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Leopoldo Jacinto Luque, el amo de la noche
Osvaldo Ardiles se la pasó rápido y picó esperando la devolución. Pero “El Pulpo” (apodo de años juveniles intensos) eligió acomodarse, dejó picar la pelota y sacó un derechazo violento a media altura. “Cuando veo que va a patear, medio que se me escapa una p..., porque yo estaba solo, pero la clavó en el ángulo”, me dice Ardiles. Golazo. Leopoldo Jacinto Luque (se decía así, nombre completo) ya había anotado en el nervioso triunfo inicial por 2-1 contra Hungría. Esa gran actuación siguiente ante Francia lo convertía en el mejor jugador de la selección argentina en el inicio del Mundial ’78. Nueve de equipo y además goleador. “El amo de la noche”, tituló Diario Popular.
La noche más gloriosa fue gol y drama. Luque cayó mal tras una infracción y se luxó un codo. Fue anestesiado. El doctor Rubén Oliva le acomodó el codo. Lo vendaron, le metieron un cabestrillo y lo mandaron al vestuario. Pero Luque giró y volvió a la cancha. César Menotti ya había hecho los dos cambios y el equipo estaba con diez. Además, él quería tranquilizar a su madre. "Si no me veía volver, era capaz de venirse desde Santa Fe". Mamá estaba de todas maneras al día siguiente en la concentración. Viajó para comunicarle que Oscar, otro de sus hijos, había muerto en un accidente de auto en la mañana del partido. Oscar había viajado de noche en el camión de un verdulero amigo para ver si conseguía comprar una entrada temprano en el Monumental. Leo (la familia no quiso decirle nada antes del partido) dejó la concentración y fue a la morgue a reconocer el cuerpo de su hermano. El capitán Daniel Passarella le dio dinero del fondo común del plantel para pagar la ambulancia y el traslado a Santa Fe. En pleno velatorio, la Argentina perdía contra Italia. "Tenés que volver, ¿no ves que sin vos pierden?", le dijo su padre. Al día siguiente, Luque regresó a la concentración.
Un año antes de la Copa, Menotti le había asegurado a Luque que, si seguía en ese nivel, era su 9 titular. También lo designó subcapitán. "No me sorprendió", me dice Daniel Valencia. "Leo tenía una gran personalidad, era muy optimista y hablaba con todos. Fueron charlas que nos unieron mucho. No había Playstation ni celulares". Luque era una rara coincidencia de Menotti con Toto Lorenzo, que unos años antes lo había dirigido en Unión, antes de que pasara a River. Para acostumbrarlo a la dura marca europea, Menotti quería que Daniel Killer ("el Tío") fajara a Luque en las prácticas. Y cuando Leo volvió tras enterrar a su hermano, Menotti le pidió a Bernardo Griffa, en la práctica del día previo contra la tercera de Newell’s, que lo marcara con un grandote para saber si Leo estaba como para jugar contra Brasil. Ese partido (0-0) fue una batalla. Leo pegó y cobró y jugó mal, como todo el equipo. Menotti, furioso con sus dirigidos, se fue unas horas de la concentración para tranquilizarse. El partido siguiente (el polémico 6-0 a Perú, con dos goles de Luque) dio el boleto a la final.
La noche previa, como no podía dormir, Leo leyó cartas de hinchas hasta las dos de la mañana con Jorge Olguín, su compañero de habitación, que estaba a un paso de tener un hijo (el niño se llamó "César", homenaje al DT). Tomó cada uno un litro de leche y se durmieron. En el micro, como siempre, Luque se ubicó parado en el estribo, al lado del chofer. Se lastimó la nariz en el tercer gol a Holanda. Se limpió en el abrazo con la camiseta de Alberto Tarantini y con la suya. Empezó el Mundial como figura y terminó como guerrero. Su imagen con el brazo en cabestrillo frente a Francia siempre me hizo recordar a otra muy parecida de Tata Brown en la final de 1986, contra Alemania. La de Tata (hoy también fallecido) es más conocida. México ’86, sin dictadura, y con Diego, siempre tuvo mejor prensa que Argentina ’78. Luque contó recién en 2020 que, apenas un año después del Mundial y saliendo en auto hacia su casa desde el mismísimo Monumental, fue encañonado en un robo y obligado a caminar en un descampado. "Sentí que iba a ser boleta". Supo luego que se había tratado de "milicos o policía".
En 2008, año del trigésimo aniversario del Mundial, Luque fue uno de los pocos jugadores que aceptaron participar en un acto que intentó superar desencuentros y unió a la ESMA con el Monumental. “Yo”, dijo Leo, “perdí a un hermano en el Mundial, pero pude enterrarlo. Ellas [por las Madres de Plaza de Mayo] no sabían dónde estaban sus hijos”. Cinco meses después, Luque fue invitado a Holanda junto a Nora Cortiñas a la presentación del libro Fútbol en una guerra sucia. Hablamos tras el viaje. Me recordó las cigarreras que los campeones recibieron tras ganar el Mundial. Había tres tamaños. Las más grandes fueron para un puñado de figuras e incluyeron al relator José María Muñoz, y las más chicas fueron para los suplentes. A Leo, que murió el lunes pasado a los 71 años tras contraer Covid-19, le tocó una de tamaño mediano. Eso fue el premio: cerca de 24.000 dólares y la cigarrera autografiada por el general Videla. Queda lo mejor. La memoria popular. Y alguna copa o tribuna que deberá llevar su nombre. “Leopoldo Jacinto Luque”. Así. Nombre completo.
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