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Lionel Scaloni y su viaje mundial, de Malasia 1997 a Qatar 2022: del incansable volante adolescente a un entrenador que no deja detalle librado al azar
La historia del ahora DT de la selección argentina mayor; cómo, sin darse cuenta, plantó bandera en tierra musulmana en 1997
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Hubo una tarde en la que, podríamos decir, Lionel Scaloni empezó su romance con la selección argentina y, como en aquellos tiempos adolescentes rodeados de amigos, también estaban allí Pablo Aimar y Walter Samuel. Fue el 29 de junio de 1997, en Malasia, a 16.000 kilómetros de Argentina. Lejos de usar jeans, remeras y zapatillas los tres vestían iguales: botines, medias, pantalón corto y la “camiseta más linda” como dijeron alguna vez, la camiseta argentina. Estaban preparados para un nuevo duelo sudamericano y así validar una inimaginable supremacía sobre Brasil en la categoría Sub 20 después de aquellos festejados triunfos en la final del Mundial de Qatar y en el Sudamericano de Chile, de enero último, ambos por 2 a 0 y con la consecuente consagración.
Malasia, con un porcentaje de religión musulmana del 60 por ciento, se había convertido en el segundo rincón desconocido para el cuerpo técnico liderado por José Pekerman. Después del choque cultural vivido en Doha dos años atrás, Malasia no resultó una mayor sorpresa y menos aún vivir esa sensación de pertenecer a un libro de cuentos. Las mujeres no estaban totalmente cubiertas como en Qatar y la cultura occidental estaba más instalada y accesible. La Torres Petronas, construidas por el argentino César Pelli en Kuala Lumpur, estaban a punto de inaugurarse y la hotelería estaba infinitamente más desarrollada gracias a la atracción turística que despertaban las playas, el mar cristalino y las miles de islas que rodean al país malayo.
Hasta allí había llegado un nuevo grupo de adolescentes argentinos dispuesto a jugar el partido de sus vidas. Pero para llegar a esa instancia de cuartos de final debieron convertirse en un plantel resiliente para superar el durísimo golpe vivido en la zona de grupos. La historia había comenzado con el claro triunfo frente a Hungría con goles de Romeo, Scaloni y Riquelme y continuó con la victoria sobre Canadá por 2 a 1 con festejos de Romeo y Riquelme nuevamente. Pero el impulso por ambas victorias sufrió un inesperado freno.
El estadio Utama Negeri, sede de los anteriores encuentros, se convirtió en el escenario de un espectáculo teatral signado por la alegría, la resignación, el festejo y el drama frente a Australia. A los 9 minutos, Romeo prolongó su rugido goleador y anotó su tercer tanto en tres partidos. La Argentina se encaminaba a vivir una tarde tranquila y sin sobresaltos, con el agregado de mantener la permanencia en Kangar. Hasta que un tal Kosta Salapasidis (apellido griego que aún hoy recordará Scaloni) se convirtió en el verdadero villano de este melodrama. A los 39 y 40 minutos cerró el primer tiempo a puro festejo, que continuó con el hat trick a los 10 minutos del segundo período. Si la incredulidad por lo vivido en la primera etapa parecía una fantasía, el tercer tanto lo convirtió en una pesadilla. Obligado a revertir la situación Pekerman sacó a Aimar y a Sebastián Romero del banco de suplentes y los juntó con Riquelme para darle más creatividad al equipo. Asunto arreglado. Placente, a los 25 minutos, y otra vez Riquelme, a dos minutos del final, ponían el resultado en su lugar para que la Argentina gane el grupo. Pero Salapasidis aún no había terminado su función estelar, y en tiempo agregado, convirtió un penal que obligó a la Argentina a recorrer Malasia.
La derrota frente a Australia, como la caída en primera rueda con Arabia Saudita, fortaleció a un grupo que había sufrido seis bajas con respecto al Sudamericano de Chile y cuatro altas con Lionel Scaloni, Fabián Cubero, Nico Diez y Sebastián Romero. Cuentan que la personalidad de Scaloni fue fundamental para llevarlo al Mundial. Su histrionismo, excentricidad, alegría, trabajo en equipo y sentido de pertenencia resultaron clave en su elección, algo que Claudio Tapia no dejó de pasar desapercibido al nombrarlo técnico de la mayor. Entendió que llegar último no lo marginaba de ser titular como terminó sucediendo y, tal vez, por estos días las decisiones que toma lo rememoran a aquellos tiempos. Por aquel entonces ni Aimar ni Samuel ni Placente formaban parte de su grupo más cercano, ya que prefería juntarse con Diego Quintana (compañero de las inferiores de Newell’s y de paddle cuando era furor en los 90) y Martín Perezlindo manteniendo sus raíces santafesinas como nexo, o bien con Leandro Cufré, Romero y Romeo a quienes conocían por su presente platense como jugador de Estudiantes.
