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Messi, entre la nostalgia anticipada por el fin de una etapa y la sensación de estar jugando contra todos
Debo reconocer que la tapa de France Football de la semana pasada, con Lionel Messi vistiendo la camiseta del París Saint-Germain, me produjo una sensación extraña, incluso sabiendo que se trata de una foto trucada. Digamos que me profundizó la sensación nostálgica que me produce en estos tiempos ver los partidos del Barcelona.
Como espectadores fuimos construyendo la relación Messi-Barcelona en base a partidos maravillosos, goles increíbles, récords que caían uno tras otro, y ese placer intenso y agradable que proporciona el fútbol cuando de tan bien jugado nos levanta de la butaca. Personalmente, la ilusión y la expectativa por mirar fútbol fue creciendo desde aquel tiempo en el que Frank Rijkaard comenzó a darle espacio a Messi y alcanzó su cénit con la llegada de Pep Guardiola, girando siempre en torno a la presencia del 10 rosarino. Por eso hoy, cuando todo hace suponer que una etapa inolvidable está por terminar, me cuesta aceptar que la fiesta se acabe.
La manera en que se está gestando ese final me produce otro tipo de sensaciones, más cercanas a la tristeza. El final de los ciclos de los grandes jugadores, los cracks mundiales, es a veces muy tajante, como ocurrió con Cristiano Ronaldo en el Real Madrid; en otras, como en el caso de Messi, es el resultado de un proceso de desgaste.
Más allá de su sensibilidad social o su capacidad para comprender el complejo entramado del negocio, el futbolista está programado para jugar. Su verdad está dentro de la cancha y cuando se va dando cuenta de que el cierre de su carrera se aproxima, anhela algún tipo de bienestar para terminarla en paz.
Que el principal artífice de la mejor etapa de la historia de un club deba lidiar con los problemas que viene arrastrando Messi en el Barcelona no es saludable ni justo. Claramente, merecería irse de un modo pacífico y alejado de conflictos, sin verse mezclado en luchas de poder, temas políticos o utilizaciones electorales. También sin carpetazos que lo sitúan como promotor de una crisis económica, sin tener en cuenta que la marca registrada de un club, la que promueve la firma de contratos millonarios, depende más de sus jugadores que de la institución en sí misma. ¿O acaso la marca Barcelona hubiera valido igual sin Messi en los últimos 15 años?
Hay momentos en la trayectoria de un jugador en los que se puede tomar con indiferencia el clima externo. Pasar por alto el hecho de estar rodeado de buitres, o de dirigentes/empresarios que jamás van a comprender lo que se siente en un grupo o un vestuario después de una derrota, que nunca entenderán que el resultado es una posibilidad involuntaria, que un equipo te puede superar o que a veces se puede jugar un mal partido.
La situación cambia cuando ese mismo jugador percibe que lentamente empieza a apagarse la luz. Ahí ya necesita estar rodeado de otros componentes que lo ayuden a sacar de adentro aquello que puede estar gastándose. Si por el contrario el ambiente no es el propicio, el esfuerzo requerido será el doble o el triple, y no todo el mundo se encuentra capacitado o con voluntad para afrontarlo.
Por ahora, y salvo en los primeros partidos de la temporada, las prestaciones de Messi en este Barcelona actual, irregular y poco fiable, son impecables. Pese al hermetismo que siempre lo ha rodeado, desde afuera es posible suponer las contradicciones que quizás esté viviendo. Está en un club que es su casa, en el que ha disfrutado y soportado buenos y malos momentos, con dirigencias diferentes, con planteles que se han desmantelado, ha visto marcharse a compañeros que quería mucho, y él ha estado siempre ahí, sosteniendo al equipo, demostrando su profundo sentimiento hacia la ciudad y los hinchas.
En esa coyuntura, Messi está poniendo sobre la mesa una fuerza mental superior, digna de los grandes cracks. Sigue siendo el salvador, el mago, el héroe, el jugador esencial del que se espera que solucione todo. Se desenvuelve con naturalidad, ajeno a lo que se habla alrededor, como si nada lo afectara. Incluso a pesar de la falta de respuestas de su propio equipo, o de las dolorosas huellas que sin duda habrán dejado caídas tan duras como las sufridas ante Bayern, Liverpool o Roma.
Recuerdo el tiempo que me tocó con convivir con Diego Maradona en Boca. Todos nosotros estábamos muy serios, abrumados por la responsabilidad que le inyectan al jugador haciéndole creer que cada partido es el fin del mundo...pero eso duraba hasta que Diego veía la pelota en el medio de la cancha, se ponía a hacer jueguito, se reía como si fuese un chico y aflojaba las tensiones.
Se me ocurre que a Messi le sucederá algo parecido. La pelota es la defensa que tiene un futbolista ante las obligaciones, las demandas, la seriedad y las presiones. Es la conexión con el origen, con el pibe que, aunque no se lo vea, siempre está por debajo de las luces de neón, con el barrio. La cancha es el refugio, el lugar donde se libera y se siente tan feliz como para seguir disfrutando como lo ha hecho siempre, más allá de que hoy dé la sensación de estar jugando contra todo y contra todos.
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