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Italia '90 en el recuerdo: el "último Mundial" de Maradona y la premonición fallida de Bilardo sobre los "platos rotos"
Faltaban 44 días para el debut en el Mundial. El miércoles 25 de abril los relojes de Fiumicino marcaban las 19. La capital italiana recibía a la avanzada del seleccionado. Unos 50 minutos antes, el lugar ya era un hervidero de gente, fotógrafos y periodistas. La Madre Teresa llegaba desde Nueva Delhi. Enseguida abandonaba el aeropuerto. Lo mismo harían los argentinos. Roma, que cinco días antes había celebrado 2743 años de existencia, quedaba atrás.
Camerino, una amurallada aldea medieval rescatada del implacable paso del tiempo, en medio del verde intenso de suaves colinas, veía alterada la serenidad de sus angostas y zigzagueantes callejuelas. En el bucólico poblado se instalaba el plantel de 11 jugadores, sí, sólo 11, que dirigía Carlos Bilardo.
A 210 kilómetros de la Ciudad Eterna, a unos 60 del Adriático, Sergio Goycochea, Néstor Fabbri, José Luis Brown, Juan Simón, Pedro Monzón, Julio Olarticoechea, Sergio Batista, José Serrizuela, Ricardo Giusti, Edgardo Bauza y Jorge Valdano encaraban el comienzo del tramo final de preparación del seleccionado. De ellos, sólo tres, Simón, Fabbri y Batista, serían titulares frente a Camerún. El objetivo, a partir del 8 de junio, era la defensa del título conquistado en México 86.
Enseguida llegarían otras escalas. Era tiempo de definiciones. El margen de pruebas se reducía a cuatro amistosos. Viena sería la primera parada. Allí, finalmente, se reunieron los 22 integrantes del plantel. Sólo faltaba designar el tercer arquero. Sería Fabián Cancelarich. En la ciudad donde la vida es lo más parecido a un vals permanente, la orquesta estaba completa. Ni el mismísimo doctor Raúl Madero resistió el embrujo del Danubio. En el Scandic Crown Hotel, el médico del seleccionado revelaba sus dotes de pianista.
Horas después, el 3 de mayo, el empate en uno –gol de Jorge Burruchaga– con Austria se transformaba en un ensayo que no sólo conformaba al entrenador. También terminaba con una de sus dudas: Juan Simón sería el líbero.
A orillas de las verdes aguas del lago Thun, uno de los 1484 de Suiza, estaba la nueva parada. El 8 de mayo, la Argentina iba a jugar en Berna, ante el seleccionado local. Un escenario de jardines únicos, un telón de montañas con primaverales manchas blancas, vestigios de un invierno que ya era recuerdo, esperaba al equipo nacional. Pero Diego Maradona no ocultaba su fastidio con Bilardo.
"Y sí, un poquito enojado con el técnico estoy. No nos puede traer a un lugar tan tranquilo. Ni siquiera hay dónde comprar algo. Lo único que tenemos es un inmenso lago. ¿Qué les llevo a mis hijas? Sólo un litro de agua, que me lo van a tirar por la cabeza," se preguntaba con su característica ocurrencia en el lobby del Beatus Hotel, en Merlingen.
La imperturbable serenidad del lugar ya se había alterado. Pero como si necesitara desahogarse, apenas un par de preguntas abría paso a sorprendentes definiciones.
"Ya tengo decidido que éste será mi último Mundial, aunque no me lo crea ni mi mujer. Tengo contrato con Napoli hasta 1993. Después, quiero jugar en Boca, el mejor equipo del mundo, retirarme y dedicarme a mi familia", revelaba.
El cuasi monólogo del capitán ampliaba sobre su futuro: "Quiero construir mi casa en Buenos Aires y viajar con mi mujer y mis hijas. Creen que conozco todos los lugares y todos los países. Lo único que conozco son los hoteles. ¿Si voy a ser técnico? No, por favor".
Con el eco de las palabras de Maradona aún audible, la igualdad 1-1 con Suiza –gol de Abel Balbo– se transformó en un paso atrás. La armonía que asomaba en Viena, aquello que parecía el comienzo de la recuperación, en Berna volvía a abrirles las puertas a la incertidumbre y a insospechadas jornadas de tensión.
Con sólo dos amistosos por delante, en el viaje de regreso a Italia, ahora sí para establecerse en Trigoria, la selección despachaba pocas certezas, varias dudas y muchas versiones. Entre las últimas, una perdía consistencia rápidamente: finalmente, Ernesto Corti (River) no iba a ocupar el lugar de Sergio Batista, hasta ahí cuestionado y resistido sólo puertas afuera de la concentración romana. La otra sumaba credibilidad hora tras hora. Las miradas apuntaban a Jorge Valdano como el hombre que no seguiría en el grupo. Pero ése es un capítulo aparte del tormentoso camino rumbo al Mundial.
El 20 de mayo, la selección viajaba a Tel Aviv. Dos días después jugaría con Israel. El triunfo por 2 a 1 dejaba entrever algunos progresos y alentaba cierta esperanza. Maradona marcó el primer gol. El segundo fue de Claudio Caniggia, que increíblemente seguía siendo suplente en la consideración del entrenador. El conmovedor recorrido por la bíblica Jerusalén y la vista al Muro de los Lamentos calcaban los pasos de la cábala de 1986. Era hora de viajar a España para enfrentarse con Valencia.
El día previo al amistoso, el grupo recibía otro duro golpe. José Luis Brown se resentía de la lesión en la parte posterior del muslo izquierdo. Sin esperar la decisión de Bilardo, anunciaba que quedaba al margen de Italia 90.
Se despedía el defensor que, frente a Alemania, había abierto el camino al título en México 86. El que había jugado gran parte de la final con un dolor insoportable y el hombro derecho inmovilizado. El que no tenía club y había llegado a la titularidad por la enfermedad de Daniel Passarella. No hubo muchas palabras. Sí interminables abrazos, inimaginables en tiempo de coronavirus. Sí, un sentido agradecimiento. Brown sólo pedía seguir junto a los 22 compañeros que debían defender la Copa levantada en el Estadio Azteca.
El último eslabón de la cadena de amistosos previa al Mundial, mientras, daría señales premonitorias. El 1 a 1 –gol de Gustavo Dezotti– del 25 de mayo, ante el sensiblemente disminuido subcampeón español, marcaba el punto más bajo de rendimiento de la serie. El equipo mostraba su peor versión.
"Estoy muy preocupado", admitía Maradona. Dos semanas después, el mundo entendería a qué hacía referencia el 10 argentino. No era, precisamente, a la dolorosa herida en el dedo gordo del pie derecho, que le impidió entrenarse normalmente los días previos al debut. Mucho menos tenía que ver con que iba a ser designado embajador deportivo por el presidente Carlos Menem.
La radiografía de Bilardo era otra. "No estamos como en México; estamos un 30% abajo en todo", revelaba en su columna para LA NACION del 8 de junio, día de la presentación. Pero el entrenador no dudaba y anticipaba el fin de la racha que, desde Alemania 74, nunca había visto ganador al defensor del título en la apertura de un Mundial: "Nos hemos propuesto romper el maleficio y el que pagará los platos rotos será Camerún".
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