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La selección argentina, campeona en Qatar: Pekerman y los 18 pibes que desataron una tormenta de fútbol en aquel Mundial Sub 20
Hace 27 años, una selección argentina juvenil se consagró en la misma tierra en la que se juega esta Copa del Mundo de mayores; era el comienzo de un ciclo inolvidable
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La imaginaria cápsula del tiempo cerrada el 28 de abril de 1995 aún guarda el grito de “Dale campeón” grabado por aquellos 18 jóvenes argentinos consagrados campeones del mundo Sub 20 en Qatar. Eran otros tiempos, una Doha chata, con apenas un shopping con contados locales y sin edificios fastuosos. Lejos de la luminaria actual, pero con un poder económico arrasador que le permitió organizar la décima Copa del Mundo juvenil en apenas un mes, porque Nigeria, el país seleccionado, perdió la plaza por los problemas civiles que lo aquejaba.
Llegar a Doha resultó un choque cultural muy fuerte para aquel grupo de jóvenes recién egresados del colegio que sólo había salido de la Argentina para jugar el Sudamericano en Bolivia, cuatro meses atrás. Se encontraron con una realidad desconocida, un verdadero cuento infantil al que los invitaron a ser parte y casi sin querer se convirtieron en jeques de fútbol. Por aquel entonces, Qatar tenía 500.000 habitantes de los cuales 200.000 eran en su mayoría indios, paquistaníes, iraníes, sirios y bangladesís, que, obviamente, ya eran fanáticos de Argentina por el amor incondicional a Diego Maradona.
Eran tiempos sin Internet y en el que el revolucionario fax les permitía a los jugadores y al cuerpo técnico recibir cartas al instante de sus familiares. Una maravilla que hoy parece irrisoria. Sobre todo porque ningún padre o madre se animó a acompañar a su hijo en tamaña travesura y porque el costo del minuto telefónico era de cinco dólares, lo que le permitía hacer una llamada de 10 minutos, gracias a los 50 dólares diarios que recibían de viático los jugadores.
Los lujos hoteleros característicos de esta FIFA moderna no habían abrazado aún a Doha. Eso llegaría 27 años después. El Ramada Ressidense, el edificio más alto de la capital qatarí con once pisos, era el hotel que albergaba a la mayoría de las delegaciones, con lo cual resultaba común que los futbolistas argentinos compartieran el ascensor y el desayuno con sus rivales brasileños, portugueses o españoles. Entre tanto aburrimiento quebrado alguna que otra vez con los jugos Arcade que había en el lobby, la pileta era literalmente un oasis en el desierto, pero los argentinos tenían prohibido disfrutar de ella. Sólo lo harían el día siguiente a la consagración, como símbolo del verdadero bautismo mundial.
Vivir en Qatar fue un aprendizaje permanente, y el crecimiento futbolístico, una sagrada obligación. En octubre de 1994, el proyecto presentado por José Pekerman fue elegido para hacerse cargo de los planteles juveniles con dos objetivos claros: abastecer al seleccionado mayor con los futbolistas formados en Ezeiza y cambiar la conducta de los juveniles, luego de la mala imagen dada en el Mundial de Portugal, en 1991, y que llevó a la suspensión de participar en la Copa del Mundo de Australia 93. En el proyecto no se leía la palabra podio, pero Pekerman, Gerardo Salorio (preparador físico), Donato Villani (médico), Raúl Lamas (kinesiólogo) y Carlos Peralta (utilero) sabían que no llegar a semifinales generaría un mar de cuestionamientos a un cuerpo técnico desconocido para la opinión pública.
Tampoco figuraba en el proyecto formar directores técnicos para el seleccionado mayor como lo hicieron con Lionel Scaloni, Pablo Aimar, Walter Samuel, Diego Placente y Javier Mascherano (actual DT del Sub 20) o managers como Bernardo Romeo, que está al frente de los seleccionados juveniles. Un spoiler: este párrafo tendrá su tratamiento en el corto plazo, cuando revivamos la conquista de Malasia 97.
Jugar una de las semifinales era el objetivo oculto y para ello tenían como misión armar un grupo humano fuerte, maduro y resiliente. Pekerman y Hugo Tocalli (el ayudante técnico que se quedó en Buenos Aires preparando la Sub 17) sabían que la primera tarea era recuperarse anímicamente de la derrota sufrida frente a Brasil en la final del Sudamericano de Bolivia, en la que no había podido jugar el capitán Juan Pablo Sorin (expulsado) y en la que el subcapitán Mariano Juan recibió la tarjeta roja.