Samuel y Aimar eran de un perfil más bajo y si podían pasar desapercibidos mejor. Pero lo cierto es que Aimar siempre se caracterizó por la facilidad para brindar interesantes conceptos futbolísticos relacionados con la vida misma. Aún se ríen cuando recuerdan la frase que dijo una vez que recibió el balón de bronce: “Qué generoso es el fútbol”, después de haber jugado flotando todo el torneo.
Johor Bahru, frente a Singapur, fue el destino para enfrentar a la Inglaterra de Michael Owen y en su habitual modelo de armar equipos de acuerdo al rival, a Pekerman no le tembló el pulso para hacer tres cambios, entre ellos el del arquero: Cristian Muñoz reemplazó a Leonardo Franco. Ahí nació el juego de los periodistas que acompañaron el plantel de adivinar la formación la noche anterior al partido, cosa que nunca se cumplió. Con goles de Riquelme y Aimar la Argentina ganó por 2 a 1 y una vez más a preparar las valijas porque el súper candidato Brasil los esperaba en Sarawak, en la isla de Boreo, su verdadera casa. Ahí, Brasil había montado un espectáculo circense cargado de risas, acrobacias, malabares y samba ganando todos los partidos de grupo y los octavos de final con 25 goles a favor.
Y ahí estaban los argentinos, encolumnados por el capitán Diego Markic y el voraz sueño se avanzar a semifinales. Franco recuperó su lugar y el resto mantuvo la titularidad. Extraño, tan extraño, que jamás volvería a suceder. En un partido con dominio absolutamente brasilero y con un dejo del choque de Italia 90, Riquelme lanzó un pase de 40 metros a Scaloni (había ingresado en el segundo tiempo) que encaró por el sector derecho y con un ángulo muy cerrado clavó un terrible derechazo cerca del travesaño. Delirio. Locura. Festejo. Risas. Y una imagen: el caballito de Aimar arriba de su socio en Qatar marcaron el festejo inolvidable. La Argentina se ponía en ventaja y Scaloni se convertía en el héroe de una tarde agitada, que encontró la calma con el gol de Perezlindo. Otra vez, el 2 a 0 a Brasil.
El vestuario lo encontró a Scaloni en medio de las cargadas por el gol que había anotado. Todos sabían que por su potencia física sacaba ventaja en el mano a mano, pero lo que nadie hubiese imaginado fue la definición con la que cerró la acción. Una vez en el hotel recibió las felicitaciones de su padre y su madre, que junto con otros familiares habían viajado a Malasia a ver cumplir el sueño de sus hijos.
Nuevo partido con Irlanda como rival, pero con la ventaja de no tener que subir nuevamente a un avión. Otra vez cambios y Samuel y Cufré al banco de suplentes y Cubero y Scaloni a la cancha. Sorpresa. Incredulidad. Y otra vez Romeo marcó la victoria y la clasificación para la final contra Uruguay. Los chicos de Pekerman tenían una nueva final y entonces sí la mayor sorpresa sucedió minutos antes de comenzar el partido: Markic, el capitán, y Aimar, futuro balón de bronce, fueron al banco de suplentes para que regresen Cufré y Samuel. Nuevamente los cambios como si el legado de Pekerman fuera su fuente de inspiración de estos días en los que Scaloni no repitió una formación en todo el Mundial. Los goles de Cambiasso y Quintana encendieron el festejo.
El grito de campeón mundial volvió a sonar desde las gargantas argentinas. Era el tercer título mundial juvenil. Desde el campo de juego el grupo de adolescentes veía cómo Markic y Riquelme hacían realidad una nueva secuela de la película vivida en Qatar. Y entre medio de tantas lágrimas, abrazos y sonrisas flameaba la bandera celeste y blanca con la inscripción de Pujato. El destino jugaba su carta más fuerte. Su dueño, sin darse cuenta, había plantado bandera en tierra musulmana. Su dueño era Lionel Scaloni.
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