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“Puerta 12″, la peor tragedia del fútbol argentino: la historia nunca contada de la dramática búsqueda de un hermano
El River-Boca del 23 de junio de 1968 terminó con una tragedia que le costó la vida a 71 personas; la historia de Julio Ferri, un chico de 15 años, una de las víctimas, en el recuerdo de su hermana Alicia
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“¡¿Dónde está mi hermano?!”, Alicia Ferri le pregunta por Julio a Carlos Saavedra, amigo que fue con él a la cancha; lo toma de los hombros. Él se desliza sobre la pared y cae al suelo. No contesta, está vivo de milagro y sigue paralizado. “Si se fueron juntos, ¿por qué no volvieron juntos?”, insiste ella. En ese momento llega su otro hermano, Luis, que con unos amigos habían ido hasta el estadio Monumental. Pero no tuvieron novedades. En esa calle de José León Suárez, como en tantos otros lugares de la Capital Federal y del Gran Buenos Aires, esa noche no se duerme.
Es 23 de junio de 1968 y en la radio habían anunciado que hace apenas unas horas ocurrió un desastre en la Puerta 12 del estadio Monumental. A la salida de un River-Boca que terminó 0 a 0. Le cuesta la vida a 71 personas.
Cerca de las 19 comienza la odisea de Alicia que, cansada de esperarlo, sale a buscar a su hermano menor, que solo tiene 15 años. Con Luis, su cuñado y un vecino salen en un Ford Falcón a recorrer hospitales, mientras que en la casa queda su hermana Stella Maris Ferri con su bebé, cuidando a papá Luis y a la espera de noticias.
En el Fernández, la imagen es desoladora. Frente a un portón negro grande, se ven en la entrada máquinas de café que ofrecen al entrar para amenizar el frío de la noche, decenas de madres intentan ingresar al lugar, para averiguar si allí están o no los hijos que no volvieron de la cancha. La desesperación y la falta de noticias las desborda. Algunas amagan con treparse por las rejas.
Entonces, llega el jefe de la Policía Federal. Con Juan Carlos Onganía como presidente de facto, el puesto quedó a cargo del General Mario Fonseca. A él sí le abren las puertas. A los familiares, no. De pronto, alguien encara a Luis, el cuñado de Alicia. “¿A quién buscan?”, les dice un agente. “A Julio Ferri. Ella es la hermana”, responde. “Pase usted. Sola”, ordena con más frialdad que la misma noche.
Alicia ingresa por un pasillo largo. En el fondo divisa unas puertas de madera grande, tipo vaivén. Hasta ahí la acompaña un policía. Después, avanza completamente sola. Entra en una habitación y en un segundo se percata de que comparte su soledad con uno, dos, diez muertos. Lo primero que ve, enfrente suyo, es a un señor morocho grande, que tiene el pecho abierto. Están tan pegados unos con otros que casi no hay lugar para que ella coloque la punta de sus zapatos entre cuerpo y cuerpo. Uno por uno, trata de reconocer a su hermano. Divisa, entre toda esa montaña, a un nene, también fallecido en el desastre del Monumental. No le da más de ocho años. Lo calcula porque el ancho de sus hombros mide la mitad del de los demás, todos muchachos jóvenes. Esa imagen no se la olvidará jamás. Entre el desinterés generalizado, la falta de asistencia y todo lo que vio en esa sala, sale desencajada del Fernández. La situación la marca para siempre.
La travesía continúa en el hospital Militar. “Acá están todos reconocidos”, les dicen. De allí los mandan al Tornú, en Villa Urquiza.. Ahí ve como les dan oxígeno a los heridos. Cama por cama, ella mira fijamente a cada uno, buscando a Julio. Recién entonces Alicia se percata de un detalle. La cédula de Julio había quedado en el bolsillo del blazer del colegio. Donde esté, su hermano es uno más de los varios NN de la triste jornada.