Pekerman movió algunas fichas: salieron Rubén Bernuncio, Andrés Grande, Cristian Colusso, Martín Posse y Sebastián Méndez e ingresaron Walter Coyette, Andrés Garrone, Julio Bayón, Christian Chaparro y Cristian Díaz. Marcelo Gallardo era un número puesto para vestir la 10, pero River le negó la participación y Pekerman no entró en conflicto, pero su enojo se hizo saber cuando, antes del debut, un periodista holandés le preguntó por la ausencia de Patrick Kluivert (no cedido por Ajax) a lo que el técnico respondió: “Ustedes no tienen a Kluivert y nosotros no tenemos a Gallardo”. Dicho debut, ante solo 2.000 espectadores, no comenzó de la mejor forma: sobraron nervios y gobernó el sufrimiento frente a… Holanda, como si fuera un presagio de lo que se vivió en la última semana. Germán Arangio desperdició un penal y la victoria llegó a un minuto del final con el gol de Garrone.
En el segundo partido dio lugar la impensada tormenta qatarí. Portugal le dio un duro golpe al equipo argentino y lo derrotó por 1 a 0. La eliminación, como sucedió post caída con Arabia Saudita, paseaba por los pasillos del Ramada, pero nadie abrió la puerta. Llegó el tercer partido, ante Honduras, y sólo quedaba un resultado posible: ganar. Si, igual que contra Polonia en la actual Copa del Mundo. Un gol de Ariel Ibagaza, apodado el Maradonita, y tres de Sebastián Pena (4-2), abrieron el camino para los cuartos de final. Ahí esperaba Camerún y sus dudas con respecto a la edad de sus jugadores, de físicos más poderosos que los de los argentinos. Con un Joaquín Irigoytía en modo Ubaldo Fillol, el conjunto africano mordió la arena del desierto por los goles de Francisco Guerrero y Walter Coyette.
El objetivo oculto estaba cumplido, pero el crecimiento mostrado en el último partido invitó a los argentinos a soñar con el segundo título juvenil luego de la conquista en Japón 79 con Maradona, Ramón Díaz y compañía. España, el equipo sensación del torneo con 17 goles a favor en cuatro partidos, lo esperaba del otro lado de la mesa con Raúl, Iván De la Peña, Etxeverría y Michel Salgado. Ambos semifinalistas sabían que Brasil sería su rival en la final, después del triunfo por 1 a 0 sobre Portugal, conseguido una hora antes en el mismo estadio. Pero los antecedentes españoles no pesaron y la exhibición futbolística la presentó Argentina, con un categórico 3 a 0 con goles de Leonardo Biagini, Coyette y Chaparro. Biagini, el goleador y figura del Sudamericano, cargaba con un fuerte dolor en la espalda, además de una carga emocional tan pesada como personal, que lo llevaba a refugiarse en un llanto sin control. El alivio llegó en el momento justo. Su Mundial empezaba a jugarse.
Los tres días entre la semifinal y la final resultaron interminables. Aquel grupo ignoto de adolescentes ya se había convertido en ídolos juveniles y los colegios empezaron a sintonizar ATC, América, Telefé o Canal 13 para seguir la hazaña del desierto. Un abanico de canales abiertos impensado en estos días, pero solo el Canal 13 contaba en vivo con los relatos de Walter Nelson y los comentarios de Alejandro Fabbri.
Un almuerzo liviano, todas las cábalas para cumplir, la música de “Vasos vacíos” y “Vení Raquel” para hacer más ameno el viaje y la coordinación de Adbul Rhman Ebrahim para solucionar cualquier inconveniente marcaron las horas previas a la final con Brasil, el verdugo del Sudamericano. El equipo que les habría robado su primer sueño sin saber que los esperaría una verdadera pesadilla albiceleste. La revancha estaba frente a ellos y el árbitro inglés Dermot Gallagher sería testigo directo de la consagración.
El partido fue controlado por la Argentina, que tuvo en la defensa la fuerza suficiente para detener el poder ofensivo de Ze Elías, Reinaldo y Caio. Biagini se hizo gigante tras armar una pared con Coyette y marcar el primer gol. Locura en medio del desierto. La expulsión de César, a los 33 minutos del segundo tiempo, llevó tranquilidad, y el gol de Guerrero, que había perdido la titularidad, desató el grito tan esperado. A tres minutos del final, como si fuera un legado que abrazó con fuerza Scaloni, Pekerman reemplazó a Irigoytía por Gastón Pezzuti, el único futbolista que no había vivido la sensación de jugar en el Mundial. Llegó el final y el abrazo eterno aún sobrevuela el estadio Kalifa, el mismo que días atrás visitaron Sorin y Gustavo Lombardi, la figura de la final, para cargarse de emociones, recuerdos y lágrimas.
En la tribuna, el jeque qatarí y Joao Havelange, el presidente de la FIFA, le entregaron la copa del mundo a Sorin. Ni la imaginación de un gran soñador hubiese creado esa noche inolvidable. En el campo de juego esperaba el resto del grupo con las medallas colgadas y el grito de “Dale campeón” empezaba a flotar en el aire, antes de guardarse en esa imaginaria cápsula del tiempo que espera, con paciencia infinita, que este grupo de futbolistas argentinos libere el rugido aliviador sin haber vivido jamás este mágico cuento futbolero.
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