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La madre de todas las finales, y con el VAR
Es el paroxismo del juego. Boca y River afrontarán su máximo choque desde sus orígenes comunes junto al Riachuelo. No es exageración ni sensacionalismo: el fútbol argentino acaba de entrar en una nueva era, porque después de la próxima final de la Copa Libertadores, la madre de todas las finales, nada en nuestras canchas volverá a ser lo que fue.
Se confirma el temor de muchos: el superclásico morirá. ¿Qué puede sobrevivir de él después de ser llevado a categoría tan suprema, lo que Cristian Grosso cataloga con justicia en la contratapa como "el duelo más volcánico de la historia del fútbol"? Esta final trazará la distancia más grande jamás medida entre ambos protagonistas y –a no dudarlo- el enfrentamiento no volverá a ser el mismo por décadas.
El duelo marcará el punto final de uno u otro, del Mellizo o del Muñeco (aunque probablemente Gallardo no dirija en ninguno de los dos partidos). El técnico del perdedor se volverá un fusible: tolerancia cero para la derrota. Y el VAR, la dichosa video-asistencia al referato, ofrecerá vastas posibilidades para ensuciar todavía más esta batalla por la supervivencia. No habrá piedad con los errores arbitrales. Todos y cada uno de los pliegues polémicos del juego serán discutidos con ardor. Una mecha en cada rincón del campo de juego. Basta imaginar qué sucedería en el territorio si con el VAR se anulara un gol en el arranque o se cobrara un penal en los minutos finales.
Arranca el miércoles próximo en la Bombonera, presumiblemente se definirá a fines de noviembre, en el Monumental. Pero la exasperación continuará eventualmente hasta la final del Mundial de Clubes, tres días antes de la Navidad. El abismo entre los que viajen a Abu Dhabi y los que no se volverá el más gigante de nuestra menuda historia deportiva. El resto del país decidirá si asiste impávido al choque, toma partido o se exilia en ámbitos no contaminados por el fútbol (si es que alguno, a esta altura, quedó en pie).
Boca y River no se enfrentan por Copa Libertadores desde la fatídica noche del gas pimienta, en 2015, cuando pareció haberse alcanzado el límite.
Pero no. El límite estaba aquí.
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