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Italia 90: por qué el peor Mundial fue el mejor Mundial de la historia
Los datos tiran para abajo cualquier apreciación. Sacuden la subjetividad. Esmerilan la nostalgia. El repaso de la previa es, cuanto menos, devastador. El prólogo de una tragedia organizativa, con escaso interés local y demasiada presencia política. Y el después tampoco ayuda: el impacto negativo de un juego apático cambió las reglas, provocó un quiebre en el fútbol moderno. El recuento deja trampas, insultos, bidones y patadas con alevosía que no respetaron ni a Diego Maradona, el jugador de época. El partido inaugural entregó la sorpresiva caída del campeón, pero también el uso desmedido de la fuerza. La final se discute hasta hoy. Ninguna Copa del Mundo registró un peor promedio de gol. Pero el recuerdo está ahí, vigente. ¿Puede el peor Mundial transformarse en el mejor Mundial de la historia? Lo emotivo, lo estético y lo cultural prevalecen sobre lo futbolístico. Italia 90 emerge como el Mundial inolvidable. Marcando un cisma en la memoria colectiva.
Fue la última copa del viejo mundo. La de los bigotes, las camisetas multicolores y los raros peinados nuevos. La de los fixtures de papel, las chapitas de una conocida gaseosa (en las que nunca aparecía la "n" de Mundial para ganar el premio mayor) y del fútbol por ATC, antes del arribo de los canales deportivos. La antesala a una implosión del mapa europeo: Alemania Federal fue el campeón en plena reunificación germana (Alemania Democrática se quedó a dos puntos de la clasificación en las eliminatorias) en un certamen en el que participaron Checoslovaquia (ahora República Checa y Eslovaquia), Yugoslavia (dividida en Bosnia, Croacia, Eslovenia, Macedonia, Montenegro y Serbia) y la Unión Soviética (fraccionada en Rusia y otros 14 estados). Todo cambió en los meses posteriores al Mundial 90, mientras nada cambiaba en la sede: Italia montó el torneo del glamour, del encanto. La especialidad de la casa potenciada por la pasión deportiva. Un Mundial despreciado por los puristas, pero destacado desde lo cultural. Resulta imposible olvidarse de la elegante mascota Ciao -un hombre tricolor con una cabeza de fútbol-, de "Un'estate italiana" -el himno oficial que marcó a una generación y que suena 30 años después en cada cita mundialista-, de la ceremonia inaugural que transformó el campo del Giuseppe Meazza en una imponente pasarela de moda, del show de los tenores Pavarotti-Carreras-Domingo, de la alegría africana en cada baile camerunés, de la épica maradoniana poniendo de rodillas al dueño de casa en el mismísimo Nápoles, de un álbum coleccionable Panini que se quedó con la última figurita de Diego -Upper Deck no lo incluyó en el de Estados Unidos 1994-, o de los festejos de Salvatore "Toto" Schillaci, el goleador sin marketing. Fue la Copa que construyó un puente entre lo antiguo y la modernidad. Una puerta al pasado.
Imágenes que tres décadas más tarde están disponibles en YouTube. No hay que hurgar demasiado en el archivo para encontrar aquellos instantes mágicos. Los ofrecen cuentas oficiales, como las de FIFA (durante las próximas semanas, Italia 90 marcará la agenda, con partidos y acciones interactivas), y varios rincones de coleccionistas amateurs. Y la fiesta inaugural es el material que domina la escena, con una previa de Argentina-Camerún entre marcas de alta costura, arte y algo de fútbol. Más allá de que en los días anteriores no había calor mundialista en la ciudad lombarda, epicentro de la moda y el diseño. Por entonces, y lejos del boom turístico futbolero posterior, los hoteles solo mostraban un 60 por ciento de ocupación hotelera y los taxistas, vestidos de Armani, no levantaban pasajeros. Pero esos aires de rutina e indiferencia fueron cambiando de dirección de cara a la presentación. Una ceremonia de media hora de duración con un envidiable menú: las voces de Gianna Nannini y Edoardo Bennato para "las noches mágicas" -entre camisetas de Huracán y banderas argentinas-; los desfiles con 160 modelos de Valentino (representó a América, con vestidos rojos y al ritmo bossa nova de Tom Jobim), Ferré (Europa, de verde), Missoni (negro, de África) y Mila Schoen (amarillo, Asia); la coreografía floral que acompañó al balón gigante de margaritas en el centro del campo y a las 24 pelotas con los colores de cada país confeccionadas por los artesanos de la toscana Viareggio, y el emotivo cierre desde La Scala de Milán, donde la orquesta dirigida por el maestro Ricardo Mutti interpretó el Va' Pensiero, de Nabucco, de Giuseppe Verdi. Arte en estado puro antes de las patadas de Benjamin Massing.
Con escenarios de una extraordinaria carga cultural (el fútbol viajó por sedes como Roma, Milán, Nápoles, Turín o Florencia, entre otras) y jugadores que se convirtieron en mitos (por fuera de Maradona, fue el Mundial de los "héroes" Sergio Goycochea y Claudio Caniggia, y en donde dijeron presente figuras como Lothar Matthäus, Rudi Voller, Míchel, Roger Milla -a los 38 años-, o Gary Lineker), Italia 90 se transformó en un torneo de culto. Ante la falta de creatividad y de buen fútbol (el promedio de gol fue de 2,21, el más bajo de toda la historia), las historias mínimas fueron parte de un Mundial que empujó el último gran cambio de reglas en el fútbol: el pase atrás de la última línea para que los arqueros tomaran la pelota con la mano ubicó a los guardametas entre los jugadores con mayor posesión del balón del equipo y llevó a la modificación mucho más dinámica que conocemos hoy. Aquel hábito perjudicaba el espectáculo, y la FIFA tuvo que reaccionar después de que el verano del 90 lo transformara en una estrategia insufrible.
Eso sí, si el inicio fue entre la moda y la música, el cierre no podía ser menor. La víspera de la final entre Argentina y Alemania, en Roma, tuvo a los tenores Luciano Pavarotti, Plácido Domingo y José Carreras, bajo la dirección de Zubin Mehta, en las termas de Caracalla. Un concierto único. "No nos dimos cuenta que esa noche creamos a Los Beatles para las personas mayores", lanzó tiempo después el promotor húngaro Tibor Rudas. La enésima imagen por fuera del fútbol que dejó el Mundial cautivó a los 6000 afortunados espectadores que pudieron acceder a las imponentes ruinas romanas y a los 800 millones de televidentes que siguieron la presentación desde 54 países. La despedida acorde para un mes que dejó un verano boreal inolvidable. El fútbol entrelazado con la cultura para que el frasco del peor Mundial futbolístico se transforme en el envase del torneo eterno. El triunfo de la magia.
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