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Mafia, camorra y punteros políticos: Mariano Andújar a corazón abierto, de Lugano al confort de un country
Ya perdió la cuenta, no sabe cuántas veces vio El Padrino. Repite algunos diálogos de memoria, se adelanta a las escenas. Subió y bajó las escalinatas del teatro Massimo. Anduvo por los andenes de la estación de trenes de Taormina. Conoció la iglesia de la pequeña localidad de Forza d’Agrò, en Messina. Recorrió el pueblo siciliano de Corleone, donde nació Vito, cuna de los jefes de la Cosa Nostra. Visitó la campiña donde se conocieron Michael Corleone y Apollonia Vitelli, y también el castillo de San Nicolò, en Savoca, donde se casaron. Mariano Andújar es un fanático de la inmortal saga de Marlon Brando y Al Pacino. Adora Sicilia, jura que es el mejor lugar del mundo para vivir. Sus hijos, Costanza y.... Vito, sí, Vito, son sicilianos. De repente, la ficción y la realidad se entrelazan en su vida. Andújar atajó más de cinco años en Italia, jugó en Palermo, Catania y en el Napoli, es decir, en la isla de Sicilia y en el Sur de la península. Suelo de los terroni, ese término tan despectivo que eligen en el Norte italiano. Zona de la mafia y la camorra.
Mariano Andújar está lleno de experiencias. Cinematográficas y auténticas. Se reunió con la mafia, se sentó en la mesa con la camorra. Alguna vez le pareció una fantasía, como si participara del decorado bajo la dirección de Francis Ford Coppola. "Con el tiempo aprendí que, muchísimas situaciones que me parecían simpáticas, tenían una gran complejidad detrás; la mafia, en Italia, es como la dictadura acá: mató a muchísima gente. Pusieron bombas, mataron fiscales y también a muchos inocentes, ciudadanos que no tenían nada que ver. He tenido relaciones con todos, porque al ser una figura pública de la ciudad vos estás expuesto y te los cruzás. Si te manejás con respeto y con cuidado, lo más probable es que no te pase nada. Pero después está el comerciante, que te cuenta un montón de situaciones y te explica que, si no les paga el pizzo (un ‘impuesto’ extorsivo), tiene que cerrar... Es un tema muy delicado. Mi hijo se llama Vito por Vito Corleone, pero por la película, no porque quiero que sea mafioso. Nápoles es diferente, la camorra se maneja distinto: son como ‘cani sciolti’ [perros sueltos], es todo un quilombo. En cambio la mafia es más piramidal y entonces está todo más organizado. Son temas sociales, hasta culturales, muy complicados: desde hace un tiempo hay acciones para tratar de erradicar eso y hoy la gente se está rebelando más, pero es una práctica muy difícil de eliminar".
–¿Y qué pasa si no te manejás con respeto y con cuidado, como vos decís?
–Y bueno, si les fallás, tal vez termines mal... Si quieren charlar, charlá. Si te invitan a comer, vas a comer. Si cuando te vienen a saludar, o a pedir una camiseta, respondés y no hacés un desplante, no te pasa nada; como en la Argentina te pasa con la barra brava, y no por eso son mis amigos ni estoy a favor de la violencia. Muchas veces nos piden a los futbolistas que denunciemos a los barras, pero hay un montón de gente que también los conoce. A veces, el instinto de proteger a tu familia te lleva a hacer esas cosas y a no pelearte con todo el mundo. Ahora, si yo veo que hacen algo malo, sí me meto y lo digo. Después, cada uno tendrá que hacerse cargo por cómo se comporta.
Quizás haya una sensibilidad que viene desde la infancia. Andújar nació en Lugano I y II, en la torre 13 exactamente. El que vaya, exactamente ahí se encontrará con un mural gigante del arquero. De pibe iba a las canchas de la primera D para ver a Yupanqui y a Lugano. Algún que otro sábado terminaba a las piñas en los boliches de Flores, y otros acompañaba a su viejo, que entre varias changas era encargado de un local de juego clandestino en Liniers. A veces sus amigos volvían de robar y Mariano los acompañaba a comprarse zapatillas. Incluso más grande, visitó a conocidos presos en Devoto, o en realidad iba a charlar a los gritos desde las calles que bordean la cárcel. Andújar vio la marginalidad. "Mi relación con ellos nunca cambió, por más que robaran. La amistad no dependió de lo que hicieran, y además, ¿quién era yo para juzgarlos?", cuenta.
Aparece la palabra estigmatización y se inquieta. "Yo paraba con los más grandes y a mí me cuidaban; incluso, cuando tomaban cerveza o fumaban un porro me salteaban. Yo tuve una linda infancia y estaba todo el día en la calle. En ese contexto, yo estaba seguro. Nunca me quisieron empujar para otro lado. A medida que fui creciendo me enteré de lo que se hace y lo que no se hace. Hoy Vito, mi hijo, quizás no estaría seguro en Lugano, pero porque nació en otro contexto. Mis hijos se crían en un country, donde vivimos. Intento bajarlos a la tierra y explicarles que la vida que llevan no es la realidad, que sepan que forman parte de una pequeña parte de la población. Que son muy afortunados. Me gusta llevarlos a Lugano conmigo para que vean dónde me crié; Vito tiene 8 años y viene, se pone a ver los torneos de fútbol o juega a la pelota al costado. Costanza, de 14, no. No me quiere acompañar, quizás porque tiene otra edad.
