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Italia 90. Postales de época: del giro menemista al fin del duopolio Estados Unidos vs. URSS
"Forse non sarà una canzone
a cambiare le regole del gioco".
* * *
El arte italiano, marca país, le puso poesía al comienzo del inigualado tema musical del mundial de 1990:"Tal vez no será una canción lo que cambiará las reglas del juego". Es cierto que la música no modificó las normas, pero sí había parámetros que estaban en proceso de transformación: el fútbol viraba hacia un espectáculo más entretenido, con retoques al reglamento, y la Copa del Mundo era disputada en un planeta en pleno cambio. La humanidad acababa de ver caer el Muro de Berlín y al poco tiempo presenciaría guerras y disoluciones de países. El mundo asistía a lo impensado poco tiempo atrás: el colapso de la Unión Soviética, durante casi medio siglo de Guerra Fría con la otra superpotencia, Estados Unidos.
Lo que no cambiaba tanto era el estado de emergencia de uno de los participantes del Mundial, la Argentina. Es cierto que, de tan recurrentes, las crisis hacen de la urgencia algo casi permanente en las pampas, pero la de aquellos tiempos era de las más bravas, las que en los gráficos económicos se salen de escala y quedan en las memorias de los protagonistas-víctimas.
¿Qué pasaba a mediados de 1990 en el país y en la Tierra? ¿Qué sucedía al margen de esas notti magiche que el fútbol le proponía como solaz a una población global absorta y un pueblo argentino que empezaba a respirar tras el enésimo ataque de nervios? Pues, comenzaban dos eras, nada menos. Con todos los crujidos y dolores que ello implicaba.
Cuando Carlos Bilardo y once de los 22 jugadores tomaron en Ezeiza el avión rumbo a Roma en la madrugada del 25 de abril, la República Argentina transitaba el primer mes de descompresión de una nueva hiperinflación. El último registro, de marzo, señalaba un aumento de precios de 95,5% mensual. O sea, lo que el 28 de febrero valía 1000 australes –aún no estaba vigente el peso convertible–, el 31 de marzo costaba 1955. Esa alza en 31 días es, por ejemplo, el doble de lo que subieron los precios en todo el 2018, un año de alta inflación.
Estaba muy fresco en la memoria colectiva el descalabro económico de 1989 que había repercutido en la política al punto de hacer renunciar al presidente: con el peronista Carlos Menem ganador de la elección del 14 de mayo, la transición hacia el 10 de diciembre se hizo demasiado larga y el radical Raúl Alfonsín dimitió para entregarle anticipadamente el poder, sin que completara el mandato el vicepresidente, Víctor Martínez. El ex gobernador riojano asumió el 8 de julio de 1989; a fin de ese mes, la inflación fue de 196,6%. Mensual, sí.
Era imposible calcular siquiera a corto plazo. Los sueldos eran pagados quincenalmente y existían plazos fijos a ¡7! días. Las tasas de interés eran, por supuesto, estratosféricas: 400% anual. Pero resultaban poco, casi nada, respecto a la inflación interanual que se registró poco más tarde, en aquel marzo de 1990: 20.265,4%, según Datosmacro.com. Es decir, lo que costaba 1000 australes el 31 de marzo de 1989, estaba a 203.654 el 31 de marzo de 1990.
A esa altura, Menem, y la Argentina, tenían su tercer ministro de Economía en diez meses (Carlos Roig murió a los cinco días de asumir y Néstor Rapanelli duró cinco meses). Tras la híper de mediados de 1989 se había desatado la de comienzos de 1990, que el Plan Bonex (bonos externos) de fin de año no había alcanzado a evitar. Mediante el Bonex, el Estado se quedó con el dinero de los plazos fijos que superaban el millón de australes, unos 512 dólares, porque el Banco Central no podía afrontar los 3.000.000.000 de dólares de vencimientos de esa inversión. A cambio, entregó bonos (atados al dólar y respaldados por el BCRA) a diez años, que fueron un buen negocio... para quienes pudieron esperarlos hasta 1999. ¿El objetivo? Afrontar deudas fiscales y sacar dinero del mercado para domar la inflación. Tardó, pero lo logró: la suba de precios en abril, el mes en que partieron Bilardo y sus adelantados hacia Italia, fue de apenas 11,4%, y en diciembre siguiente ya estaba en 4,7%. Fuera de los estándares de un país normal, e incluso muy alta para Argentina, pero un bálsamo respecto a la vivencia reciente. Claro que el costo fue la injusticia del perjuicio a los ahorristas y la nueva mancha en el prestigio y la credibilidad del Estado en cuanto a honra de compromisos.
