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Lionel Messi: el mago campeón del mundo, su colosal truco de despedida
El capitán argentino se marcha de los mundiales por el pasillo de los inmortales
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Un guión de fantasía estaba escrito. Si la primera vez había sido en el silencio del anonimato, la última función conmovió a la incalculable platea global. Rincones del planeta atentos al truco final. Pudo no venir a jugar aquel amistoso relámpago de junio de 2004, el más trascendente de los partidos intrascendentes. Pero vino, a sus 17 años. “Si en ese partido con Paraguay me ponían de arquero, iba feliz al arco. No me importaba nada. Argentina es mi país. Me preguntan por qué no se me pegó el acento español y es simple: no quiero que se me pegue”, contaba un día cualquiera Lionel Messi. El ‘operativo blindaje’ para que España no se robe al chavalito, el apellido mal escrito en el fax de convocatoria al Barcelona, la cancha de Argentinos Juniors, la camiseta 17 y un gol cuando entró en el segundo tiempo como carta de presentación. Había llegado.
Jugó con arte Messi esta Copa. Y con pólvora. Y con rabia, quizás, por los cuatro mundiales anteriores que, en algún momento, lo llevaron a pensar si él no era el problema. Nunca él fue el problema, sí, la tabla de salvación para sostener a la Argentina en el mapa en años de derrumbes. Deportivos, sí, pero casi siempre institucionales.
En las últimas décadas la selección argentina presenció la salida de casi todos sus futbolistas más representativos, singularmente unidos por la angustia del adiós menos pensado. Envuelta en su espiral de derrotas, socavó hasta la imagen de sus emblemas. Ninguno pudo lucir un cierre exuberante, luminoso, en código albiceleste. ¿Ninguno? Messi jamás sería ‘ninguno’.
Daniel Passarella nunca se imaginó que la goleada 7-2 frente a Israel, estación previa a México 86, sería su adiós. A Jorge Burruchaga el penal de Brehme en la final de Italia 90 lo licenció para siempre. Mario Kempes ya no jugó tras la eliminación ante Brasil en España ‘82; Ubaldo Fillol ya no contó con otra oportunidad luego del agónico 2-2 con la arremetida de Gareca ante Perú, en las eliminatorias del 85. Claudio Caniggia recibió una tarjeta roja en el banco de suplentes en Japón. Javier Zanetti se marchó con la eliminación en la Copa América 2011. Para Diego Simeone fue la caída con Inglaterra en el Mundial 2002. A Oscar Ruggeri lo despidió la derrota 3-2 con Rumania y la eliminación de la Copa del Mundo de 1994. Roberto Ayala y su gol en contra con Brasil en la final de la Copa América de Venezuela 2007 resultó una lápida. Gabriel Batistuta se marchó con el 1-1 ante Suecia en el Lejano Oriente. Javier Mascherano se sumó al club de los desahuciados tras el derrumbe de Rusia 2018.
Diego Maradona se marchó de la mano de una enfermera. Culpa, vacío, sadismo, desconcierto. Vaya si las despedidas saben causar dolor. La selección ha retratado con crueldad el último paso de sus protagonistas principales.
Con Messi, no. Seguramente continuará en la selección, al menos durante una merecida ventana de festejos, pero su historia en los mundiales terminó como campeón. En la Argentina hay dos casos, pero ninguno fue meditado, sencillamente el destino lo quiso así. Ni Omar Larrosa, cuando reemplazó a Ardiles en la final del 78, ni Marcelo Trobbiani, cuando sustituyó a Burruchaga en el 86, podían imaginarse que ya no lucirían la camiseta de la AFA. Un final perfecto, pero insospechado. Messi se marcha de los mundiales, a los 35 años, por el pasillo inmortal.
La aceptación y adoración tras la conquista de la Copa América en Brasil habla mucho más de nosotros que de él. “No me quieras porque gané, necesito que me quieras para ganar”, decía Marcelo Bielsa. Muchos cambiaron de opinión a lo largo del viaje, en cambio, el que nunca desertó fue él. El capitán herido, con el pincel zurdo como látigo para domar a sus propios fantasmas, con aroma a reparación histórica. Se aferró a la lealtad por una camiseta para llenar los vacíos. Besa y acaricia la copa fuera de protocolo, antes de la entrega oficial. Se anticipa, claro. Más tarde la elevará y la ofrendará. Nunca se quiebra a la vista. Pero hay lágrimas de felicidad y purificación. Hay que haber llorado alguna vez para saber qué es el amor por la Albiceleste. Es un tatuaje que no se ve, los de verdad, porque está grabados para siempre en el pecho.
El hincha hace años que estaba buscando al héroe. Lo necesitaba maradoneano y ganador. Lionel Messi ya había cumplido con ese mandato arbitrario. Messi ya era único antes de la Copa América y del Maracaná 2021, cuando todavía le contaban las costillas. En marzo de 2019, no hace tanto, sus hijos todavía le preguntaban, cada vez que viajaba a la Argentina: “Papá, ¿por qué vas si no te quieren?”. Si ayer se trató de su función de despedida, la idea de empezar a extrañarlo sólo se soporta por el festejo eterno. Hay que llegar a la desazón para que el sentimiento se potencie. Hoy no será un lunes más, será el lunes memorable que soñó una nación. Parece increíble que una camiseta pueda representar algo tan profundo. El orgullo es el camino para tratar de entenderlo.
El hombre del cincel mágico en la zurda había convertido su primer gol en los mundiales de derecha…, y el último también. Fueron 13…, para burlarse de las brujas que lo atormentaron tantos años. Campeón del mundo en el truco de despedida. En definitiva, hacer lo que nadie espera siempre ha sido la especialidad de Messi. Un guión de fantasía estaba escrito.
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