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Javier Mascherano y Fernando Gago, dos enormes pérdidas para el fútbol argentino, dos ejemplos más de lo que la pandemia se llevó
Con muy pocos días de diferencia, Fernando Gago y Javier Mascherano decidieron poner punto final a sus carreras. El modo abrupto que ambos eligieron para comunicarlo nos sorprendió a todos. No tanto por el retiro en sí mismo, que podía intuirse cercano, sino porque durante los siete meses de inactividad del fútbol argentino los dos habían puesto mucho esfuerzo y orgullo para prepararse y mantener viva la llama de la ilusión.
Son casos que guardan cierto parentesco entre sí. Futbolistas de élite que conservan impregnados en sus inconscientes y sus cuerpos el significado de jugar bajo presión, con canchas llenas, vistiendo camisetas de clubes poderosos, con máxima exigencia en todos los aspectos. También, dos hombres más racionales que impulsivos, que de pronto se habrán encontrado con contextos desfavorables que los empujaron al adiós.
A veces de forma solapada un futbolista se sostiene con lo que tiene –sobre todo el argentino, que es especialmente porfiado–, pero de alguna forma está esperando la voz de alerta del "no va más". Sólo cabe esperar que aparezca el hecho, o la serie de hechos, que le avisen de manera significativa que ha llegado el nunca deseado momento de "matar" la que será la etapa más excitante de su vida.
La pandemia, por supuesto, tiene un papel central en lo ocurrido y no sólo por la extensión del receso. Es verdad que cada jugador tiene su propia cabeza, sus sentimientos y su historial. No existen denominadores comunes, ni siquiera lo es la edad: ahí están los casos de Carlos Tevez y José Sand, que encuentran los estímulos suficientes para mantener su vigencia. Pero, sin dudas, lo que estamos viviendo ha tenido influencia directa en Gago y Mascherano.
Los dos pudieron aprovechar estos largos meses para reflexionar y marcharse, pero decidieron seguir y probar. La realidad de la competencia, la única que le da a un futbolista la medida de su estado, les habrá devuelto una imagen que no coincidió con sus expectativas o con la que ellos tienen de sí mismos.
Cuando se alcanza el nivel de Mascherano y Gago resulta imposible maquillar la falta de buenas sensaciones. El amor propio funciona también como autoexigencia, pero además existen de manera ineludible un compromiso, un liderazgo ante los compañeros y una representatividad del entrenador en la cancha que se plantean como deberes con uno mismo. Cuando estas cuestiones comienzan a ser una carga, cuando uno no se siente a la altura del propio pasado, nace un dolor muy especial y va creciendo una deuda ante la cual se hace cada vez más difícil encontrar respuestas.
También está el pudor frente a la mirada crítica de los demás. El fútbol es muy cruel en todo nivel y se encarga rápidamente de hacer saber las malas noticias: los comentarios burlones, las agresiones, los ruidos... Se juega con el presente rabioso y en determinado momento, más allá de alguna muestra de cariño como la que se les tiene a los abuelos, se puede pasar a ser un estorbo, el dueño de los problemas, el mercenario... Saber retirarse a tiempo es sin dudas una muestra de sabiduría.
La pregunta, en todo caso, es si fueron sólo cuestiones físicas o futbolísticas las que motivaron la falta de buenas sensaciones. A medida que pasan los años uno va volviéndose más sentimental y termina jugando por placer, porque le gusta estar ahí, escuchando la música de la cancha. El actual ambiente, sin la reacción instantánea y el grito de la gente, invita a la frustración. Hoy el futbolista juega para un público ficticio, tiene que inventarse las emociones, recrear lo que siente por el juego en una cancha vacía. Debe luchar contra el desaliento.
El presente de Estudiantes y el de Vélez tampoco ayudan. No hay grandes objetivos a la vista ni equipos cuyo funcionamiento estimule mucho. Si se suma un campeonato local que es un injerto y un horizonte incierto en relación con la pandemia, acaba por armarse un combo muy difícil de superar.
La lucecita de un futbolista va apagándose de a poco, aunque utilice el mecanismo de la negación para disimularlo. Por más pasión que se tenga por el fútbol, la sensación de que lo mejor ya pasó, la certeza de no volver a alcanzar nunca más eso que uno fue, están ahí, latentes. Para seguir es necesario acomodarse y reinventarse. La actualidad va en sentido contrario y sólo ayuda a que los peores pensamientos y sensaciones salgan más rápidamente a la superficie.
Recuerdo que en mis últimos dos o tres partidos, cuando ya tenía tomada la decisión del retiro, me sucedió algo curioso. De pronto, como un rayo, de manera desordenada y en el propio partido, me pasó por la cabeza la película de mis casi 30 años de carrera: cuando iba a entrenarme siendo chiquito, algún gol, flashes que en total no duraban más de tres o cuatro segundos, pero que me indicaban que el punto final estaba ahí, y que aquello sería irrepetible.
Desconozco si a Gago y Mascherano les ocurrió algo semejante. Sólo sé que el fútbol argentino pierde dos referentes, que así lo debilitan. Dejan, eso sí, el legado de haber probado e intentado hasta el final y la dignidad de sus despedidas a tiempo. Nos queda el agradecimiento por haberlos disfrutado.
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