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Al Barcelona (y a Messi) se le cae encima el Camp Nou
El mal del Barça no tiene remedio a corto ni a medio plazo, sino que seguramente tardará en sanar pese a que fue diagnosticado hace años en distintos campos de Europa. No se corrigió a tiempo y el equipo se ha consumido hasta arruinar al club y desfigurar a Messi. Hay que aguardar de momento al presidente elegido el 7 de marzo para saber cuál será el futuro de Leo, conocer al manager que definirá la identidad futbolística y al director general que marcará la política económica.
La falta de recursos limitará, en cualquier caso, la aplicación de medidas estructurales y no quedará más remedio que perseverar en rejuvenecer la plantilla y confiar en La Masia. La apuesta por jugadores de la cantera —Araujo, Ansu Fati— y por futbolistas que presentan buenas credenciales —Pedri y De Jong— son el mejor aval de Koeman. El plan de juego del técnico es, en cambio, más discutible y obliga a debatir en serio sobre el juego del Barça. Ningún entrenador ha sabido resolver el nudo que ahorca a los azulgrana en la Champions desde Berlín 2015. El equipo no compite en las citas exigentes, falto de piernas y de cabeza, débil mentalmente y sin el ritmo de juego de sus adversarios europeos, abatido siempre por estruendosas goleadas: París, Roma y Liverpool, y en Lisboa contra el Bayern para acabar con los siete tantos encajados en el Camp Nou ante Juve y PSG.
El Barça no tiene defensa, ni liderazgo y tampoco factor campo desde que se juega a puerta cerrada por la Covid-19. Aunque cuesta delimitar responsabilidades porque la crisis sacude a los distintos estamentos de una institución mal gobernada, las derrotas tienen un hilo: Piqué, Busquets y Messi, los capitanes junto con Sergi Roberto, ahora lesionado. Ha faltado mando en un vestuario atomizado y autoridad en la cancha para que funcionara la mezcla de veteranos y jóvenes propuesta por Koeman.
El juego de posición, posesión y presión que definía el estilo azulgrana se ha extinguido, sin que se sepa muy bien si ha sido por las leyes del juego o por la capacidad autodestructiva del barcelonismo. Ni siquiera hay que recordar a Mbappé para expresar la superioridad francesa, sino que alcanza con citar a Kurzawa y Florenzi, los dos laterales que se suponían su punto débil y fueron protagonistas ofensivos, para denunciar la fragilidad del Barcelona.
Fuertes con los débiles, los azulgrana se vencen con y sin balón ante los poderosos porque se sienten presos de las dudas, la peor respuesta para afrontar una transición como la que pide Koeman. Al Barça le faltan certezas porque la temporada puede acabar en marzo si no supera el corte de la Champions ni el de la Copa y el Atlético le queda lejos en LaLiga. El técnico ya anunció en enero que no están para ganar muchas cosas y en diciembre nadie apostó por los barcelonistas en su cruce con el PSG.
El club ya no puede perder más tiempo después de actuar de forma extemporánea con la destitución de Valverde y con su sustitución por Quique Setién. Las decisiones pierden sentido y hasta se desvirtúan cuando se toman de manera intempestiva como se ha apreciado con la salida de Luis Suárez. No se duda de la calidad de los solistas sino del efecto que tienen en un ecosistema que ha acabado por confundir a Messi.
No se trata de buscar a los mejores socios para el 10, sino de generar complicidades que antepongan el bien común al particular para que la hinchada pueda sentirse orgullosa del reflejo del equipo en el campo y no en el marcador de la Champions. El barcelonismo se llenó la boca durante tantos años con el eslogan de ser el mejor equipo del mundo y ahora le cuesta asumir que no puede disputar la victoria a un PSG sin Neymar, el futbolista por cuyo regreso suspiraban desde el presidente al utilero. Víctima del pasado, el Barça ha envejecido tan malamente que el estadio se le cayó encima la noche en que creyó que construiría su futuro con el eco de los gritos de Piqué. El engaño se acabó.
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