Ocho días antes de la salida de Ezeiza, el seleccionador nacional había estado reunido con el presidente. "Bilardo es el mejor del mundo", lo exaltó ante la prensa un Menem que no parecía estar sobrepasado por el angustiante contexto económico, y que incluso hasta practicaba deportes (fútbol, básquetbol) no sólo con público, sino además televisados. Aficionado al fútbol como pocos primeros mandatarios, el fanático hincha riverplatense, que desistió de seguir pidiendo a Ramón Díaz para el equipo nacional cuando supo que Diego Maradona se oponía, viajó a Milán para asistir al estreno del campeón mundial. En la víspera visitó al plantel cuando éste hacía el reconocimiento del estadio Giuseppe Meazza, y al día siguiente acudió a la inauguración. La Argentina perdió inesperadamente contra Camerún (1-0), en lo que Bilardo consideró un papelón.
Ese día, 8 de junio, Menem cumplía once meses como presidente. Y cumplió el año el día en que el seleccionado sufrió su restante derrota en el Mundial, otro 1-0: la final con Alemania. Pero el riojano no estuvo en el Olímpico de Roma. Sí recibió al equipo subcampeón en la Casa de Gobierno a las pocas horas."De Ezeiza a Casa Rosada tardamos cinco horas. La gesta deportiva es aprovechada políticamente; todos los gobiernos quieren sacar provecho de eso. Pero dura poquito; no creo que tenga tanta influencia en el ánimo de la gente", recuerda ante LA NACION Juan Simón, el mejor futbolista albiceleste a lo largo de Italia ’90.
A esa altura, faltaban casi cinco meses para que ocurriera el último alzamiento militar, el que encabezó el coronel Mohamed Alí Seineldín el 3 de diciembre de 1990, que incluyó combates de fuego en plena Buenos Aires. La insurrección sería sofocada a las pocas horas y cerraría una serie de cinco incidentes castrenses en menos de cuatro años, derivados de los tumultuosos setentas y comienzos de los ochentas: en la Semana Santa de 1987 se había rebelado el teniente coronel Aldo Rico, en Campo de Mayo; a los pocos meses, en febrero de 1988, el mismo oficial se había sublevado en Monte Caseros, Corrientes; a fines de ese año, en diciembre, Seineldín había liderado un episodio en Villa Martelli, y en enero de 1989, también durante la presidencia de Alfonsín, el Movimiento Todos por la Patria (MTP) había intentado tomar el cuartel de La Tablada, recuperado al día siguiente por el Ejército y la policía. Aquel de los carapintadas en el Regimiento 1 de Patricios y el Edificio Libertador sería el único levantamiento durante la gestión de Menem.
La llegada de 1991 abriría una década mucho más serena. Ese año apareció la convertibilidad (10.000 australes equivalieron por ley a un dólar), que mantendría a raya a la inflación durante un decenio, con el peso convertible desde 1992. A esa altura ya estaba avanzado el proceso privatizador de grandes empresas del Estado, como las de energía, transporte, agua, telecomunicaciones y televisión. Italia ’90 encontró a la Argentina en los albores de una era. De estabilidad, modernización de infraestructura y tecnológica e inversión, para unos. De destrucción de la industria, corrupción y entrega del patrimonio nacional, para otros. Con diversas anchuras y profundidades, grieta hubo siempre. Y la habrá.
El mundo se abría a un nuevo orden
¿Y qué sobrevenía en el resto del planeta mientras los muchachos de Bilardo intentaban defender la Copa Mundial de FIFA? Otro amanecer de una era. El fin de la Guerra Fría, el tiempo de una única superpotencia, el desplome de una ideología política que gobernaba a muchos millones de habitantes. Aún faltaba algo de tiempo para la globalización, aunque ya se estaba camino a ella.
