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Las SAD en Europa, modelos distintos, objetivos semejantes y una pregunta sin respuesta: ¿a quiénes pertenece de verdad el fútbol?
Cómo evolucionó la inversión desde que Inglaterra aceptó la participación de dinero privado hasta los datos actuales, que muestran muy involucrado a Estados Unidos
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La muy deficiente organización general, y en especial lo ocurrido con el acceso al Hard Rock Stadium de Miami antes de la final entre la Argentina y Colombia, además de recibir múltiples críticas, reflotó una vieja frase que cada tanto sobrevuela el mundo del fútbol: “Éste es un deporte que los norteamericanos ni entienden ni los interesa”.
Algunos datos permiten poner en duda tal afirmación. Por una parte, los 63 millones de hispanos que habitan en Estados Unidos y ubican a este juego en el centro de sus pasiones; por otra, los más de 1,7 millones de mujeres federadas en ese país y los múltiples éxitos cosechados por su selección femenina. Pero además, existe un tercer factor, menos conocido, que la destierra por completo: una mirada a los principales campeonatos del fútbol europeo revela que, contra la creencia general, las inversiones extranjeras más numerosas en los clubes del Viejo Continente no son chinas, ni árabes, ni rusas, sino de capitales norteamericanos.
Una cincuentena de entidades en Inglaterra, España, Italia y Francia están, en mayor o menor medida en sus manos, y la cifra crecería si el vistazo se extendiera a aquellas que militan en la tercera o cuarta categoría inglesa, donde entidades desconocidas para el gran público, como Cumbria, Crawly o Suffolk también están regidas por empresarios, fondos de inversión o holdings con sede al otro lado del Atlántico Norte. O si Alemania diera mayor amplitud a los permisos de entrada de este tipo de capitales.
Pionera no sólo en la creación y reglamentación del fútbol tal como lo conocemos, Inglaterra fue, asimismo, el primer país europeo en aceptar la participación de dinero privado en el fútbol. En los albores del siglo XX, sus clubes ya repartían dividendos a sus accionistas. De hecho, en 1912 se dictó una norma para impedir que el lucro superara el 7,5% de los beneficios anuales, con el objetivo de evitar que la avidez por ganar dinero fuese el principal motivo a la hora de participar como socio en un club. La limitación estuvo vigente durante 60 años, hasta que alguien descubrió cómo gambetearla, y abrió las puertas a una nueva era.
En 1983, Irving Scholar, socio mayoritario de un Tottenham Hotspur que atravesaba serios problemas económicos, fue quien se dio cuenta que la clave era crear una nueva empresa cuyas normas no estuviesen regidas por la federación inglesa y de esa manera pudiera manejar con libertad sus acciones y su dinero. La llamó “Tottenham Hotspur PLC” (Compañía Pública Limitada), con ella pudo entrar en la Bolsa de Valores de Londres y capitalizarla en tres millones de libras con las que logró saldar sus deudas, y el club de fútbol original pasó a ser subsidiario de la nueva compañía. La trampa dio sus frutos, y por supuesto, el resto de las entidades del fútbol inglés no tardó en copiar la misma ruta. Al cabo de una década, el modelo se había extendido por las ligas más fuertes del continente.
La historia, sin embargo, no debería parangonarse ni compararse con el recorrido hecho en ese mismo espacio temporal por los clubes argentinos. Aunque el origen cultural y la pertenencia moral y simbólica del fútbol pueda ser semejante en ambas orillas del océano, en principio existe una diferencia: en Europa, casi sin excepción, los clubes son agrupaciones estricta y exclusivamente dedicadas al fútbol. Salvo muy contadas excepciones, no ejercen, ni han ejercido nunca, una función social como lugar de encuentro de familias o amigos, ni son el reducto donde realizar actividades diversas, y no siempre deportivas, más allá de que puedan tener equipos profesionales en otros deportes. Tampoco poseen instalaciones abiertas para el uso de su masa social. Dicho de otro modo, ningún afiliado a Real Madrid, que no es una sociedad anónima deportiva (SAD), aunque se maneje como tal, puede acceder un domingo a la Ciudad Deportiva de Valdebebas para prepararse una paella o darse un baño en la piscina.
Del mismo modo, es un error valorar las bondades o defectos de los diferentes tipos de formato legal –sociedad sin ánimo de lucro o anónimas– en función del coyuntural resultado deportivo del equipo de fútbol. En uno y otro caso, este dependerá de la eficacia y la capacidad en la gestión que tengan los encargados de la misma, ya sean dirigentes elegidos por los socios o un consejo de administración con características empresariales.
En Europa han crecido y llegado muy alto instituciones en teoría pequeñas (el español Villarreal y el italiano Parma) y han desaparecido o se vieron obligadas a refundarse y empezar desde cero otras que se pensaban indestructibles (el Glasgow Rangers escocés) o alguna de las que habían tocado el cielo con las manos, como el citado Parma.
