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Héroes de ayer, ídolos de hoy
Walter Casagrande advirtió que Sócrates estaba realmente mal. Que seguía sin aceptar su alcoholismo. Casagrande, en cambio, ya había hablado públicamente de su dependencia química. Cocaína y heroína. Habían formado la dupla más irreverente y carismática de la Democracia Corintiana, el célebre equipo bicampeón paulista que en los años ochenta exigía democracia en Brasil. Un nombre era inseparable del otro. “Como Vinicius y Toquinho”. Pero ese día, a fines de 2011, Casagrande vio a Sócrates muy deprimido. Acordó entonces con el periodista Juca Kfouri, amigo en común, que lo mejor sería visitarlo periódicamente. El primer domingo fue Kfouri. “Tuve la clara sensación de que ya había desistido, que no quería vivir con restricciones. Sus labios sonreían, sus ojos no”, me dice Juca. Casagrande debía ir el domingo siguiente. No fue posible. Sócrates murió horas antes, con apenas 57 años. Hoy, una década después, casi solitario dentro del fútbol en su dura crítica a la Copa América, Casagrande debe estar extrañando mucho a su viejo amigo.
Casagrande aumentó su fascinación por Sócrates cuando volvió a Corinthians, en 1982. Tenía apenas dieciocho años y Sócrates, nueve años mayor, lo llevó a un bar para charlar hasta las cinco de la madrugada con Raimundo Fagner, que ya entonces era uno de los músicos más conocidos de Brasil. Fan de Janis Joplin y de bandas pesadas como AC/DC y Black Sabbath, Casagrande, de hawaianas, pelo largo y remeras rockeras era un personaje algo atípico para el fútbol. En 1979 ya había asistido a un concierto por los exiliados y sufrido represión policial. Fumaba marihuana y consumía ácidos.
La cocaína llegó en diciembre de 1982, en un show de Peter Frampton. En Río, después de jugar fútbol en Politeama, el club de Chico Buarque, Casagrande fue detenido por la policía que, según él, acaso conocedora de su adicción, le plantó cocaína para atacar así a la Democracia Corintiana. Darle razón a quienes acusaban de puro anarquismo al equipo rebelde y politizado. Sócrates apoyó, pero también reconvino al joven Casagrande.
Brasil llevada dos décadas sin democracia y aquel Corinthians autogestionado era incómodo. Sus jugadores “votaban todos y votaban todo”. Si concentrarse o no, qué refuerzos comprar, qué entrenador. Hasta votaron si Casagrande podía dejar una gira asiática porque extrañaba mucho a su novia. Su amor con Mónica, una joven voleibolista del club, era casi un hecho institucional dentro de Corinthians, pero Casagrande perdió la votación. Mónica sí lo dejó mucho tiempo después, luego de que Casagrande se inyectó y sufrió convulsiones estando solo en la casa con su hijo Leonardo. Lo peor sucedió en 2008. Lo cuenta de modo dramático Gilvan Ribeiro en “Casagrande y sus demonios”, el primero de los tres libros que escribió con el ex jugador. Un mes encerrado. Noches blancas y jeringas. Jim Morrison cantando “Este es el fin”. Conocer a los demonios. Un crucifijo. Un sacerdote tipo El Exorcista. Escape en Jeep Cherokee, choque inevitable y un año entero de internación aislada y forzada, firmada por su hijo mayor y sus padres.
El segundo libro de Ribeiro (“Socrates y Casagrande, una historia de amor”) cuenta también el lado B del vínculo intenso entre dos héroes frágiles. A Casagrande jamás le gustó que Sócrates, padrino de boda, llegara a su casamiento dos horas tarde y borracho. Tampoco le gustó que Sócrates, aún bromeando, se burlara porque él comentaba fútbol en Globo, el grupo poderoso que había apoyado a la dictadura. Su admiración por Sócrates había comenzado cuando vio primero que su líder no dejaría su ciudad natal (Ribeirao Preto) hasta no recibirse de médico. Y rechazaba luego ofertas millonarias de Europa porque quería ver un Brasil en democracia (“hoy se van a Ucrania por unos euros”). Ambos formaron parte de la fundación del Partido de los Trabajadores (PT). Subieron a un palco ante un millón de personas y bailaron en otro con Rita Lee. Ya reconciliados, participaron de un especial de TV sobre la Democracia Corintiana. Sócrates murió poco después. “Ayudaste a dejarnos un mundo un poco mejor”, lo despidió Casagrande.
El ex crack impulsó en estos años un grupo de deportistas por la democracia. Contra el racismo y la homofobia. Organizó shows para rescatar a grandes músicos olvidados. Y, como contó en “Travessia” (su tercer libro), celebró en Rusia 2018 su primer Mundial sin necesidad de compañía terapéutica permanente. Una semana atrás fue voz casi solitaria dentro del ambiente del fútbol. Criticó a los jugadores de la selección que finalmente decidieron jugar la Copa América pese a Jair Bolsonaro y la crisis pandémica y política en Brasil. “La generación de futbolistas más alienada que he visto desde los años ’80”, dijo Casagrande, a la que solo le importa “estar en las redes sociales, mostrando sus mansiones y sus autos”. Años atrás, en plena madrugada difícil, Casagrande llamó a Roberto Frejat, líder de Barón Rojo. Le preguntó “por qué somos así”, como cantaba el músico en una de sus letras. Frejat le respondió que él tampoco había logrado descubrir “por qué somos así”. Su crítica reciente a los jugadores expuso a Casagrande en estos días. Los odiadores de siempre le respondieron recordándole sus viejas adicciones. “Ya está acostumbrado”, me dice Ribeiro.
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