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La intimidad de la caravana del seleccionado argentino campeón del mundo comenzó en un micro en Ezeiza y concluyó abruptamente con helicópteros
En medio de una pasión ilimitada, los futbolistas salieron del predio de la AFA en un descapotable, recorrieron sólo 16 km en cinco horas y debieron ser evacuados por la vía aérea
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Salieron de Ezeiza por tierra y volvieron por aire. La vuelta olímpica a la ciudad del seleccionado argentino campeón del mundo quedó a mitad de camino. O mucho menos. El desborde de pasión en un día feriado hizo imposible completar la travesía de los héroes de Qatar 2022. La evacuación puso punto final a la recorrida luego de hacer apenas 16 km en cinco horas y algunas situaciones que encendieron las alarmas. Mejor poner un final abrupto que jugarse un pleno a la suerte cuando entre cuatro y cinco millones de personas buscaron su lugar en algún tramo de la ruta prevista y eso hizo imposible lo que ya parecía demasiado difícil concretar. La intensidad y el color superaron los límites de la imaginación en un martes inigualable en lo pasional que terminó con una pausa en la Escuela de Cadetes de la Policía Federal Argentina y parte del plantel subido a helicópteros.
Eran 11.18 cuando comenzó a moverse por las calles internas del predio que tiene la AFA en Ezeiza el micro descapotable ploteado con las imágenes de algunos de los jugadores, la copa, las tres estrellas y la leyenda de “Campeones del mundo”. Veinte minutos después, asomó por la rotonda, encapsulado por las motos de la policía federal. Eran tres unidades, en rigor, pero en la primera iba el plantel, el cuerpo técnico y otros que son parte de la intimidad del grupo, con sus camisetas, los gorros, algunos bombos, espumas, sombrillas, botellas de agua y hasta improvisadas jarras de diversos tragos. Imaginando lo que tendrían por delante, comenzaron a cantar “¡Si no gritamos todos, parecemos brasileros!”, al ritmo de Rodrigo De Paul, con su gorra invertida.
Enseguida, al ver lo que los rodeaba, abrieron todo lo grande que podían los ojos, se dijeron cosas al oído, sacaron sus teléfonos y comenzaron a tomar fotos y grabar. Nada de lo que se podía imaginar podía describirse. Cantaba Lionel Scaloni, mientras filmaba. Mostraba la copa Lautaro Martínez, muy cerca suyo. Enseguida, pese al susto de la madrugada cuando evitaron de milagro y con grandes reflejos unos cables que llegaron a volarle la gorra a Leandro Paredes, los mismos cinco jugadores volvieron a treparse al tramo pequeño de techo en la parte trasera, con Lionel Messi en el medio, ya portando el trofeo en sus manos, junto a De Paul, Ángel Di María y Nicolás Otamendi. Desde abajo les lanzaban banderas, remeras, peluches, regalos. Algunas cosas quedaban en el piso del micro, otras llegaban a devolverlas, junto a vuvuzelas y banderas que regalaban.
Pasó más de media hora hasta que el transporte abandonó sólo por un instante, casi el único, el paso de hombre en la autopista Ricchieri y las miradas ya no fueron sólo hacia abajo. Señaló hacia arriba Messi, mientras sostenía con la otra mano la copa con la que había amanecido en su cama y sus compañeros cantaban al ritmo de los fanáticos apilados junto al camino. Estaban al costado, pero también en los puentes colmados. Sentían, además, el zumbido de algunos drones que sobrevolaban cerca de sus cabezas. Alguno de los gestos de sorpresa puede haber sido, incluso, por ver que en medio de los festejos había autos al costado sin algunas de sus ruedas, robadas. Emocional y vandálica, Argentina tiene todo eso. Sobre todo en estos momentos.
“¡Que de la mano, de Leo Messi...!”, incentivaba desde un extremo de ese techito Otamendi, agitando su brazo derecho. En el otro extremo del micro, Scaloni saltaba como un niño. Si no pudo evitar llorar de emoción como tal en el estadio Lusail apenas se dio la consagración ante Francia en la final, menos iba a contener la alegría entre una algarabía nunca vista. Y faltaba mucho por ver. Bailaban Paulo Dybala y Papu Gómez, con lentes y con las medallas colgadas del cuello y relucientes en sus pechos. Dibu Martínez, con más vida en Inglaterra que en su tierra, flameaba una bandera y repetía: “Es la más linda del mundo, siempre estén orgullosos de donde nacieron, de este país, disfruten”. Le brillaban los ojos a Exequiel Palacios. El arquero tenía un muñeco con la cara del crack francés Kylian Mbappé que le habían lanzado.
