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Italia 90. Argentina-Italia: "Leones en el San Paolo", la noche en que la selección ganó su propia final y enterró a un país
"Fue el vestuario más feliz de nuestras vidas". A Jorge Burruchaga le sale así, directo, sin revolver en los estantes de su memoria. Su cabeza retiene hasta los detalles ínfimos de "una hazaña". Se acuerda de qué pensó antes de patear su penal, evoca la charla previa de Carlos Bilardo, "la mejor que nos dio en todos esos años", escucha otra vez el silencio final del San Paolo, vuelve a lanzarse con Goyco para atajar el tiro de Serena… Y se alumbra con la alegría desbordante de Maradona, profeta en su tierra napolitana. "Fue una hazaña", le repite a LA NACION en la quietud obligada de su casa por mandato del coronavirus. "Ganarle a Italia una semifinal de un Mundial de visitantes, después de todo lo que nos habían menospreciado… En mi podio de mejores momentos no llega a ser como la final del ‘86 pero está ahí, pegadito. Los italianos nos tocaron las fibras, el corazón, el orgullo… Nos inflaron como leones", se pone en la piel del muchacho de 27 años que era aquella noche del martes 3 de julio de 1990.
Al calor del verano italiano, la selección argentina se tuvo que arrastrar para llegar a la cita después de haberse salvado por poco de la eliminación contra Yugoslavia. Burru, el 7 bravo del equipo, enumera: "Llegamos al Mundial sin que el Gringo Giusti pudiera jugar los primeros partidos por un problema en la pantorrilla; sufrimos la fractura de Nery (Pumpido) contra Unión Soviética en el segundo partido; Ruggeri con pubalgia, que casi lo operan antes de jugar contra Brasil; Diego con el tobillo a la miseria… Pero como dijo él, que era nuestra bandera: el rival iba a tener que sangrar para sacarnos".
—¿Cuál era aquel Burruchaga?
—Yo en ese momento estaba en mi plenitud anímica y emocional, pero no física. Había tenido dos operaciones después de México ‘86, de ligamentos cruzados, en el ‘87 y el ‘88. Jugué la Copa América del ‘89 muy justo, y llegué a Italia a un 80 por cientos de mis posibilidades. Encima tuve un tironcito diez días antes del debut. No iba a jugar contra Camerún, pero un día antes del partido el loco Bilardo y el doctor me llevaron a correr una hora. Me molestaba por momentos, y en otros no. Jugué con una muslera, que era raro. Me arrastré de entrada, pero por el deseo de estar, jugué los 7 partidos. Eso también es un Mundial. En el ‘86 no hubo ni un calambre, nada, nada".
Así y todo, los sucesivos tropezones dejaron a la selección campeona del mundo en un escenario que a los jugadores les resultó ideal: tenían que ganarse contra los locales el boleto para la final de Roma.
En los días previos, una sensación se les fue haciendo cuerpo en la concentración de Trigoria, en las afueras de la capital: ya los daban por muertos. Italia se preparaba para sellar el ticket en Nápoles ante un rival disminuido. "Nos agredieron tanto, se burlaron tanto, que nos motivaron. Esto que se ve de Jordan ahora, en el documental, me lo recuerda: él se agarraba de pequeñas cosas para motivarse, y a nosotros nos pasó igual. Ellos declaraban como si ya estuvieran en la final. No respetaron que enfrente estaba el campeón del mundo. Y en la conferencia de prensa del día anterior, Diego les dice a los napolitanos: ‘Piensen que mañana los italianos van a querer que ustedes sean italianos, pero cuando pase el partido los van a volver a tratar como napolitanos’. Por algo pasan las cosas, por algo nos tocó jugar el partido justo ahí, en la tierra de Diego", evoca.
—Ustedes tenían que compensar con la cabeza lo que les faltaba en el cuerpo…
—Esa tarde, antes de salir para el estadio, Bilardo nos juntó a Diego, Oscar (Ruggeri), Giusti y a mí y nos dijo: "Me dice Madero que están con dolores, que no están para jugar". Yo le contesté: "Tenemos los dolores de siempre, ¡pero cómo no vamos a jugar!". Carlos nos dio una de las mejores charlas que hayamos tenido con él, y entramos convencidos, confiados. Nos explicó cómo iba a ser el partido, nos dio indicaciones simples, nos colocó a cada uno en el lugar exacto…
Burruchaga tenía en Nápoles un buen antecedente: en el San Paolo había anotado su único gol en el Mundial, contra Unión Soviética, para sellar un 2-0 necesario tras el desastroso debut del equipo ante Camerún. Pero esto era otra cosa, una adrenalina diferente. "Jugamos un partido bárbaro, el mejor del Mundial. Tendríamos que haber ganado antes de los penales. Ellos se sorprendieron de cómo estábamos rindiendo. Y el estadio jugó su parte: al principio gritaban mucho pero después hubo momentos de silencio. Eso pasa en fútbol, si el de adentro no te da nada, el hincha no te va a alentar todo el tiempo. Estaban como atados. Y no es fácil salir de esas situaciones. Nosotros lo veíamos. ", revive.