Estaba fresco el derrumbe del Muro de Berlín, de noviembre de 1989. La onda expansiva de los escombros en caída puso fecha de caducidad al Pacto de Varsovia, un acuerdo de cooperación militar entre casi todos los países de la Europa oriental: Alemania Democrática, Polonia, Checoslovaquia, Hungría, Bulgaria, Rumania y Unión Soviética, con predominio político de ésta (Albania se había retirado del acuerdo en 1968 y Yugoslavia, aunque no firmante, estaba en cierto modo bajo la órbita soviética). Y el Mundial en la península itálica fue el último que supo de una Alemania Federal, de Checoslovaquia y de Yugoslavia. Ninguno de los tres estados llegaría como tal a Estados Unidos 1994.
Desde el desmoronamiento de la pared berlinesa construida en 1961, los germanos tardarían diez meses en borrar la frontera y convertir en una sola nación a la República Federal Alemana (la occidental, campeona en el Olímpico de Roma) y la República Democrática Alemana (la oriental). Ochenta y siete días después de que Lothar Matthäus, nacido cuatro meses antes que el Muro, levantara la copa ante la Argentina, el 3 de octubre volvió a haber una única Alemania. A los del oeste les costaría un buen esfuerzo y bastante tiempo tirar del lastre de sus hermanos del este, que venían de ser un tercio de productivos que ellos. Pero la fusión al cabo de 45 años, aunque aparatosa en lo burocrático y lenta en lo económico, terminaría siendo todo un éxito, hasta convertir al país en la locomotora económica de Europa con sus 82.000.000 de habitantes y su potencia industrial.
El nuevo escenario político internacional de entrada a la última década del siglo XX no fue equitativo al reacomodar las piezas del tablero europeo. Así como a los teutones les asignó la unificación, a otros pueblos los separó. Checoslovaquia (cuartofinalista en aquel torneo, con Tomas Skuhravy como referente, eliminada por el campeón) tuvo ese año, tras 44 de monopolio del Partido Comunista, su primera elección de autoridades con más de una fuerza política. Checoslovaquia permaneció dos años más como esa fusión antinatural que había surgido tras la Primera Guerra Mundial, y el 1 de enero de 1993 se desintegró para volver a ser lo que antes de aquel conflicto: Chequia y Eslovaquia, cada una con su etnia. La escisión tuvo sus tensiones políticas, pero ningún disparo, y bajo el liderazgo del presidente Václav Havel, un dramaturgo anticomunista que no se opuso a los reclamos eslovacos de libertad y autodeterminación, el proceso de independencia se dio en buenos términos.
Otro cuartofinalista, otro fuerte dirigente y otra separación tuvo la historia de Yugoslavia, despedida en aquel mundial –a pesar del incipiente brillo de Robert Prosinecki– por la Argentina en la serie de penales que hizo famoso a Sergio Goycochea en Florencia. Pero a diferencia del civilizado desenlace checoslovaco, el yugoslavo fue terrible: muerto en 1980 Josip Broz, el mariscal "Tito", gran unificador de etnias y líder autoritario a la vez, el ambiente político fue espesándose y en 1991 comenzaron las guerras yugoslavas, que duraron unos diez años y transcurrieron entre mucho odio y atrocidades. Y lo que era un estado terminaría siendo seis: Serbia, Croacia, Eslovenia, Montenegro, Macedonia y Bosnia-Herzegovina; aún hoy Kosovo proclama una independencia respecto a Serbia que muchas naciones no reconocen.
No sólo en los Balcanes hablaron las armas en aquel tiempo. Medio año después de Italia ’90, otro protagonista del certamen, Estados Unidos (penúltimo entre los 24 participantes), libraría en enero de 1991 por iniciativa del presidente George Bush (padre) la Guerra del Golfo Pérsico, a la cabeza de una enorme coalición internacional que incluyó a la Argentina. La operación, resuelta en apenas seis semanas, expulsó a Irak de Kuwait, país al que había anexado. Más pequeño que, por ejemplo, la provincia de Tucumán, Kuwait era riquísimo en petróleo, y muchos de sus pozos fueron incendiados en su retirada por los iraquíes, que además habían atacado a Israel. La nación invasora era gobernada por Saddam Hussein, que volvería a encontrarse con las fuerzas estadounidenses 12 años más tarde, en la Guerra de Irak, en la que fue tomado prisionero y, más tarde, ejecutado en territorio de su vencedor.
