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Las huellas profundas que deja una Copa del Mundo
MOSCÚ.– Esta es mi octava Copa del Mundo, y si hay algo que he aprendido es que los momentos más memorables del torneo nunca tienen que ver con el fútbol, y por lo general ocurren en lugares que uno probablemente jamás volverá a pisar, como Sapporo, Japón, y una imagen de la desembocadura del Amazonas, en Brasil.
De esta Copa del Mundo, lo que recordaré por siempre es la Rusia de las provincias. Al atravesar en avión el país, tuve un atisbo de esas vidas de las que no sabía que existían, y que sin embargo me resultaban notablemente familiares.
Para alguien que alguna vez le dedicó un año entero al aprendizaje intensivo del ruso pero que desde entonces olvidó prácticamente todo, este debió de ser el mes más fácil en la historia para viajar por las ciudades de la Rusia profunda. Digan lo que quieran de las grandes empresas tecnológicas, pero no podría haberlo hecho sin Yandex (la versión rusa de Uber) y sin Airbnb. La aplicación de Yandex en inglés implica no tener que balbucear con los taxistas las 100 palabras que uno sabe en ruso. Y Airbnb me abrió las puertas de hogares impecables y encantadores en el interior de monoblocs descascarados de la era soviética, algo facilitado por el hecho de que al menos durante este mes los propietarios no parecieron molestarse en registrar mi nombre ante las autoridades.
Me quedé en cinco hospedajes encontrados mediante Airbnb. Todas mis anfitrionas eran mujeres menores de 40 años que hablaban inglés fluido, que decidieron aprovechar la oportunidad de ganar dinero con habitaciones y departamentos que ningún otro extranjero volverá a solicitar.
Mi primera anfitriona era una estudiante de medicina que vivía en los suburbios de Volgogrado, en un edificio de departamentos del que empezó a disculparse no bien me vio entrar. Me contó del tiempo que pasó estudiando en Montenegro, y de los preciados viajes al extranjero que realiza dos veces por año. Nunca volveré a verla, pero me despedí con la sensación de que era una persona cosmopolita, que quería de la vida más o menos lo mismo que yo, salvo que sus posibilidades de obtenerlo eran mucho menores que las mías.
Es una experiencia que se repitió varias veces. Mi anfitriona en Nizhny Nóvgorod, a miles de kilómetros de París, estaba estudiando francés. Al día siguiente, una mujer de mediana edad se me acercó a hablarme en un inglés impecable. Le pregunté dónde lo había aprendido, y me contestó que lo enseñaba en la universidad local. Haciendo cálculos, entendí que debió de aprenderlo en la era soviética, cuando Niznhy Nóvgorod era una ciudad cerrada a los extranjeros. Ese día Inglaterra jugaba contra Panamá en el estadio local (que ya se ha convertido en un elefante blanco, como la mayoría de los construidos para la Copa del Mundo). El partido seguramente llevó hasta allí a más angloparlantes que los que nunca. Espero que algunos de ellos decidan volver. En especial yo: tengo la esperanza de regresar algún día.
Los rusos que no hablan inglés me manifestaron constantes gestos de amabilidad. En Samara, donde mi anfitriona de Airbnb se encontraba de viaje, su madre me regaló en silencio un frasco de dulce de damasco especialmente hecho por ella. Lamentablemente, no pude traerlo en el avión.
La ciudad que más recordaré es Kaliningrado, que hasta 1945 fue la urbe alemana de Königsberg. La catedral donde yacen los restos de Immanuel Kant se encuentra en un tranquilo parque. Recorriendo esos senderos, de pronto advertí que estaba caminando encima de lo que alguna vez fue el centro de Königsberg. En el parque y en varios museos de la ciudad se puede admirar las fotos en blanco y negro que muestran los tranvías eléctricos que recorrían las calles en la década de 1880, los cafés más concurridos de la época, y los niños alemanes juguetear en las calles. Kaliningrado fue alguna vez un lugar triunfal para los soviéticos: la plaza central, que durante los últimos años de Königsberg se llamó "Plaza Adolf Hitler", fue rebautizada "Ploschad Pobedy", "Plaza de la Victoria". Pero más recientemente Kaliningrado se convirtió en un lugar de recuerdos tristes. Esta fue alguna vez una gran urbe europea, rica, hermosa y bien conectada, del estilo de Hamburgo y de Ámsterdam. Muchos de sus vecinos aún lamentan todo eso que se perdió.
Cuando me topaba con ese anhelo ruso por el mundo exterior, no podía dejar de pensar en Tres hermanas, la obra de Anton Chéjov sobre tres hermanas que viven en una guarnición remota y olvidada hace tiempo por Moscú. Una de ellas se lamenta: "En este lugar saber tres idiomas es un lujo innecesario. Ni siquiera es un lujo, es una suerte de adicción innecesaria, como tener seis dedos".
Y más adelante: "No hay ciudad, por aburrida y triste que sea, en la que no resulte necesaria la persona inteligente e instruida... Admitamos que entre los cien mil habitantes de esta ciudad, desde luego atrasada y aburrida, haya apenas tres que se le asemejen... Obviamente, ustedes serán incapaces de dominar a la masa oscura que los rodea... De a poco, en el curso de la vida, ustedes se verán obligados a ceder, ¡a perderse en la muchedumbre de las cien mil personas!... La vida los ahogará, pero su existencia, sin embargo, no habrá pasado sin dejar rastro... ¡Después de ustedes..., iguales a ustedes..., habrá primero seis, luego doce, y así sucesivamente hasta que sea la gente como ustedes la que constituya la mayoría!".
Es lo que está pasando ahora en Rusia. Las personas cultas e inteligentes del interior de Rusia siguen frustradas, y tal vez nunca en sus vidas vuelvan a ver a mexicanos bailar por sus calles. Pero al menos ahora esas tres hermanas tienen internet.
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