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Messi, atado de pies y manos en su propia burbuja
Lionel Messi se queda con los enemigos a los que no soporta más porque no encontró la manera de irse. Ni edulcorados mensajes de barcelonismo ni llantos familiares, nada de eso. Frente a confusos matices legales, y parado en ese callejón con inevitable destino de juicio, prefirió domesticar tanta rebeldía. Y apareció un plan B: seguiré por amor, no porque me equivoqué. Si lo guió la decepción, un capricho, o la bronca.., en cualquier caso quedó expuesto. Ajada su credibilidad, porque el hombre que asegura no haber buscado "montar un lío", provocó que durante algunos días en los buscadores de Google su apellido desplazara la palabra más temida del momento: coronavirus. En estas ligas, hasta los impulsos demandan profesionalismo.
Todo se reduce a una discusión por la interpretación del final de la temporada 2019/20. "Este virus de mierda", como poéticamente logró resumir, alentó algunos grises, es cierto. Vaya si hubo tiempo para pensar la estrategia, porque entre el 7 de marzo y el 13 de junio, la pandemia desconectó la Liga española. Debió notificar de su salida antes del 10 de junio y no lo hizo. "Lo que ellos dicen es que no lo dije antes del 10 de junio, pero repito, estábamos en mitad de todas las competiciones y no era el momento...", cuestiona Messi. No, precisamente no hubo actividad, período ideal para reflexionar. Pero si su malestar con Josep Maria Bartomeu arrastraba meses y meses ["No viene del resultado del Bayern, viene de muchas cosas"..., y "le dije al presidente que me quería ir; se lo llevo diciendo todo el año"], el resultado deportivo no iba a modificar su deseo de marcharse.
El rosarino puede alegar que Bartomeu lo engañó, lo distrajo, le movió el arco con la finalidad de que pasara el tiempo y venciera la fecha. Aceptemos que lo timó: le prometió la libertad cuando concluyera la temporada en la cancha. Seguramente Messi se ha sentido destratado, porque nadie desea tirarse por la ventana si la casa no está en llamas. Se fue desencantando a medida que su voracidad deportiva se estrellaba, también, por incompetencias de la gestión Bartomeu. Tapizada de errores, logísticos y afectivos. Peor aún: si Messi subestimó al que señala como el culpable, su burbuja de asesoramiento y protección falló. Lo ató de pies y manos. Y lo obligó a retroceder.
Si avisaba que se iba antes del 10 de junio estaba a cubierto. ¿Qué eso hubiese desatado un escándalo? Bueno, ¿acaso ahora lo evitó? Hubiese sido un comportamiento frontal, sincero, incluso argumentando las razones de su hastío. Siempre será Messi y gozará del privilegio –bien ganado en la cancha– del cobijo popular. ¿Y cómo hubiese hecho para seguir adelante con el resto de la temporada? Precisamente, desde el inmenso amor por el barcelonismo. Hubiera significado una estupenda oportunidad para demostrar su leal cariño y compromiso, aunque el mundo supiera que al cabo de la extendida temporada, cualquiera fuera la suerte, se marcharía. Algo así: ‘Bartomeu, pese a ti, pese a la falta de un plan, pese a todas las advertencias que te he hecho, y aunque me despediré en unos meses con un dolor en el alma, hasta ese momento daré la vida por los colores’. El Camp Nou se hubiese venido abajo y a Bartomeu le hubiera costado asomar la nariz a la calle.
"Jamás iría a juicio contra el club de mi vida", explica con tono de favor. No, a juicio lo iba a llevar Barcelona a él. ¿Y cómo esperaba que reaccionaría el club, si este recibía una carta documento donde el jugador le notificaba que unilateralmente rompía un vínculo y se consideraba libre? Y tras eso, otra, ampliando su accionar: tampoco pensaba acudir a los entrenamientos. Y sí, la respuesta más obvia era que Barcelona lo invitara a los tribunales. ¿Y por qué no avanzó? Toreó y remontó el capote, la tela. Si estaba seguro de que le asistía la razón y se encontraba en un sitio que lo hacía tan infeliz, pasar por tribunales hasta podía convertirse en una liberadora reivindicación.
Messi alentó irse de Barcelona. Tal vez creyó que el burofax yel impacto mediático que se encargó de regar iba a ser suficiente. Se apresuró, indefectiblemente mal asesorado, y activó la segunda jugada cuando las vacas todavía no estaban en el corral. LA NACION, con dos fuentes confiables a las que buscaron dinamitar desde el entorno del jugador, describió algo que otros también sabían: el rosarino ya proyectaba su vida lejos de Barcelona. Messi había iniciado los contactos con Manchester City. Hubo señales también, si hasta las confirmaban sus agentes mediáticos. Los infalibles, expertos en dar vueltas en el aire en un santiamén. El plan tenía su secuencia: el City preparaba una oferta, pero era indispensable una desvinculación armónica de Barcelona. Pep Guardiola no iba a quedar como un arrebatador. Frente a la batalla legal, el City se iba a correr. ¿Por qué entrar en un pleito sí, en algunos meses, Messi se podrá ir gratis? Y así ocurrió cuando el aparente huracán se degradó a tímida brisa otoñal.
Messi se queda donde no quiere estar. "Hace tiempo que no hay proyecto ni hay nada, se van haciendo malabares y van tapando agujeros", describe, y levanta más polvareda que el mismísimo burofax. Se queda bajo la conducción de un presidente, que según él, "no cumplió con su palabra". Lo llamó mentiroso. Con un técnico que en estos pocos días de gestión ya estableció nuevas normas de convivencia en el vestuario, por cierto más severas. Y con un poderío deportivo disminuido tras las salidas de Luis Suárez, Rakitic y Vidal. Casi un calvario. Pero Messi no es un mártir. Una vez más gestionó mal la adversidad, esa kryptonita que no aprende a gambetear. "Quiero disfrutar los años que me quedan", casi que imploró. Difícilmente ocurra en este. Se queda porque no se pudo ir. Se queda porque lo obliga un papel. Ninguna historia feliz comienza así.
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