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Hubo Ibarra y su compleja tarea de aprender a ser DT de Boca en un escenario plagado de dificultades
El técnico tiene que ser dueño absoluto del poder futbolístico de un equipo, sin ataduras ni condicionamientos para tomar las decisiones que entienda convenientes
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Todos los entrenadores de la Historia han tenido que atravesar un inevitable período experimental, incluso los más grandes. Por él transita ahora mismo Hugo Ibarra y nadie puede decir a estas alturas si es un técnico idóneo o no para Boca, por más que haya gente insatisfecha que propicie un cambio inmediato. Primero porque en un equipo de fútbol hay asuntos que no los resuelve solo un entrenador, y después, porque por ese banco han pasado en los últimos tiempos varios técnicos con capacidad probada y no han logrado que el juego fluya de manera natural y constante.
El mundo Boca es muy particular. Sabemos que quienes manejan el club son ex jugadores con mucho prestigio que si bien conocen el fútbol de manera empírica carecen de la experiencia suficiente como dirigentes (aunque muchos que la tienen han llevado al caos y la deriva a sus instituciones por falta de transparencia, sentido común, criterio futbolístico u otros valores que deberían componen la función de un directivo), y que impera la idea armar una especie de entramado conjunto de dirigentes y técnicos. Ibarra forma parte de ese grupo y es un punto que puede llamar a confusión.
Lo que le confiere autoridad a un entrenador es su personalidad, sus conocimientos y la conexión afectiva con el plantel, pero también la independencia. Estos ejes fundamentales le dan consistencia a su cargo y no pueden menoscabarse porque se corre el riesgo de que pierda su aura ante la mirada de los jugadores. Tal vez sea un pensamiento un poco chapado a la antigua, pero soy de los que creen que el técnico tiene que ser dueño absoluto del poder futbolístico de un equipo, sin ataduras ni condicionamientos para tomar las decisiones que entienda convenientes, más allá de respetar las cuestiones institucionales que le exceden, como la estabilidad económica del club.
En Boca, esa autoridad se vislumbra como compartida entre el entrenador y el Consejo de Fútbol, lo cual despierta la duda sobre quién toma realmente las decisiones y termina poniendo al técnico en un lugar que no le conviene. Así, cuando ocurren casos como el de Carlos Izquierdoz o Agustín Rossi es difícil discernir si las determinaciones tienen motivos futbolísticos genuinos o se trata de castigos más o menos caprichosos. Los jugadores siempre hemos estado en una posición sin voz ni voto ante la jerarquía de los que están arriba. Si además se trata de gente avalada por los títulos conseguidos la desproporción se acrecienta.
En esas situaciones se hace más necesario que nunca que los dirigentes -o los ex jugadores devenidos en dirigentes- hagan gala de oficio para gestionar y flexibilidad para negociar. Que recuerden cómo era cuando ellos estaban del otro lado de la mesa. Todos los futbolistas hemos sido alguna vez víctimas de la manipulación, ya sea por parte de los directivos o de cierto periodismo al que solo le interesa una parte de la verdad, y en particular siempre he sentido que sentarse a una mesa de diálogo con buenas dosis de sensibilidad y humanidad facilitan los caminos para encontrar el bien común.
La magnitud de Boca, además, agiganta cualquier suceso. Todo se exacerba. Las victorias se exageran, las derrotas crean un dramatismo insoportable. Navegar en medio de ese proceso, entre la euforia y la crueldad, el elogio y la crítica, produce un cortocircuito cerebral constante que tal vez no todos los jugadores estén preparados para soportar. Lo sé porque me ha pasado. Uno de los grandes secretos del fútbol es encontrar el placer de jugar. No se trata de un valor frívolo o culposo; por el contrario, lo considero útil y productivo, casi imprescindible para jugar bien. Y es muy difícil de encontrar cuando se vive convulsionado por la enorme repercusión que puedan tener un tropiezo, un mal partido o un par de penales errados.
Es en medio de ese panorama que Ibarra está aprendiendo el oficio de ser entrenador de Primera. Con un agregado más. Resulta indiscutible el peso de Juan Román Riquelme en el diseño del plantel. Su muy particular mirada sobre lo que debe ser un equipo de fútbol, que futbolísticamente comparto, se aplica en la búsqueda de un perfil de equipo y de los jugadores necesarios para conseguir lo que quiere. Y en este punto, el entrenador no tiene otra alternativa que ser funcional a esa idea.
Desde ya, todos estos argumentos pueden funcionar como atenuantes pero no eximen a Ibarra de su responsabilidad en los problemas de juego de Boca, un equipo que no termina de definirse, al que se le evaporan demasiado rápido las ráfagas de funcionamiento que parece ir encontrando y donde la volatilidad gobierna los rendimientos individuales de jugadores importantes como Darío Benedetto, Pol Fernández, Óscar Romero o Marcos Rojo.
Tiene por delante Ibarra la tarea de definir sus ideas, transmitírselas a sus jugadores y mantenerlas con convicciones firmes. El Consejo de Fútbol le ha dado tiempo hasta final de año para desarrollarla con calma. Recién entonces podremos saber con más certeza si cumple o no los requisitos necesarios para ser el técnico que Boca necesita.
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