Para algunos, menos expresivos, la procesión iba por adentro. La sonrisa de Ángel Correa, casi incrédulo por lo que veía, no cabía en su cara. Durante la caravana, mientras observaba a los hinchas correr a la par del vehículo, debe haber recordado más de una vez esa sensación de volver a verse adentro del plantel luego de haber quedado desafectado. Acaso por eso tiene otro sabor el sorbo que le da a una bebida. También para Thiago Almada, que buscó su teléfono en el bolsillo derecho e inmortalizó un recuerdo junto a Messi, con la copa al hombro, y Correa.
De frente a una ciudad y sus alrededores colapsados como nunca, con las calles, las avenidas y las autopistas convertidas en estadios a cielo abierto, el canto de los fanáticos contagiaba a los jugadores y viceversa. “¡Muchachos, nos volvimos a ilusionar!”, el hit argentino de Qatar 2022, retumbaba una y otra vez. Nahuel Molina y Cuti Romero auparon la copa, y asomó otra selfie. Y una más. Y otra. Observaban en sus teléfonos imágenes de la marea humana en el Obelisco y en los caminos. Algunos, los más grandes, sentían que avanzar en el camino planeado iba a ser una utopía, pero no había margen para desviarse de la emoción y el festejo. Aunque hubieran pasado más de tres horas y siquiera habían llegado a la General Paz, un tramo que habitualmente se recorre en media hora.
Saltan, cantan, bailan, aplauden, lanzan agua hacia la gente. Algunos van de un lateral a otro del micro para admirar toda la locura alrededor, en la movilización más grande que se haya visto en el país. El crecimiento demográfico y el avance de las telecomunicaciones hacen odiosas las comparaciones con otros momentos deportivos épicos. Ellos no piensan en eso. Se abrazan, les toma fotos el fotógrafo, los cuida el encargado de seguridad, se cruzan miradas cómplices. La intimidad del grupo va más allá del equipo. “¡Muchas gracias, Scaloni... muchas gracias, Scaloni!”, gritan a ambos lados, y los jugadores se pliegan. El DT sonríe. Por momentos, hasta se trepa en el techo.
Entre los futbolistas se van pasando la copa. También, los nuevos tragos que se sirven. Otamendi muestra su bebida como quien choca las copas. La gente le retribuye el gesto. Comparte esa bebida con Messi, con De Paul, con Di María y con Paredes, que se aferra a una camiseta de Boca que le arrojaron. La euforia se renueva por oleadas bajo el sol. Julián Álvarez y Franco Armani se unen a los cantos sobre uno de los bordes. Se les suma Gonzalo Montiel. Papu retoma el control del redoblante y resuena el “¡Dale campeón!”. La sonrisa de Enzo Fernández no cabe en sí. De pronto, todos saltan y el micro parece bailar. Lisandro Martínez y Guido Rodríguez agitan unas sombrillas. Marcos Acuña, Juan Foyth y Germán Pezzella se unen a la algarabía. Hasta el chofer no resiste la tentación y entona unas estrofas.
La General Paz se ve como una peatonal al tenerla en el horizonte luego más de cuatro horas. Pasar entre la gente requeriría de mucha prudencia. La ofrenda de la copa viaja al ritmo de la pasión popular y se desvía del camino original. El micro toma Avenida Larrazábal, con rumbo desconocido. “Ya volvimos a ser campeones, como en el ´86″, nace entre el río de gente. Desde el ómnibus se avala el cantito. Alexis Mac Allister, Nicolás Tagliafico y Gerónimo Rulli se miran incrédulos ante lo que ven. La temperatura aumenta y aparecen más gorros para protegerse del sol. Los sorprenden algunas bengalas y el humo. También la locura, cuando dos personas se lanzaron sobre el micro desde el puente. Cada vez están más lejos de llegar al Obelisco, en medio de una ciudad colapsada y con un desconcierto del que ya son ajenos los jugadores, aunque vuelvan a entregarse al compás del público.
Desde el propio micro, el presidente de la AFA, Claudio “Chiqui” Tapia exterioriza su enojo. “No nos dejan llegar a saludar a toda la gente que estaba en el Obelisco, los mismos organismos de Seguridad que nos escoltaban, no nos permiten avanzar. Mil disculpas en nombre de todos los jugadores campeones”, sostiene. Luego, deslinda de la responsabilidad a Sergio Berni, el Ministro bonaerense de esa área. Al bajar en la Escuela de Cadetes de la Policía Federal en Villa Lugano, unos helicópteros aparecen para tomar la posta.
En medio del caos, la incertidumbre avanza. Se bajan del micro y caminan unos metros hacia algunas de esas naves. Messi, Scaloni y Tapia sobrevuelan la ciudad. Son los primeros. No todos los imitan. Se pierden de la vista de los fanáticos. Regresan a sus hogares, como Messi y Di María, que arribaron en helicóptero a su Rosario natal. Pero el festejo sigue, en la intimidad del grupo campeón y en el canto y en la emoción de cada hincha que invadió las calles. La copa ya está en casa. Con la impronta argentina, en todos los sentidos.
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