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Jorge Almirón, en la revancha que no fue: perdió otra final de Copa Libertadores, ahora en Boca, y su futuro es una incógnita
El contrato del DT, que había caído en la final de la Libertadores 2017 con Lanús ante Gremio, vence a fin de año
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Jorge Almirón gesticuló, trotó, vivió en el cuerpo la tensión de la final. Dispuso cambios discutidos, como la salida de Valentín Barco para la entrada de Luca Langoni, la de Nicolás Figal para la de Bruno Valdez. Su Boca atacó decididamente sólo cuando estuvo en desventaja. Y no, no hubo caso, más allá del golazo de Luis Advíncula. Otra definición sudamericana perdida.
El director técnico sabía que la calificación a su ciclo sería una u otra sobre la base a lo que pasara en el mítico estadio Maracaná. La Copa Libertadores era absolutamente todo, lo imprescindible para que se llevara un aprobado muy grande. No un “10″: los vaivenes de su estadía hacían que la obtención de la anhelada séptima, insólitamente, no alcanzaran para exponer un pleno convencimiento popular. Sin embargo, siempre es la exigencia, y conquistarla iba a causar el enaltecimiento. Estuvo a un paso, pero no pudo con Fluminense, que lo derrotó por 2-1, y ahora su puesto parece en jaque. Es su segunda final perdida como entrenador. El anhelo xeneize sigue pendiente.
“Esta final es el mejor momento que un entrenador puede vivir”, había trasladado Almirón en la previa al juego en Río de Janeiro. La oportunidad de meterse en la historia boquense engrosaba la ilusión, pero la mochila que cargaba también era pesada. En su espalda había más de una década y media de frustraciones coperas de la institución, sumado a sus muy malas experiencias personales de los últimos años. Era una final y algunas cosas más.
El gol de Kennedy que le dio el título a Fluminense
Es que su estadía se inició en abril y, cuando parecía que determinados encuentros proyectaban un estilo mejorado y claro, todo fue embarrándose. Las lesiones, principalmente musculares producto del cambio de trabajos con este cuerpo técnico que sucedió a Hugo Ibarra y preparadores físicos que fueron variando, fueron una piedra en el zapato durante muchas semanas que atentaron contra el objetivo firme que el propio técnico había expuesto en su conferencia de presentación.
“El equipo o los jugadores se tienen que acostumbrar a repetir partidos, creo que lo pueden hacer. El jugador de Boca tiene que acostumbrarse a jugar cada partido como una final. Espero eso: que el equipo se pueda afianzar y repetir partidos”, mandó un mensaje no bien asumido en el cargo. Sin embargo, cuando tuvo –al menos- a la gran mayoría, él también alimentó los inconvenientes para armar un once ideal. Ya fuera por la inquietud de probar jugadores, sorprender en algunas formaciones a último momento o variar los esquemas.
Influyó aquello al obtener irregulares resultados a nivel local. Su equipo se destacó mucho más en los mano a mano (incluso los de Copa Argentina, a la que accedió a la semifinal que está pendiente ante Estudiantes) que en los compromisos por la Liga Profesional o la Copa de la Liga: entre los dos Torneos, su conjunto salió victorioso en doce oportunidades, cayó en once e igualó cinco partidos. Incluso, perdió los dos superclásicos que afrontó. Entonces, en las tribunas de la Bombonera siempre existió un desinterés por reconocer con aplausos a su mención desde el altoparlante. Aun cuando ya había clasificado a Boca a la final.
“La exigencia es muy fuerte. Es un sueño estar aquí. Espero, de a poco, ir mejorando el equipo, el juego y que los jugadores también se sientan bien. Son ellos los que después transmiten eso desde dentro de la cancha hacia la gente. Esperemos lograr eso en conjunto”, fue una de sus declaraciones la tarde de su bienvenida. Volver al comienzo es bueno: se puede analizar qué proyectaba y qué logró (o no). Evidentemente, nunca llenó al hincha, excepto en ráfagas de partidos o momentos.
Porque es un caso único. El hombre, de 52 años, generó un constante amor-odio. La primera connotación sólo apareció en las noches de Copa Libertadores. De hecho, todo el pecho que infló el hincha en estos meses tuvo que ver con lo que lograron los futbolistas (especialmente Sergio Romero y su poder para atajar penales en las definiciones), pero también lo hecho por Jorge Almirón.
Sus buenos trabajos tácticos, evidentemente, fueron importantes también para que Nacional, de Uruguay (0-0 y 2-2), Racing (0-0 en ambos cruces) y Palmeiras (0-0 y 1-1) fueran sus víctimas. No les ganó en los 90 minutos, pero tampoco le ganaron. Sin embargo, es un constante ida y vuelta: fue un arma de doble filo que también generaba una mayor obligación en la final de este sábado. O salía demasiado ganador o con el deseo popular (y dirigencial) de que sea eyectado de la dirección técnica. No había grises.
Tardó exactamente cinco meses en encontrar el equipo. Ese que lo representó en ambos desquites ante los paulistas y fue de memoria (a excepción de la suspensión de Marcos Rojo) a disputar la gran final ante Fluminense. “Yo tengo una idea, pero también tengo un equipo y jugadores de diferentes características. Yo me tengo que adaptar a eso, tengo que aprovechar las cualidades que tenemos”, aclaraba en su primer día. Así fue: el 4-3-3 predilecto para él, fue mutando al 4-1-4-1 para jugar con doble lateral por la derecha y, luego, por la izquierda, pero terminó con un 4-4-2 con el que encontró la manera de abastecer mejor a Edinson Cavani y aprovechar su química con Miguel Merentiel, además de integrar a los jóvenes (Cristian Medina, Valentín Barco y Ezequiel Fernández) que valoró.
También debió adaptarse a la ida de Alan Varela a Portugal, a lidiar con la permanente ausencia de Luca Langoni (cinco desgarros desde abril a octubre), a lamentar la rotura de ligamento y menisco de Exequiel Zeballos que lo dejó fuera del Maracaná e ir a Río de Janeiro sin Rojo le generó dolores de cabeza. No fue fácil tampoco llegar hasta donde llegó.
Almirón quería revancha. Había perdido en 2017 la final de la Copa Libertadores con Lanús ante Gremio. Ahora le tocaba con Boca ante otro brasileño: Fluminense.
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