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La marea xeneize en Río de Janeiro no tuvo premio: Boca perdió la final con Fluminense y quedó de frente a su realidad
Al equipo argentino no le alcanzó con el coraje para cumplir con su sueño recurrente: ganar otra vez la Libertadores
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RÍO DE JANEIRO.- Valentín Barco mira y no lo puede creer. Nicolás Valentini maldice. Darío Benedetto mastica bronca. Luis Advíncula sabe que su joya de zurda que sirvió para empatar la final de la Copa Libertadores no servirá, sin embargo, para levantar la Séptima. Por eso, se desploma. Edinson Cavani sale del banco de suplentes y le da un abrazo paternal a un compañero; un gesto de resignación. Boca cayó por 2-1 en esta ciudad y la alegría es toda brasileña: Fluminense es el mejor equipo del continente por primera vez en 121 años de vida.
Esta vez, a Boca no lo salvan las manos de Sergio “Chiquito” Romero, el mejor arquero de la Libertadores. Tampoco hay gol de Cavani como en San Pablo ante Palmeiras. En lugar de terminar defendiéndose, Boca termina atacando, volcado en el campo rival. Tira pelotazos, les provoca moretones a los defensores de Flu. El arquero Fábio se revuelca. Algún compañero revolea la pelota. No hay gol que mande el partido a los disparos desde los doce pasos. Por tercera vez consecutiva, Boca cae en el último encuentro, el decisivo: Corinthians (2012), River (2018) y Fluminense (2023). La Séptima tendrá que esperar.
Boca jugó buena parte del partido sin la intensidad ni el músculo que se necesita en este tipo de partidos. Fue superado por su rival en toda la primera etapa, y sólo se adelantó en el campo en la segunda parte, motivado más por el retroceso temeroso de Flu que por méritos propios. El equipo de Almirón apenas tuvo un remate de Miguel Merentiel en la parte inicial. El zapatazo de Advíncula, idéntico al que sacó frente a Colo Colo en Santiago en la fase de grupos, mandó la gran final a un territorio inhóspito, el del alargue. Hasta ese momento, el conjunto brasileño había sido el dominador absoluto de las acciones.
Los cerca de 32 mil hinchas que había dentro del estadio (hubo otros miles que no pudieron ingresar pese a tener su entrada en regla) fueron vitales para templar el ánimo del equipo xeneize. Boca fue Boca a partir de ese gol del lateral peruano. Consiguió la pelota, agrupó pases, encontró algunas veces a Cavani cerca del área rival y controló el trámite. Fluminense había demostrado ser más equipo, pero estaba aturdido. Quizás enceguecido por tener la copa tan cerca, y sin embargo tan lejos. Pudo haber resuelto el trabajo antes del alargue. Diogo Barbosa, tras una diagonal perfecta y un gran control, definió al palo más alejado de Romero y el partido se fue a la prolongación.
Todavía había vida para Boca, porque Fluminense no tenía piernas y su entrenador había movido el banco. Ni Marcelo, ni Felipe Melo (jugó 50 minutos) ni Ganso estaban ya en la cancha. Sin sus veteranos gladiadores, al flamante campeón de América le faltó coraje. Y a Boca le sobró. En fútbol estuvo varios cuerpos por debajo en la mayor parte del partido. Emparejó con agallas, gracias a una enorme actuación de Nicolás Figal, que se vistió de Marcos Rojo, fue el líder de la defensa y un poco más. El capitán sin cinta en Río de Janeiro.
La hinchada empujaba con la marea xeneize en el sector norte. El equipo sabe que a los hinchas no les puede pedir más nada después de la travesía que hicieron para verlos al pie del Pan de Azúcar, incluso sufriendo agresiones de la Policía militar carioca. Ese equipo, el de Cavani, Romero, Pol Fernández, Benedetto y compañía, fue absorbido por la escenografía de esta final. Precisó ver cómo el trofeo más importante del fútbol continental se le escurría de las manos para poner todo lo que no había puesto; para adelantarse en el campo; ¡para rematar al arco rival!
En el tiempo de prolongación se dio ese partido “de detalles” que Cavani había pronosticado en la previa. Porque fueron un par de jugadas puntuales las que sellaron la suerte de los xeneizes. Primero, el gol de Flu que puso el marcador 2-1: una gran jugada colectiva que John Kennedy terminó con un remate que terminó lejos del alcance de Romero. Hubo un gran pase de Lima, una buena habilitación de Keno y un certero remate final. El tiro que decantó la final hacia el club de Río. Sin embargo, el joven (21 años) y hábil delantero tricolor no usó el cerebro para festejar. Se fue hacia su tribuna corriendo, celebró con ellos y, tras la advertencia de los futbolistas de Boca, el árbitro Wilmar Roldán lo expulsó. Porque tenía una amarilla.
Boca estaba 11 contra 10 en la cancha y 1-2 por debajo en el marcador. Tuvo un gran mérito en estas dos horas de fútbol: nunca se dio por vencido. Se le podrá criticar su falta de fútbol, su dependencia del contragolpe o incluso el tiempo que demoró su entrenador en hacer cambios. No podrá reprochársele que no dejó todo. No alcanza con transpirar y correr para ganar (y mucho menos, para ser campeón de América). Mucho menos si el colombiano Frank Fabra agrede a Nino, capitán local. El defensor se quedó a vivir en su propia área. No se levantó ni aún cuando el árbitro le mostró la amarilla al colombiano de Boca. Buscaba que el VAR chequeara la jugada. Lo consiguió. Y la amarilla mutó a roja.
Los quince minutos del segundo tiempo del alargue tuvieron a Boca como protagonista. Con otros nombres (Saracchi, Taborda, entre ellos), con el mismo ímpetu. Y con idéntica falta de respuestas para encontrarle la vuelta al planteo del rival. Si la virtud del equipo argentino fue la lucha, la del brasileño fue la valentía: por más que Boca lo ahogara en la salida, siempre eligió salir jugando. Incluso después de perder varias pelotas y atragantar a los miles de simpatizantes que lo alentaron. El ADN de Flu es jugar a la pelota, aunque tenga que padecer en defensa. La primera Copa Libertadores de su historia termina siendo un premio a ese estilo.
Y eso que Almirón lo intentó como pudo. Puso al paraguayo Bruno Valdez de 9, como torre en el área. No impidió que Romero fuera a cabecear en la última pelota. Mandó a todos los futbolistas a atacar, a sabiendas de las grietas defensivas del rival. Pero Boca se acordó tarde. Pagó con la derrota su falta de juego en gran parte de la final. Ese partido soñado que sus hinchas (y sus futbolistas) jugaron tantas veces en sus cabezas, hasta hoy. Minutos después del pitazo de Roldán, el Maracaná es testigo de la alegría de unos y la tristeza de otros. Boca no quiere ni ver cómo su rival levanta la copa y se va al vestuario. La mitad del coliseo carioca está copada por el blanco, verde y rojo, los colores de Flu; los colores del nuevo campeón. De azul y amarillo, apenas el resto de las butacas. Vacías. Mudas.
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