En nuestro país ha sido igual. Clubes como Defensa y Justicia, Patronato de Paraná o Brown de Adrogué alcanzaron cotas que parecían lejanas; mientras otras, como Racing, Ferro, Temperley y Español esquivaron la desaparición merced a la sanción en el año 2000 de la Ley de Salvataje que permite continuar las actividades a pesar de la declaración de quiebra financiera.
Menos abismales, las diferencias también existen entre las modalidades de SAD adoptadas en las cinco competiciones más poderosas de Europa. No se asemejan en casi nada la apertura absoluta a la inversión privada que rige en Inglaterra, donde para encontrar clubes sin ánimo de lucro hay que descender hasta las ligas regionales; y el sistema alemán del 50+1, que garantiza a los socios la posesión del 50,1% de las acciones de cada entidad.
Francia fue el primer seguidor de las ideas surgidas cruzando el Canal de la Mancha. Entre 1984 y 1989 se dictaron tres leyes para regular la transformación del régimen de propiedad y gestión de los clubes de fútbol en SAD profesionales, aunque recién en 2012 se habilitó el ingreso de capitales privados. España sancionó una norma semejante en 1990, aplicable a todas las entidades de Primera y Segunda División y con la particularidad de brindar la opción de no hacerlo a aquellas que no habían tenido pérdidas en los cuatro años anteriores. Así, hasta la fecha Real Madrid (el equipo más laureado del planeta), Barcelona, Athletic de Bilbao y Osasuna mantienen su viejo estatus y siguen perteneciendo a sus socios.
En Italia, los clubes pudieron transformarse en sociedades mercantiles en 1981, pero recién en 1996 se les permitió cotizar en bolsa y repartir dividendos. Y Alemania fue el último en sumarse a la nueva ola: sólo en 1998 adoptó el citado modelo del 50+1, aunque también ahí, y por distintos motivos, hay excepciones. El Bayer Leverkusen y el Wolfsburgo, que pertenecen en un 100% a la farmacéutica Bayer y la automotriz Volkswagen, respectivamente, porque habían sido fundados hacía más de 20 años por dichas empresas; el Hoffenheim, porque su dueño, Dietmar Hopp, había invertido en el club durante ese mismo lapso de tiempo; y el Leipzig, porque la empresa austríaca Red Bull se había hecho cargo del Markranstädt, un club de quinta división, y lo fue ascendiendo hasta llegar a la Bundesliga.
Las primeras etapas posteriores al cambio atrajeron en su mayoría a gente del propio país, o la propia ciudad. Los inversionistas eran empresarios locales, vigentes o anteriores presidentes o directivos de los clubes, o sociedades creadas por aficionados. En definitiva, hinchas que de algún modo congeniaban el amor por sus camisetas con la posibilidad de hacer negocio. Pero en la última década, la decidida incorporación del fútbol a la industria mundial del entretenimiento modificó esa tendencia y está dando el siguiente volantazo.
Banderas de todos los colores, países y continentes (salvo Oceanía y la Antártida) flamean hoy en los despachos donde se sientan los propietarios de los clubes. En número de entidades por liga, en Inglaterra, España y Francia ya superan a la cantidad de dueños de los países organizadores de los torneos, y lo igualan en Italia. Detrás de Estados Unidos, y a mucha distancia, capitales chinos, tailandeses, singapurenses o indonesios aportan la presencia del Lejano Oriente; qataríes, saudíes, emiratíes o de Bahrein, los petrodólares del Golfo; egipcios y argelinos ponen el toque africano; y rusos, polacos, checos o griegos suman a la Europa menos favorecida.
Ni siquiera Latinoamérica está ausente. Grupos o empresarios mexicanos dirigen al Celta de Vigo, el Sporting de Gijón y el Oviedo en España; donde también hay venezolanos en el Zaragoza y el Deportivo La Coruña; un brasileño (Ronaldo Nazario) en el Valladolid; y por supuesto, argentinos, Christian Bragarnik en Elche, Marcelo Fígoli en Burgos y Sebastián Ceria en Racing de Santander.
Los capitales que fluyen hacia los clubes del Viejo Continente no dejan de agrandar las distancias con sus pares del resto del mundo, a los que vacían y seguirán vaciando de sus principales figuras, más allá de que muchos de ellos ya se hayan convertido en SAD, como sucede en Brasil, Uruguay o Chile.
El imán que significa la difusión planetaria del fútbol y la capacidad económica de Europa para atraer a los mejores jugadores del mundo son demasiado poderosos. Encienden el interés de quienes ven máquinas de hacer dinero donde los demás disfrutan de la pasión por unos colores y la felicidad que desprende un grito de gol, alientan debates y discusiones sobre los modelos a seguir. Ocultan, sin embargo, la pregunta esencial, esa que yace en el fondo de la cuestión: ¿a quiénes les pertenece de verdad el fútbol?
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