Argentina dominaba, pero Italia ganaba por el gol de Salvatore Schillaci, el capocannoniere del Mundial. En el segundo tiempo, el saltito de Caniggia, la peinada hacia atrás y el manotazo al aire de Zenga terminó de instalar el pavor en el país: estaban 1-1. "Cuando las cosas se dan tal cual te las dijo el entrenador, vos vas ganando confianza, crecés. Y pasó eso. Todo lo contrario les ocurrió a ellos", compara.
Así fue el partido
Para cuando llegaron los penales, la tabla de la autoestima se había dado vuelta. ¿Qué se hace? ¿Qué se dice en un momento así? "El que elegía los penaleros era Pachamé, que en esa función nunca había perdido una definición. Cambió al Vasco (Olarticoechea) por Pedro (Troglio). Arrancamos Serrizuela y yo, igual que en el partido anterior. Nos sorprendió que eligiera al Vasco, un poco nos reíamos. Teníamos confianza… Y a Goyco agrandado: había sacado los penales contra Yugoslavia cuando estábamos perdiendo la definición y prácticamente subiendo al avión para volver al país".
—¿Tan tensa es esa caminata desde la mitad de la cancha antes de patear?
—Ahora estas definiciones se viven con más dramatismo, en aquel momento no era tan así. No solo por los partidos, también por todo lo que nos rodeaba. Recuerdo que durante el mes yo estaba solo, sin nadie de mi familia. Eran los mundiales de los no celulares. No había la efervescencia y la locura de los mundiales de estos tiempos. Me hubiera gustado vivir lo de ahora, pero a veces pienso que que transitarlos como lo hacíamos nosotros era mejor para los jugadores. Pero volviendo al penal, yo iba confiado, convencido de que lo iba a meter. Mi costumbre era esperar que el arquero se moviera y recién ahí elegir el lugar. Yo pateé igual los dos penales. Acostumbraba a mirarlos antes de patear, y los dos se movieron hacia mi derecha. Por eso no busqué esquinarlo tanto. El tano (Zenga) era peor que el yugoslavo (Ivkovic), se tiró cuando a mí me faltaba un metro para llegar a la pelota. Se entregó. El yugoslavo, que le atajó a Diego, era más largo.
Enseguida vinieron las nuevas atajadas de Goycochea: "Te esperaba, no se movía hasta que pateara el rival. Tenía una fuerza de piernas terrible. Los dos que atajó esa noche fueron así: llegaba adonde otro no podía. El de Serena, el último, fue impresionante", describe las proezas de su compañero. Fue el pie a la clasificación, la euforia, a algún revoleo también: "Zenga nos quiso prepotear en el túnel y lo tuvimos que frenar al Negro Monzón porque lo acogotaba", se ríe. Y enseguida sobrevino una sensación masticada sin palabras, un cruce de miradas cómplices en el hervor de ese vestuario inconmensurablemente feliz: ganar la final iba a ser una misión poco menos que imposible. "Nos echan mal al Gringo, a Cani le sacan esa amarilla increíble por una mano en la mitad de la cancha, amonestan al Checho y al Vasco: eran cuatro bajas para la final. Averiados Oscar y yo, con dos suplementarios jugados en tres días… Así y todo, nos ganaron la final con un penal que no fue y con un penalazo a Calderón no cobrado. Llamésmoslos ‘errores’", ironiza.
Pero enseguida pega la vuelta y se enfoca otra vez en la noche feliz. "Dejamos todo el tanque en ese partido, nos habíamos bancado demasiado. Al rato volvimos en ómnibus los 250 kilómetros hasta Roma, teníamos una alegría increíble. Diego estaba incluso un poco más contento que todos, habíamos ganado en su casa. La ruta era un desolación tremenda, el país estaba arruinado. Llegamos a las 3 de la mañana. Nuestra final fue esa, la del San Paolo", se queda abrazado a esa imagen. La de un estadio al que Burruchaga nunca más volvió. ¿Para qué?
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