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River-Boca: la crónica del papelón mundial del fútbol argentino
Habían pasado algunos minutos de las cuatro de la tarde, el Monumental a pleno sol se entusiasmaba con un cantito que termina en "vamos a matar a todos los bosteros" y, afuera del estadio, la turba destrozaba las ventanas del micro de Boca para que el capitán Pablo Pérez terminara en el hospital. El partido entrara en un limbo, aunque con una etiqueta ya indeleble: papelón mundial.
"Acá se pudrió todo", describió minutos más tarde un hincha de River ante un paisaje de botellas rotas, basura desperdigada y miles de hombre y mujeres errantes que oscilaban entre la mirada violenta y desconcertada. Todo, en la intersección de la avenida del Libertador y Lidoro Quinteros, la zona cero del partido que no fue.
Testigos del momento del ingreso del micro de Boca confirmaron a LA NACION que Carlos Tevez le dedicó el gesto de la gallinita a los hinchas de River que pugnaban por llegar al Monumental –muchos de ellos sin entrada-, mientras otros lanzaban besos. Más allá de la temeridad e inconveniencia de esos gestos, la situación estaba inflamada desde hacía rato.
Adentro de la cancha, la incertidumbre crecía. La señal de celulares era escasa o nula, pero aquellos que podían comunicarse con el exterior comenzaron a enterarse de lo que venía sucediendo afuera.
Eran las 15:00 cuando hinchas que tenían entradas para ingresar a la tribuna Centenario desde Libertador y Quinteros empezaron el tortuoso peregrinaje hacia el Monumental. Faltaban dos horas para el encuentro, pero los efectivos policiales se negaban a abrir los accesos, la masa de hinchas empezaba a acumularse frente al bloqueo de las vallas y la tensión subía.
En medio de insultos, apretujones y algunos gases lacrimógenos, la gente apenas podía dar dos pasos cada quince minutos rumbo a la cancha de River. La policía seguía sin dejar pasar. En esa cuenta regresiva, la efectivos de seguridad finalmente decidieron ceder frente a la presión de los hinchas y abrieron las vallas, pero fue allí cuando la situación se descontroló definitivamente.
Los agentes empezaron a tirar gente al suelo. Se vieron mujeres desmayadas, corridas e incluso muchos hinchas que perdieron su calzado al saltar todos los cordones de seguridad. Ya mucho más cerca del estadio, llegando a Figueroa Alcorta, sonaron las sirenas anunciando el paso del ómnibus de Boca.
Cuando la policía de la Ciudad vio la llegada del vehículo, arremetió con los escudos desde el segundo cordón y abrió camino entre la multitud. Muchos hinchas cayeron al piso, al tiempo que las vallas eran derribadas y se lanzaban gases lacrimógenos. La escena era dantesca.
En medio de ese caos, aquellos hinchas que tenían la entrada terminaron saltando los molinetes e ingresaron al estadio de un salto, frente a la resignación de quienes controlaban los accesos, una forma de descongestionar esa turba de gente. Los que no tenían tickets, que eran muchos, aprovecharon, por supuesto, para colarse.
Ese micro que había pasado a unos 40 kilómetros por hora ya tenía dos vidrios rotos. Un rato después, Pérez y Gonzalo Lamardo estaban en el hospital mientras el presidente de la FIFA, Gianni Infantino, se hacía cargo de hecho del caos del fútbol argentino liderando una reunión de dirigentes en el Monumental.
Jugar o no la final pasaba a ser el gran debate en los medios y entre los hinchas desconcertados en el estadio y ante los televisores. "Nos están obligando a jugar la final", denunciaba Tevez, mientras un hincha en un Monumental donde ya no había bebidas para vender y la sed cundía, recordaba un tema hoy muy lejano. "Imaginate si se jugaba con hinchas visitantes...". Mejor ni pensarlo.
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