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En el fútbol argentino retrocedimos tanto que debemos empezar otra vez por la letra A
La renovación del césped de la cancha de River, como todo avance que mejore las condiciones de juego, es una buena noticia para el fútbol argentino. Pero llamativamente, el primer partido disputado sobre ese nuevo campo trajo aparejado comentarios acerca de las dificultades que encontraron los jugadores para adaptarse a la velocidad de la pelota. La aparente contradicción abre una ventana para el análisis: ¿cuál es el verdadero nivel técnico de nuestro futbolista medio?
En mi época como jugador, años 80 o 90, nos desvivíamos por ir a las canchas de Ferro o Vélez porque las demás estaban en mal estado. No se le daba la preponderancia necesaria al estado del campo como factor para jugar bien. Sin embargo, esa dejadez, ese césped desmejorado también le generaba al futbolista recursos para el dominio de la pelota: el pique impredecible nos obligaba a tener más reflejos para el control y la técnica estaba determinada, entre otras cosas, por los campos silvestres.
Hoy el contexto ha cambiado. La cancha de Defensa y Justicia está impecable, la de Independiente ni hablar, los de Racing, River o Boca están en buenas condiciones. Se ha mejorado la calidad y longitud del pasto, los drenajes... Ahora, fallar un pase parece más culpa de la precipitación o del error que de cuestiones que antes influían demasiado en la conducción y los pases. Ya casi no se le puede "echar la culpa al empedrado", como decía Alfredo Di Stéfano, y algunos de los problemas existenciales del fútbol argentino quedan así más expuestos.
El estado del campo es una materia fundamental para el jugador, pero si la calidad del futbolista no acompaña es imposible que logre por sí solo la generación de buenas jugadas. Y lo que solemos ver en nuestros torneos son muchas imperfecciones, ya sea por pérdida de calidad o por apresuramiento para definir las acciones.
El deterioro de la técnica -me refiero a la funcional, aplicada al juego; no a la del malabarista- resulta evidente. Aquel estereotipo de jugador refinado, simbolizado en la capacidad para gambetear, tirar una pared y solucionar los conflictos que va planteando el juego apenas se encuentra. De hecho, nuestros futbolistas ya no inundan los planteles de los grandes equipos europeos, porque mientras ellos han sabido pulir los aspectos que antes le aportábamos nosotros y producen los De Bruyne, los Silva, los Hazard y los muchos jugadores "disfrazados" de argentinos, nosotros vamos quedándonos rezagados, y los que se van son más buscados por su carácter competitivo que por su imaginación.
Varios motivos explican este decrecimiento. El fútbol es un modo de vivir, y vivimos en una sociedad gobernada por las prisas y el triunfalismo. Al chico de las inferiores se lo manda a tapar huecos a Primera División antes de terminar su período formativo, sin importar si le faltan uno o tres golpes de horno; ganar es una obligación para subsistir que alinea a todos, desde el técnico de la cantera que quiere acercarse al primer equipo hasta al entrenador principal que cambia jugadores como si fueran piezas de un auto cuando empieza a ser discutido al tercer partido. Nada ayuda, ni la organización, ni las crisis, ni la economía, y el jugador lo sufre en sus posibilidades de crecimiento.
La traducción de estas situaciones en la cancha ha sido pifiar los diagnósticos. Durante muchos años creímos que el ritmo y la dinámica eran valores dependientes de lo físico y dejamos de interiorizar que al fútbol la dinámica se la otorgan la capacidad de resolución del jugador, la interpretación del juego y la técnica utilizada a favor de la resolución de problemas. Dejamos de lado aquellos aspectos en los que éramos unos adelantados para aferrarnos a la parte atlética y pensamos que todo podía resolverlo la táctica. Nos equivocamos. La indiferencia es una forma de maltrato, y durante demasiado tiempo a nuestros jugadores no se les dio lo que realmente debería ser relevante para jugar mejor y crecer.
Por fortuna, hoy se está volviendo de a poco a aquellos viejos tiempos. Han dejado de existir los entrenamientos puramente físicos que anulaban la parte cognitiva, fundamental para tomar decisiones. En el fútbol no se puede correr pensando en otra cosa, hay que hacerlo con un sentido, un destino, para una acción determinada en la que se esté participando. Y más allá de los aportes tecnológicos, hay una conciencia de que solo mejorando al futbolista se puede mejorar un equipo, sin importar si se planta dos metros más adelante o atrás.
El cambio parece haber comenzado, pero hay que ser conscientes de que deberán pasar unos cuantos años para apreciar resultados positivos. Hemos retrocedido tanto en las cuestiones esenciales que hay que empezar otra vez por la letra A. Es inútil hablar de crear superioridad numérica en un sector de la cancha si siempre le damos la pelota al contrario.
Este es el dilema, en este punto estamos, al margen de que la pelota corra más o menos rápido sobre un césped impecable.
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