Desde ese hospital, entre la frustración y la desesperación, Alicia llama a su casa para informar las (pocas) novedades. La respuesta del padrino de su hermano mayor, que además es vecino y vive enfrente, la estremece de pies a cabeza: “No busquen más entre los vivos. Buscá entre los muertos”.
En los primeros minutos del lunes 24, el Falcon viaja de Urquiza a Belgrano. Del Tornú a la Comisaría 33ª. Allí hay al menos 35 cadáveres apilados en un patio interno que esperan ser reconocidos. Cada uno tiene un número pintado en el pecho. Alicia ingresa a paso firme. Su corazón late más que nunca. Un oficial intenta frenarla. La toma desde atrás, por los hombros. Con un movimiento rápido, se saca de encima esas manos, que solo se quedan sosteniendo el tapado. Ella corre por un pasillo que se le hace interminable.
Cuando llega al patio interno, cree reconocer a su hermano. Se acerca, pero no es. Julio es de tez bien blanca. Y este hombre es bien morocho. En realidad, está morado, y muy pisoteado. Pero algo le llama la atención. La camisa que lleva puesta es igual a la que tenía su hermano el domingo por la mañana, antes de irse para la cancha. Entonces, finalmente, cae en la cuenta de que, a pesar de estar irreconocible, ese es su hermano, la búsqueda termina. El NN identificado con el número 33 en el pecho es Julio Oscar Ferri. Su hermano menor.
Alicia sale corriendo de la comisaría. Nada ni nadie la detiene. Ni siquiera su cuñado, que mide casi dos metros. Casi sin mirar hacia los costados, cruza Cabildo y termina en un garage. Desde un teléfono público llama a su casa. Cuando alguien atiende, ella solo pronuncia cuatro palabras: “Lo encontré. Está muerto”.
Como se estila, a Julio lo velan en una habitación de su propia casa. La muerte por asfixia había hecho estragos. El primer cajón que traen los encargados de la cochería es chico y deben cambiarlo. Con 15 años, medía 1,85 metros.
El velorio es multitudinario. Todos en el barrio conocían a Julio. Nació y murió en el mismo lugar. Las coronas llegan hasta la esquina. La cantidad de flores es tal que tienen que traer dos carrozas para llevarlas al Cementerio de Chacarita. Todas las casas de esa calle colocan una corona en la puerta. Nadie puede creer que Julito esté muerto. Entre tantos otros, también dicen presente Carlos, el chico con el que fue a la cancha. Y también una chica, que hasta entonces nadie conocía y que toda la familia supone que era la noviecita.
Unos días más tarde, unos abogados se acercan para proponerle a la familia Ferri hacer juicio. “Yo no le voy a sacar plata a nadie por la muerte de mi hijo”, es la sentencia paterna. Años más tarde, destroza a hachazos un árbol medicinal (anacahuita), al que Julio con un alfiler le había tallado sus iniciales JOF. “Es una señal”, justifica el hombre.
La muerte de Julio derrumba a los Ferri. Alicia, que mide 1,70m, ya no quiere comer. Llega a pesar 52 kilos. Cada uno atraviesa la pérdida del adolescente como puede. Todas las noches, en esa casa lloran. Del dolor, prácticamente no cenan. Cada mediodía, en su pausa laboral para almorzar, ella se va hasta la Chacarita y se sienta frente a la tumba de su hermano, ubicada a unos 50 metros de su madre.
“Chica, váyase. No va a ganar nada viniendo todos los días”, le dice un sepulturero italiano que la ve una y otra vez. Ese primer año la pasa muy mal. Ve a un chico por la calle y llora. El hecho y todo el trauma de esa noche le demandarán a Alicia 10 años, antes de reponerse y, finalmente, ser madre de Maximiliano.
