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La selección. El presente que esperábamos desde hacía mucho: un equipo que emociona por su juego
Soy público. Antes de sentarme a analizar rendimientos, virtudes y defectos con frialdad, cuando veo a la selección quiero y necesito ser público. Y como público, durante una parte del primer tiempo y en toda la segunda mitad frente a Uruguay me ocurrió algo que esperaba desde hace muchos años: emocionarme con el equipo, sentirme parte de él, “estar” en la cancha con los jugadores, disfrutar con ellos eso que se siente cuando las piernas vuelan, desaparece la fatiga y uno quiere que el partido dure de manera infinita.
Hay algo que producen los grandes genios que pueden llegar a la excelencia, ya sea en la música, la actuación o el arte, ese virtuosismo que va más allá de lo que haría cualquier otro artista. Esto fue lo que experimenté el domingo al ver los toques continuos que desbordaban al rival o las llegadas constantes al arco de enfrente, una sensación que ni siquiera resulta comparable con la felicidad de ganar, aunque sea sobre la hora y de un modo épico. Es algo diferente, más profundo.
Ahora bien, ¿valen las últimas actuaciones de Argentina para proyectarse y pensar en qué podrá pasar dentro de trece meses en Qatar? Definitivamente, no.
Un equipo de fútbol es el día a día, el partido a partido. Su ecosistema es muy delicado y requiere que al mismo tiempo un montón de cosas funcionen a la perfección. Por supuesto que existen cuestiones sustanciales, como la idea, la estrategia, la convicción del entrenador, encontrar los intérpretes, establecer una forma de jugar. Pero también hay otras que escapan a los pizarrones, desde las propias limitaciones a las problemáticas que plantean los rivales, y que aconsejan no hacer cálculos aventurados. Para el Mundial falta un mundo y algunas experiencias pasadas, como la de 2002, todavía resuenan en nuestra memoria.
Más que en cuestiones tácticas, el rendimiento actual de la selección está apoyado como nunca antes en la euforia, en el idilio con la gente, en la sensación de bienestar que genera haberse quitado un enorme peso de encima. El equipo está en el punto de cocción ideal, pero aunque parezca increíble, debemos ser conscientes de que en el fútbol ese punto solo se encuentra de manera excepcional. Es una conexión muy difícil de lograr aunque uno se lo proponga, porque las emociones no se pueden inventar ni fingir, y el estado mágico que empuja a los jugadores y nos contagia a todos los demás forma parte de las incertidumbres que impregnan el fútbol. Nadie, ni los propios protagonistas, saben cuánto va a durar.
Proyectar es válido, sobre todo para un entrenador que debe poseer mirada panorámica para ir construyendo un equipo a largo plazo, pero por mi parte prefiero disfrutar del viaje, gozar del presente, sin vivir del pasado ni del futuro.
Permítanme un recuerdo personal. Mi conocida afición por el Arsenal inglés me hizo estar atento a un inolvidable partido de la Copa de la Liga 2012-13. A la media hora los gunners perdían 4-0 con el Reading. En uno de los goles, el arquerito, un pibe con cara de nene que Arséne Wenger había decidido probar esa noche, le había pegado un manotazo a la pelota para meterla en el arco, y también le cabía alguna responsabilidad en un par de tantos más. Al final, el Arsenal acabaría ganando 7-5 en el alargue, pero el arquero salió mal parado de aquel encuentro, entre las burlas de los hinchas ajenos y propios. Era el Dibu Martínez.
Su trayectoria, su fuerza psíquica para sobreponerse a los momentos malos, quizás sea una buena metáfora de lo que le pasa a la selección y calibrar cuánto tuvo que pelear para llegar a la ovación, para sentirse liberada ¿Cuántos obstáculos debieron superar Messi, Di María, Otamendi, Martínez, todos? ¿Cuánto sufrieron y resignaron? Las cosas parecen sencillas y casi nadie valora el camino, pero para ser un privilegiado también es preciso sufrir. La elite no es para cualquiera y hay que estar preparado para soportar la tensión de la cúspide. Por eso el llanto, la alegría, la euforia, cuando por fin llega el tiempo de disfrutar.
Por esto también la emoción que se irradia como una ola expansiva. Creo que la admiración real que corre por debajo del agradecimiento ante la alegría de ganar un título se apoya en la comprensión. La gente entiende que los jugadores de esta selección fueron perseverantes, porfiados y cabezas duras, quizás más que ninguna otra generación anterior, y se merecen recoger la fabulosa recompensa del cariño popular.
Hay muchos méritos escondidos en lo que le está sucediendo a la selección. El recambio que promovió Lionel Scaloni, la búsqueda de futbolistas donde parecía que no los había y el hallazgo de líderes por rendimiento y no por autoritarismo, como Emiliano Martínez, Cristian Romero o Rodrigo De Paul. Por supuesto, con Lionel Messi como ícono principal.
Proyectar es muy difícil, sobre todo si por cuestiones de calendario no podemos codearnos con las grandes potencias europeas. Propongo entonces gozar del presente, de la ilusión que nos abre una selección liberada y feliz, de esta emoción que esperábamos desde hace tanto tiempo.
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