpelarme para que me hiciera preguntas existenciales. Por una derrota ante Chacarita, por primera vez, cuestioné la existencia de Dios. Ya no era el chico de 8 años que jugaba con mi hermano y mi primo en el playón entre la tribuna y el campo de juego sin prestarle atención a mi equipo. En la adolescencia Atlanta ya era lo sagrado y el Pepe Castro, el 10 de Atlanta, mi tótem, mi catedral. Era esa etapa en la que el fútbol se apodera del hincha como lo hace una araña con un insecto al que ya no dejará mover. Lo va a tragar, tan letalmente como sea necesario.
En mi apoteosis de fanatismo padecía la desgracia de ver a mi equipo desdibujado, y era, de alguna manera, mi metáfora de un Atlanta en una perspectiva lejana a la que me habían contado mi abuelo y mi viejo. Ellos habían visto a otro Atlanta, uno glorioso, brillante, tan nítido en la historia como el reconocimiento de los que eran cincuentones o sesentones, que cada vez que me preguntaban de qué cuadro era yo, se despachaban más o menos con lo mismo: “¡Atlanta!... ustedes tuvieron cada equipazo, cada jugador”.
En aquellos meses la mancha blanca, la pelota, apenas la adivinaba si estaba cerca del arco más próximo a la tribuna en la que me encontraba ubicado. Sin embargo, había descubierto un truco: si apoyaba los dedos índice y mayor sobre el pulgar, con la pericia de formar un diminuto triángulo por el cual ver, mejoraba notablemente la visión. Veinticinco años después, ya con 40, mi amigo El Científico, que tiene respuestas para casi todo, me explicó que se trata del efecto telescopio; si se achica el campo visual, se logra mayor precisión para ver.
Yo sospechaba los partidos por cómo se movían las sombras y por los gritos de los que me rodeaban. Cuando advertía que podía ser un ataque de Atlanta, me sacaba los anteojos y aplicaba el efecto telescopio por unos segundos, lo que tardaba en diluirse la jugada. Fue mi etapa de la imaginación al poder. Fue, también, el campeonato en que Atlanta bajaría otra vez a la tercera categoría. En esas condiciones vi, por ejemplo, los goles del Bichi Paredes y Flavio Ivanovic en la victoria 2 a 0 contra San Martín de Tucumán, el 9 de marzo de 1991. Es muy probable que esos recuerdos estén más impregnados de fantasía que de realidad.
Como todos. Incluso mis percepciones son vívidamente sonoras y no visuales. Es tan así que pensaba que el gol de Ivanovic había sido de cabeza, pero ahora descubro en un comentario del diario La Nación -que rastreo entre mis recortes de diarios sobre Atlanta- que fue a través de un remate cruzado. En cambio, lo que me acuerdo sin distorsión es del canto de despedida a la hinchada visitante, que tenía que recorrer más de 1200 kilómetros para volver a Tucumán: “Qué feo, qué feo, qué feo debe ser, venirse de tan lejos para versé coger”.
En El trabajo de los ojos (Editorial Entropía, 2017), Mercedes Halfon escribe sobre Homero, el primer poeta griego. De aquel hombre, que supuestamente existió, dice: “Real o ficcional, a los griegos les gustó pensar que el padre de su literatura, la gran voz de sus historias más tristes y hermosas, había sido un ciego. Alguien que no pudo haber visto nada, pero sí escuchado y cantado. La voz y el oído haciendo mover las palabras. Les gustó la idea de que lo visual en la poesía sea aleatorio, y la música lo que define”.Hace once años, cuando tenía 31, sufrí un desprendimiento de retina y un añodespués, luego de tres operaciones sin éxito, caí en la resignación y en una nueva categoría social: desde entonces, sería tuerto. Cuidar mi otro ojo, el bueno, que con los años también se convirtió en miope, es una prioridad médica y un acto de fe. No rezo ni soy devoto de ninguna religión, pero mi madre, la que siente por todos en la familia, me confesó hace poco que le pide no sé a qué Santa todas las noches para que la retina del ojo izquierdo no se me desprenda.
Lo dije: además del miedo a no ver, mi otro gran temor es que Atlanta no vuelva a jugar en Primera. Los miedos no tienen por qué ser fundados o equivalentes, pero suelen tener como punto de partida la infancia. Yo crecí escuchando en mi casa sobre la grandeza de mi equipo. Mi viejo repetía como una letanía las veces que Atlanta le había ganado a River y a Boca, lo del título de la Copa Suecia en 1960, que empezó a jugarse en 1958, lo de haber sido el semillero de los equipos grandes y que somos la cuna del Loco Gatti, de Luis Artime, del Muñeco Madurga, del Ruso Ribolzi; una enorme factoría de jugadores. A mí me enorgullecía esa parte de la historia que, además, utilizaría de más grande para espadear con otros hinchas que insistían con que era de un equipo chico.
La última vez que Atlanta jugó en la A fue en 1984 y yo tenía ocho años. Pero no recuerdo partidos de esa época. Ninguno.
El autor
Marcelo Rodríguez (1975-2019): periodista y docente, colaboró en diversas revistas, pero en ninguna con tanto placer como en Un Caño. Desde 2007 hasta 2015 trabajó como redactor en el diario Perfil, pero su refugio laboral era la docencia: dio clases en Eter durante casi una década. Pensó y redactó contenidos para niños a través de la historia de Boca, Escuelita de Fútbol y El fútbol que la rompe, colecciones del grupo editorial Penguin Random House. Una vez recibió una buena noticia por mail: le dijeron que había ganado un concurso de cuentos y el relato fue publicado en Ediciones Al Arco. También cumplió el sueño de publicar notas en Página/12 y luego en el sitio web de Enganche. Tenía en preparación otro libro sobre el fútbol argentino y aspiraba a la gloria de ver a Atlanta en Primera, cuando murió en 2019 tras una cirugía cardíaca.
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