–Vos pertenecés a dos mundos...
–Yo no cargo con esos prejuicios que tiene mucha gente, por ahí porque lo viví en carne propia. Hay gente que se cruza con uno que tiene gorrita y piensa que le va a robar, pero a veces el que te roba es el abogado. Me crié en la calle y puedo decir que hay un mito sobre Lugano. Cuando era pibe y quería volver al barrio en taxi, nunca me querían llevar, siempre estaban sin nafta o justo entregaban el turno. Esa estigmatización me duele; hay gente deshonesta en los country y gente trabajadora en la villa, y al revés, desde luego. Hay delincuentes en todos lados, están todos mezclados. Pero los prejuicios se encargan de separar según las clases sociales. Miremos todo lo que pasó este verano, sin ir más lejos: entre los problemas que hubo, mayormente estuvo vinculada gente de clase media para arriba, ¿no?.
–¿Y cómo está Lugano hoy?
–Está parecido; quizás ha mejorado un poquito porque la misma gente del barrio hace obras. Colaboré con una escuelita y mi donación no se supo bien adónde terminó. También me gustaría ayudar a los nenes del barrio, pero la burocracia te pone mil trabas o aparecen los punteros y se mete la política. De esa forma no me gusta participar. Prefiero ir y llevarles un juego de camisetas o trofeos para los premios. En Lugano aprendí a ser generoso, a querer a los amigos. A no olvidarme de dónde salí y a tener calle. Yo voy. Arman torneos de fútbol y yo simplemente colaboro con prendas y algunas cosas para esos campeonatos. Lo que yo hago, en realidad, no es nada. Hay dos chicos, Gastón y Nico, que hacen todo. Esos son los héroes de verdad y hay que sacarse el sombrero porque hacen un laburo bárbaro para que los pibes puedan jugar al fútbol.
–¿Y los pibes de hoy cómo son? ¿Comparalos con vos, cuando a los 16 años fuiste al banco de primera en Huracán?
–No, no. No hay comparación posible. Es otra época, para empezar por lo tecnológico. Además, antes había muchos grandes, una generación intermedia y algunos pocos pibes, y hoy es exactamente al revés: pocos grandes, muchos jóvenes y los de edades intermedias están en cualquier liga del mundo. Desde acá nomás, en Paraguay, hasta en China. Hoy es una relación diferente y a los chicos hay que entrarles con menos autoritarismo. No ponerte en el mismo lugar, porque por algo vos tenés más experiencia, pero sí generar más cercanía. Más afinidad y confianza. Yo antes le preguntaba a Carlos Babington cómo era un trabajo y él me decía: "Las que van al arco, atajalas nene". Y ahí se terminaba, sin más explicación. Creo que, en ese sentido, hubo una evolución.
–Naciste en Huracán y, hoy con 36 años, ya imaginás el retiro, muy probablemente en Estudiantes, ¿cómo manejás esos dos amores?
–Son diferentes. En Huracán pasé una gran parte de mi vida, hasta los 21 años que me fui, y siempre estaré agradecido porque es el club que me formó. Pero en Estudiantes viví cosas muy intensas y me adoptaron. Me gustó el lugar para vivir, me gustó el lugar para entrenar, me gustó el club y me quedé. Pude jugar en otro lado, sí. ¿En Boca? Sí. Pero me quedé y mi carrera la terminaré acá. Disfruto mucho de Estudiantes; desde las comodidades para entrenar hasta que mi hijo vaya a la pileta y se maneje como uno más del country.
–¿Estudiantes vive una revolución? La reapertura del estadio, la llegada de Javier Mascherano, la vuelta de Marcos Rojo...
–Es un momento histórico del club, es cierto, pero todo eso debe estar acompañado por los resultados. Es así, porque todo gira alrededor del resultado. Ojalá que estemos a la altura de lo que está viviendo la institución y de la emoción que nos transmite la gente. En esta Superliga estamos lejos, pero podemos aspirar a meternos en una copa. En Italia, el dicho dice que ‘Roma no se hizo de un día para el otro’. Bueno, hay que ir de a poco, pero siempre subiendo escalones, ojo, sin retroceder. El club tiene un proyecto serio y cuando eso pasa se pueden gestar grandes conquistas.
–¿Cómo es tener de "jefes" a quiénes fueron tus compañeros: Verón, Agustín Alayes y Milito?
–Tenemos buena relación y sé diferenciar. Está bueno porque a la hora de discutir o negociar, ellos se pueden poner en mi lugar por su pasado como futbolistas; si hablo con un tipo que fue siempre contador es difícil que entienda mi postura. Yo no me puedo poner en el lugar de ellos porque no pasé por esos roles, pero ellos sí en el mío y de esa manera es más fácil llegar a un punto de encuentro. Hemos tenido mil peleas, mil, como en cualquier convivencia, pero se arreglan enseguida porque hay algo fuerte que nos une.
–Y después del retiro, ¿qué?
–Me imagino como director técnico, ayudante de campo o entrenador de arqueros, pero motivado por la competencia. Creo que no tendría paciencia para enseñarles a los chicos. El curso de entrenador ya lo estoy haciendo y después iré viendo. Mi mujer me dice que vaya a un psicólogo para ir charlando el tema, pero la verdad es que hoy no es una preocupación. Todavía me siento muy futbolista. No le tengo miedo al vacío del día después.
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