A todo esto, ¿en qué andaba la Unión Soviética, mientras iban cortando lazos sus socios de Europa del Este? Cuando en 1985 Mikhail Gorbachov instrumentó la perestroika (descentralización económica e incipiencia de mercado libre) y la glásnost (apertura política), quizás sin saberlo puso una fecha de vencimiento al primer estado que abrazó el comunismo. En fútbol la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) era un habitué de los mundiales; el de Italia fue su tercero consecutivo (en aquella época, con menos participantes, conseguir la clasificación era más difícil que ahora). En política era un peso muy pesado, pero anquilosado, cuestionado y desbordado por la oleada internacional que pedía apertura. La presión externa era cada vez más difícil de resistir.
El 6 de junio de 1987, Ronald Reagan había pronunciado su célebre discurso en la berlinesa Puerta de Brandeburgo: "Secretario general Gorbachov, si usted busca la paz, si usted busca la prosperidad de la Unión Soviética y de la Europa oriental, si usted busca liberalización, venga a esta puerta. Señor Gorbachov, abra esta puerta. Señor Gorbachov... Señor Gorbachov: ¡derribe este muro!", había dicho entre vítores el presidente estadounidense. Lech Walesa, un gremialista de derecha distinguido con el premio Nobel de la Paz en 1983, reclamaba libertades en Polonia desde el comando de Solidaridad, el primer sindicato libre de su lado de la Cortina de Hierro, y el 9 de diciembre de 1990 llegaría a la presidencia de su nación. Otro polaco, siempre vestido de blanco, jugaría su papel desde el país más pequeño del mundo –encerrado por la Roma de aquella final mundialista de fútbol– y también alzando su voz en sus numerosos viajes internacionales: Karol Wojtyla, el papa Juan Pablo II.
Otrora férreo, el estado soviético se extinguió el 21 de diciembre de 1991. Rusia, Ucrania, Bielorrusia, Moldavia, Azerbaiján, Armenia, Turkmenistán, Tadyikistán, Kirguistán, Uzbekistán y Kazajistán, es decir, once de sus quince repúblicas, firmaron su disolución para convertirse en países independientes; Estonia, Letonia, Lituania y Georgia no la rubricaron porque alegaban haber sido anexadas a la URSS contra su voluntad. De todos modos, los firmantes se avinieron a un paraguas supranacional que los mantendría ligados, la Mancomunidad de Estados Independientes (MEI). Gorbachov no estuvo de acuerdo con ello, pero no pudo hacer y renunció a los cuatro días, en Navidad, a un cargo que, ya sin Unión Soviética, no existía.
La transición política y administrativa no fue instantánea, y eso incluyó al deporte: en la Eurocopa Suecia 1992 participó el seleccionado de fútbol de la MEI, y en los Juegos Olímpicos Barcelona ’92 los atletas ex soviéticos, salvo los bálticos (lituanos, estonios y letones), compitieron bajo bandera de la MEI, que figuró como "Equipo Unificado" y quedó primera en el medallero. Ya desde 1993 cada república tuvo sus propios equipos en los diversos deportes, como Rusia en el Mundial Estados Unidos ’94 (18ª entre 24 contendientes).
* * *
Está claro que no fue una canción lo que cambió las reglas del juego en el planeta durante Italia ’90 y alrededores. El mapa político pasó a ser muy diferente al de esas bipolaridades Occidente-Eurasia, OTAN-Pacto de Varsovia, capitalismo-socialismo, Estados Unidos-URSS que habían regido por 45 años. Faltaba un cierto tiempo para que se perfilara otra oposición de superpotencias, porque China aún no estaba lista para plantar cara a Washington. Pero no restaba mucho para que la humanidad ingresara a otro escenario disruptivo, mucho más influyente en la vida cotidiana y en lo cultural, más horizontal en jerarquía: Internet. El primer servidor fue creado ese mismo año, 1990. Pronto el correo electrónico, las redes sociales, el conocimiento y el entretenimiento estarían al alcance de la mano para gran parte de la población global. Las reglas mundiales del juego cambiarían cada vez más rápidamente, y sus legisladores se volverían cada vez más difusos.
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