Papá Luis, genovés, se viene abajo por completo. La diabetes lo afecta y desde entonces cada aniversario lo termina internado en el Sanatorio Mitre. “Me pasé la vida pagando velorios”, dice el hombre. Y detalla: “En el 56, mi suegra. En el 60, mi suegro. En el 64, mi esposa. Y en el 68, mi hijo. Todos años bisiestos. No me mato porque tengo tres hijos más”, repetirá una y otra vez hasta que finalmente morirá, el 14 de mayo de 1984. Sí, también bisiesto.
Un 24 de junio, el mismo día que habían velado a Julio, pero de 2002, nace su nieto. Después de tantos golpes y tristezas, Alicia vuelve a asociar esa fecha con la vida y con una alegría.
El hincha de River que se hizo de Boca
“Julio Oscar Ferri era el menor de cuatro hermanos. Era delgado y alto. Tenía tez blanca y ojos celestes. No por nada le decían El alemancito”, detalla Alicia Ferri.
Luego de 53 años, desempolva una historia que hasta ahora jamás trascendió las fronteras de su familia y su círculo íntimo. “Tan sensible y suave era su piel que hasta la sarga de la tela interna del uniforme del colegio le generaba erupción. Nadie lo sabía, pero Julio acababa de ponerse de novio con una chica del barrio. Era una de las pocas que lo hacía reír, en medio de una vida que lo castigó sin piedad y desde pequeño”, relata con mucho detalle esta mujer que se jubiló como docente de la provincia de Buenos Aires.
“Cuando él tenía tres años, nuestra mamá, Julia Zulema Peralta, se enfermó de los riñones. Y ocho años más tarde se murió, a los 51″, explica Alicia.
La vida de Julio era la de cualquier pibe de 15 años, que proyectaba. Que en 1968 comenzaba a desplegar sus alas: “A pesar de la tristeza que le había provocado esa pronta pérdida, era un chico dulce, que adoraba a su padre y a sus hermanos. Durante la semana se entretenía armando planos en una carpintería en la calle Malaver, donde los dueños españoles lo trataban como a un hijo”.
La mujer destaca una habilidad de su padre: “Había sido quíntuple campeón argentino de Colombofilia (cuidado y adiestramiento de palomas) en San Lorenzo. Por eso, Julio se había hecho amigo de Carlos, el vecino con el que fue a la cancha. Juntos se ilusionaban con tener un palomar”.
Alicia aporta un dato revelador: Julio Ferri era inicialmente hincha de River. “Como su mamá y yo. Pero un día mi cuñado, el novio de Stella Maris, apareció por la casa con un disco con canciones de Boca. Y desde que lo escuchó, a sus 7 años, se hizo fanático xeneize.”
El 23 de junio de 1968, entre el apuro y la ansiedad que tenía por la que sería su segunda vez en un estadio de fútbol, dejó el plato sobre la mesa. “Tan emocionado se fue, que no probó el pollo que habíamos preparado para almorzar en familia, y que tanto le gustaba”, se lamenta Alicia. Esa misma pasión hizo que se olvidara su documento, que quedó guardado para siempre en el bolsillo del blazer que usaba para ir a la secundaria, donde cursaba tercer año.
Minuto de silencio y placa
Por primera vez, el 23 de junio fue día de luto en Boca. Por eso, en el club hubo asueto. En el predio de Ezeiza, en tanto, el plantel conducido por Miguel Ángel Russo realizó un minuto de silencio en homenaje a las víctimas.
Minuto de silencio del plantel de Miguel Russo en homenaje a las 71 víctimas de la tragedia de Puerta 12, a 53 años de aquel triste 23 de junio de 1968. pic.twitter.com/MERfpnzXVd
— Boca Juniors (@BocaJrsOficial) June 23, 2021
Finalmente, después de décadas de olvido, Boca colocó una placa en memoria de las víctimas de la Puerta 12. Está ubicada en el hall central de la Bombonera y lleva los nombres de cada uno de aquellos mártires.
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