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Messi, Rambo y las valientes futbolistas afganas
En el buzkashi, deporte nacional de Afganistán, dos equipos de diez jinetes cada uno pujan por una cabra sin cabeza ni extremidades que deben arrojar al círculo rival. Hay viejas imágenes de rebeldes muyahidines jugando con su Kalashnikov al hombro. Aziz Ahmad, figura del deporte, se les unió tras la invasión de la ex Unión Soviética (URSS), en 1979. “La yihad [guerra santa] era más importante que el buzkashi”, explicó Ahmad, que viajaba a Pakistán para recoger armas suministradas por Estados Unidos. Hasta Sylvester Stallone jugó buzkashi, en Rambo III, cuando dejó un templo budista y se sumó a los muyahidines para “democratizar” Afganistán. Pero esa alianza anticomunista terminó siendo un recuerdo incómodo para Estados Unidos, porque incluyó a milicianos que formarían luego Al-Quaeda (Osama ben Laden). Los especialistas citan también a otros actores externos que intentan explicar el Afganistán de hoy, otra vez en manos de los talibanes. Fondos sauditas, ventas de minerales a China y armas paquistaníes. Sin embargo, ahora que PSG fichó a Leo Messi, el semanario Charlie Hebdo nos dice que la vuelta de los talibanes es responsabilidad de Qatar.
La filosa portada del semanario satírico francés, con la camiseta número 30 de Messi en primer plano y sugiriendo vínculos del PSG qatarí con los talibanes, recorrió el mundo. “Si comprás su camiseta”, reaccionaron muchos en las redes, “alimentás a los talibanes”. Doha, efectivamente, fue sede política de los talibanes. Allí negociaron con Estados Unidos su vuelta al poder. Los especialistas dicen que Qatar, al igual que muchos otros países, juega en realidad desde hace largos años en el complejo tablero de Afganistán, un país que lleva siglos rechazando invasiones extranjeras (“cementerio de imperios”) y cuyo deporte, con la vuelta de los talibanes, sufre ahora problemas mucho más graves que la camiseta de Messi sostenida por Qatar.
A los talibanes nunca los agradó el fútbol. En 2000, la primera visita de un equipo paquistaní terminó con el partido interrumpido por policías religiosos y los jóvenes futbolistas de Young Afghan Club en la cárcel y con sus cabezas rapadas, acusados de jugar con pantalones cortos. En ese primer gobierno talibán, los estadios eran sedes de ejecuciones públicas. La intervención posterior de Estados Unidos entendió que el fútbol podía servir como poderoso vehículo de cambio. Y lo hizo especialmente con la selección femenina. El número de jugadoras, niñas incluidas, subió a casi cuatro mil. La ex capitana Khalida Popal logró que fuera echado el presidente de la federación que había abusado de varias jugadoras. Pero llegaron los talibanes y desde Dinamarca, su refugio desde hace años, Popal fue la primera que alertó que esas jugadoras corrían ahora peligro. Les pidió que quemaran sus camisetas y desaparecieran de las redes sociales. “No podemos alentar y empoderar a las mujeres para que hagan el cambio que queremos ver y luego abandonarlas cuando las cosas cambian”, rogó a su vez desde Estados Unidos Haley Carter, ex arquera de Houston Dash y ex DT asistente de la selección afgana.
La iniciativa de rescate, impulsada también por la FIFA y Fifpro (el sindicato internacional de futbolistas), logró que Australia recibiera ayer a medio centenar de mujeres deportistas. ¿Y los demás? El novelista Khaled Hosseini (Cometas en el cielo) recuerda que, en sus veinte años de intervención, Estados Unidos llamó a los afganos ‘nuestros socios’. No podemos permitir entonces ahora que ‘nuestros socios’ sean asesinados, encarcelados, torturados. Tenemos la obligación moral de cumplir”. Allí está la historia de Nadia Nadim, hoy figura de la selección de Dinamarca. Nadia tenía nueve años cuando los talibanes mataron a su padre. La madre y cinco hijos escaparon a Italia con pasaportes falsos. Viajaron días escondidos en un camión. El acuerdo era que llegaran a Londres. Pero los dejaron en Randers, una pequeña ciudad danesa. Nadia se enamoró del fútbol jugando en centros de refugiados. Fue figura en Manchester City y PSG y ahora, a los 33 años, y con un documental premiado en el Festival de Tribeca, juega en la poderosa liga femenina de Estados Unidos.
Dentro de dos semanas se cumplirán veinte años del ataque a las Torres Gemelas. Había que “defender la democracia”. Hasta Pat Tillman, estrella del fútbol americano, renunció a su contrato millonario para ir a combatir a Afganistán. Murió tres años después. “Fue un feroz defensor de la libertad”, lo despidió George W. Bush. Una investigación posterior, documental incluido, descubrió que Tillman murió por “fuego amigo”. En un momento de Rambo III, el coronel Trautman, prisionero y torturado en un campamento enemigo en Afganistán, advierte a un comandante ruso que es imposible controlar a un país contra la voluntad de sus ciudadanos. “Nosotros”, dice el coronel estadounidense, “ya tuvimos nuestro Vietnam”. Muchos desconfían ahora de esta nueva generación de talibanes que se dicen cambiados. Que hicieron campaña mediante diversas plataformas y hasta reclutaron youtubers. “Ahora”, escribió alguien en las redes, “sólo falta que, para lavar su imagen, también los talibanes terminen comprando un equipo de fútbol”.
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