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Indonesia: tragedia en un estadio de fútbol
Los jugadores de Arema piden disculpas. Acaban de perder 3-2 el clásico ante Persebaya Surabaya. El estadio Kanjuruhan, desbordado por cuarenta mil personas, está que arde. Algunos hinchas pasan las rejas. Los jugadores escapan hacia el vestuario. Hay cerca de tres mil hinchas dentro del campo. La policía ataca con gases lacrimógenos. El aire es irrespirable. Los hinchas corren para refugiarse hacia los vestuarios. Algunos de ellos mueren en brazos de jugadores de Arema. La novia del arquero brasileño Adilson Maringa ofrece su teléfono a una niña para que llame a su familia. La niña no responde. Tiembla. Otro hombre está duro. No puede doblar sus piernas.
En la tribuna se desesperan para salir del estadio. Pero la puerta 11, de apenas dos o tres metros de ancho, es una trampa mortal. Hay escenas desgarradoras. Un joven abre bolsas con cadáveres buscando a su familia. Alfiansyah, primera vez en la cancha, pierde a sus padres. Queda huérfano. Tiene once años. Hay 32 niños entre los 125 muertos. Más de 300 heridos. El clásico de Java Oriental, Liga de Indonesia, se convirtió el último sábado en una de las mayores tragedias en la historia del fútbol mundial.
Los desastres en los estadios tienen un mismo patrón: desorden, represión con gases y salidas estrechas para tanta desesperación. También se repiten las reacciones oficiales: Indonesia ya separó policías, impuso sanciones deportivas y prometió investigaciones profundas. El gobierno anunció además indemnizaciones de unos cuatro mil dólares a las familias de las víctimas. La FIFA inició su propia investigación porque Indonesia será sede del Mundial Sub20 en 2023.
Suspendido el fútbol, solo jugó el lunes en Java la selección Sub 17 que busca clasificarse a la Copa Asiática. Sin público, celebración discreta (goleó 14-0 a Guam), brazalete negro y minuto de silencio (que se cumplió también esta semana en los partidos de Champions). Java es la sede de la capital Yakarta. La principal de las más de 17.000 islas (6.000 pobladas) que tiene Indonesia, un gigante del sudeste asiático, pero con la sexta economía más desigual del mundo. Las protestas suelen provocar represiones brutales.
Hay que ver “The Act of Killing” (El Acto de Matar), un documental nominado para el Oscar en 2012. La matanza de cerca de un millón de personas en los años ‘60 bajo el régimen del general Suharto. La cacería de comunistas es contada en primera persona y con lujo de detalles por los propios verdugos, jactanciosos adelante sus nietos. Un relato sobre violaciones de niños es interrumpido porque llega el momento de la oración. “Era como que matábamos felices”, dice Anwar Congo. Muestra de qué modo estrangulaba y decapitaba. Lamenta no tener el machete para explicarlo mejor. Medio siglo de silencio de la prensa, hipocresía de Occidente y gobiernos locales que aun hoy omiten el genocidio.
El documental de Josué Oppenheimer abre con bailarinas que salen de la boca de un gran pez negro mientras un sacerdote de azul eléctrico vomita angustias. La pantalla muestra una frase de Voltaire: “Todos los asesinos son castigados a menos que maten en masa y al son de las trompetas”.
El deporte indonesio celebra los éxitos mundiales y olímpicos de sus notables jugadores de bádminton. Pero el fútbol, implantado por el colonizador neerlandés, fue siempre el deporte más popular. Los partidos de la selección pueden ser vistos hasta por cien millones de personas. No importan los pobrísimos resultados internacionales, los escándalos de partidos arreglados ni la corrupción.
Hace unos años, el entonces presidente de la Federación (PSSI), Nurdin Halid, ejerció desde la cárcel. Surgió luego una Federación paralela (KSSI). Todo era doble y la FIFA suspendió a Indonesia. Había dos campeonatos, dos selecciones nacionales y hasta dos equipos Persebaya, cada uno con su respectiva barra brava. Es el mismo equipo que el sábado ganó el clásico maldito ante Arema. Sin su público. Y sin Bonek (su temible grupo ultra). En 2012, los fanáticos pelearon en su estadio contra la policía. Hubo pánico. Un hincha murió aplastado por la multitud. La policía había tirado gases. Igual que el sábado pasado.
El equipo acaso más simbólico de Indonesia es Persipura Jayapura. Cada éxito suyo (fue cuatro veces campeón entre 2005 y 2013) es un orgullo para Papúa Occidental, una región que el general Suharto tomó en 1963 luego de un plebiscito trucho, pero que mantiene reclamos independentistas, con población melanesia, lengua y cultura diferentes (Papúa es una de las islas más grandes del mundo y “fue dividida por los europeos como si fuera una tarta”, escribió Tomás Padilla en su libro “El historiador en el estadio”). Diez jugadores del Persipura (entre ellos el argentino Robertino Publigara) visitaron en 2015 a Filep Karma, encarcelado por exhibir la bandera prohibida de Papúa Occidental y que rechazó un perdón presidencial.
Más de medio millón de papúes han sido asesinados, detenidos o torturados desde 1962. Cuando juega de visitante, especialmente en Java, Persipura sufre racismo. “Los papúes son monos”. En un partido de 2009, los fanáticos de Arema les lanzaron botellas y realizaron un mosaico con la bandera de Indonesia. Sucedió en Kanjuruhan. El estadio de la tragedia.
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