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Jesús Méndez, entre vaivenes anímicos, y esa necesidad de aferrarse al fútbol
El volante se mueve a la par de los golpes que recibió en la vida; se volvió fundamental tras un duro golpe y ahora cayó otra vez en un pozo
Durante las primeras horas del 29 de enero de 2015, cuando su hermano Paulo Daniel decidió suicidarse, Jesús Méndez, que hoy cumple 32 años, pensaba en los detalles que abruman la rutina. El fútbol, las lesiones, los contratos, las cuentas que llegan todos los meses y, de pronto, sin buscarlo, quedaron expuestas ante semejante tragedia: fueron, durante esa semanas de tristeza, una serie de nimiedades, un arcón absurdo al que ni siquiera valía la pena espiar, la contracara de uno de los golpes más duros que tuvo que asimilar el futbolista que –como en 2010, cuando estaba en Boca– volvía a replantear su futuro profesional.
En medio de la pretemporada con Independiente, a Méndez se le movió el piso la mañana en la que su madre le contó la noticia. Pidió permiso y viajó a San Rafael para acompañar a su familia. Todo dejó de tener sentido. Se tomó dos semanas y, como si no tuviera más alternativas, se preparó para lo que vendría. Regresó a Villa Dominico a mediados de febrero y, aunque en sus primeras declaraciones negaba la posibilidad, sentía cómo el retiro soplaba cerca. Pocos meses después, antes de que terminara el primer semestre, fue el mismo Méndez quien sembró la duda. “Es difícil –dijo durante julio del año pasado– pensar en diciembre. No porque no quiera quedarme acá, sino por mi tema personal, por lo que me pasó y por el día a día”. La muerte de su hermano, las exigencias de su trabajo y la certeza de que ocupa un papel fundamental dentro de su familia lo llevaron a un estado de alerta. Y ante eso, una vez más, vislumbró en el retiro una vía de escape.
Pero antes de que llegara diciembre, el mes de la definición, hubo un partido que funcionó como combustible: el sábado 12 de septiembre, en el Libertadores de América, Jesús clausuró el duelo por la decisión de Daniel cuando, a los 36 minutos del segundo tiempo del clásico con Racing, que terminaría 3 a 0, Méndez conectó con el pie derecho un tiro libre estupendo, marcó el 2-0 parcial y detonó sus sentimientos: el recuerdo de su hermano lo hizo llorar. Todo lo que se había guardado durante meses estalló en ese momento.
Llegó diciembre y Méndez ya no pensaba en su retiro, sino en renovar su contrato con Independiente, que estaba a punto de terminar. Para Mauricio Pellegrino, por entonces su entrenador, era una prioridad: su alto nivel lo había convertido en una pieza clave dentro del equipo. En enero de este año, tras algunas negociaciones, firmó su continuidad por dos años y medio, decisión que los hinchas celebraron.
Pero el escenario, como su vida, cambió de eje una vez más: su nivel irregular y las preferencias de Gabriel Milito lo sometieron a un rol secundario. Si antes de la incorporación de Juan Manuel Sánchez Miño no estaba entre los titulares, hoy su panorama es incluso más complejo. Tendrá que ganarse un lugar a fuerza de buenos rendimientos porque salvo una sorpresa comenzará la temporada como suplente.
La carrera de Méndez, sin embargo, siempre estuvo atada a los opuestos: con una hoja de ruta un tanto particular, vistió seis camisetas, tres de ellas de equipos grandes del fútbol argentino. River, Boca e Independiente –además de Olimpo, Rosario Central y Saint Gallen, de Suiza– lo tuvieron entre sus filas. En los tres gigantes le pasó lo mismo: tuvo niveles de altísimo juego y momentos en los que encontró la indiferencia.
Si en el fútbol la estabilidad mental es determinante, Méndez es víctima de sus espasmos anímicos. Con un carácter retraído, que sobre el césped queda encubierto, el talentoso mediocampista vive como juega, como si lo hiciera de a ratos, con cambios abruptos: a veces en la cima, otras tantas en la intrascendencia.
Con la soledad de un bibliotecario, Méndez comunica más con sus gestos que con sus palabras. Cada tanto, como si no se animara a contar todo lo que siente, elige cubrir su piel con tatuajes, tal vez a modo de descarga. Durante cada entrenamiento sale con un pequeño bolso cruzado y con la mirada para abajo, como si quisiera evitar el contacto visual con cualquiera que se tropiece en su camino entre el vestuario y su vehículo. La timidez que lo acecha.
De esta manera, el mendocino, que hoy cumple 32 años, está una vez más ante un escenario desfavorable, pero no imposible de solucionar. Apenas un capítulo más de su extensa y particular carrera, ni por cerca nada tan complicado como lo que tuvo que superar la mañana del 29 de enero de 2015, cuando escuchó la voz de su madre que tenía algo para contarle.
jw/jt
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