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Coronavirus y el deporte: la crisis del fútbol que supera el efecto de las dos guerras mundiales
MADRID.– Una de las características más acusadas del efecto Covid-19 es su feroz ofensiva contra las certezas de este tiempo. La globalidad y las innovaciones tecnológicas crearon un marco de seguridad que se ha derrumbado en menos de cuatro meses. La cercana recesión económica tuvo efectos desastrosos, pero no cambió el modelo. En muchos aspectos, profundizó en sus defectos. Por decepcionante que fuera, se estableció una ruta. Nos parecía que los oráculos de la política y la economía tenían sentido. Daban la impresión de saber algo, pero ¿quién sabe algo ahora? ¿Quién se atreve a hablar de certezas? ¿Cómo y con qué seguridad se articula un futuro medianamente razonable, cuando la mitad del planeta está paralizada y en reclusión forzada? Nada escapa de una realidad desoladora. Tampoco el fútbol.
Andrea Agnelli, presidente de Juventus y de la Asociación de Clubes Europeos, organismo que siempre parece más atento a cuidar de los intereses de la élite que de los del grueso de equipos asociados, ha declarado que el fútbol se enfrenta con el momento más peligroso de su historia. Si la historia se remite a la corta distancia —aproximadamente 25 años— entre la irrupción del fútbol como gran fenómeno mercantil y el guantazo que acaba de recibir, Agnelli tiene toda la razón.
Esta crisis supera ampliamente el efecto de las dos guerras mundiales, por trágicos que fueran aquellos momentos. El fútbol salió indemne de esos conflictos. Cuando regresó a escena, era el mismo personaje de siempre. No había nada que cambiar. Su estructura era tan feudal como sencilla: lo gestionaban unos pocos y su dinero procedía directamente de la afluencia a los estadios. No dependía de televisiones, ni de patrocinadores. No existían más organismos que las federaciones y los jugadores estaban tan huérfanos de derechos que ni siquiera se les consideraba trabajadores. En el caso español no podían cambiar de equipo cuando finalizaban sus contratos. Eran esclavos de sus clubes. No hace tanto de eso.
Mantener esa estructura simple y vertical era fácil. La vocación del fútbol no radicaba en el beneficio económico. Ni era un negocio, ni lo pretendía. ¿Qué es el fútbol ahora? En el mejor de los casos un fabuloso entretenimiento universal, propiciado por unos gestores que distribuyen y venden una mercancía de primerísima calidad: la inagotable pasión de los seguidores.
A diferencia de los viejos tiempos, el escenario actual es de una complejidad laberíntica. El entramado lo articulan empresas, potentados, organizaciones nacionales y supranacionales, televisiones, patrocinadores, sindicatos de jugadores y, de una manera más o menos velada, los gobiernos. Al aficionado se le reserva un papel, el de consumidor, indispensable para la buena salud del negocio, pero irrelevante en las decisiones. Desde esta perspectiva, el fútbol no es una actividad diferente de la del resto del panorama mercantil, pero con alguna ventaja: su crecimiento ha sido exponencial.
La Covid-19 lo ha dejado tan desorientado y con tanta incertidumbre como a los demás. Nadie estaba preparado para este golpazo. Tampoco se sabe si habrá recursos, inteligencia y medidas adecuadas para reponerse en un territorio donde se adivina una casuística de fricciones legales que puede dividir y paralizar el fútbol.
Es un momento que producirá víctimas y que probablemente no se distinguirá por su justicia, pero que multiplicará su gravedad si no hay dirigentes capaces de sortear el shock y establecer con rapidez un eficaz libro de ruta para los próximos meses. Algo es seguro: este enorme drama servirá para medir la estatura real de unos dirigentes que han vivido con más comodidad que angustia las vicisitudes del negocio. Esto es otra cosa, un desafío brutal que requerirá tanta grandeza como ingenio en la respuesta. O eso, o el tenebroso paisaje que dibuja Agnelli.
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