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Fluminense, la leyenda del “po de arroz”, Chico Buarque y la Copa Libertadores
Le dicen “Choque de ordem”. Copacabana amaneció el martes con la Prefectura de Río de Janeiro sacando del barrio a personas en situación de calle. Vi ayer la escena. Una decena de adolescentes, todos negros, obligados a permanecer sentados sobre el cordón de la vereda. Fue en la Avenida Princesa Isabel, paradójicamente, firmante de la ley de 1888 que abolió la esclavitud en Brasil. A pocos metros está Laranjeiras, zona noble de Río, donde en 1902 Oscar Cox fundó a Fluminense. Eran tiempos de la Belle Epoque brasileña. Río, ciudad cosmopolita y moderna. Bellos cafés, teatros, tranvía, amplias avenidas y nuevos barrios para la clase media. Y también de la primera favela en el Morro da Providencia. Tiempos de moral victoriana. En los que el ocio inglés (cricket, remo y también el novedoso fútbol) era privilegio de pocos. No había jugadores negros en aquellos primeros equipos de la “Cidade Maravilhosa”. Hasta que a Fluminense, rival de Boca el sábado en la final de la Libertadores, le estalló “el caso Carlos Alberto”.
Sucedió el 13 de mayo de 1914. Según la leyenda, Carlos Alberto Fonseca Neto, único mulato entre los blancos, sudó en pleno partido y se le corrió el polvo de arroz que usaba para blanquear su piel. Los hinchas del América se burlaron gritándole “po de arroz”. Lo graficó la telenovela “Lado a lado”, de la Globo en 2014. Allí, Carlos Alberto se llama “Chico”. “¿Los negros juegan al fútbol? ¡Qué idea tan absurda!”, se queja su compañero “Fernando”, blanco. Los negros no solo jugaban al fútbol. Terminaron siendo fundamentales para convertir a Brasil en el máximo ganador de Copas Mundiales. En “O pais do futebol”.
Decidido a corregir la historia, Fluminense investigó que, Carlos Alberto, en rigor, ya había comenzado a blanquear su piel con polvo de arroz justamente en América, su club anterior. El hallazgo no sirvió para borrar el insulto rival de “po de arroz”, que ya no se refería a Carlos Alberto, sino a todo Fluminense. La fama de club aristocrático se fortaleció con la construcción de la sede de Laranjeiras gracias a terrenos cedidos por el Imperio Guinle, una familia símbolo de aquella Belle Epoque, que construyó palacios en Río a puro refinamiento y derroche. Las invitaciones a los partidos eran en inglés. Y después de los noventa minutos se vivaba a los reyes de Inglaterra. Copacabana era ya un barrio moderno y pujante. Pero sus aristócratas, como cita la antropóloga Julia O’Donnell en su libro “La invención de Copacabana”, pedían “una barrera profiláctica” contra “el flagelo de las favelas”, una “lepra” que contagia barrios, no paga impuestos, atrae “vagabundos” y “capoeiras” y produce “inseguridad e intranquilidad”.
Copacabana, morros y playas, un centenar de manzanas de 7,8 kilómetros cuadrados, una media diaria de 30.000 vehículos, y unos 150 mil habitantes, es hoy el centro de la final de la Libertadores, con una Fan Zone de tres cuadras y policía por todos lados, por la tensión entre hinchas de Fluminense y Boca, aunque la camiseta cotidiana que domina sea siempre la del popular Flamengo. La viste el vendedor de choclos en la playa y el obrero sobre el andamio. Quieren que gane Boca y se burlan de “Po de arroz”, pero Fluminense convirtió el insulto en orgullo. Desde hace años sus hinchas saludan el ingreso del equipo a la cancha lanzando kilos de talco. “Folclore del futbol”, dicen unos. “Atisbos de racismo”, replican otros. Sucede en un Brasil que, ya fueron advertidos los hinchas de Boca, cuida mucho más la palabra en la escena pública y penaliza al racismo con prisión como nunca antes.
El notable músico Chico Buarque, uno de los hinchas más famosos de Fluminense, revirtió con ironía la fama de elitista que aun distingue a su club. “Ser hincha de Flamengo”, ironizó una vez Chico, “es demasiado fácil”. “Es como conmemorar el Día del Árbol en el corazón de la Amazonia. En cambio, hinchar por Fluminense, modestia aparte, requiere otros talentos. Precisa saber bailar sin batucada. Llorar o reír sin nadie cerca”. Para Chico, el Fluminense actual es un equipo “irresistible”. Otro hincha notable de “Flu” fue el dramaturgo pernambucano Nelson Rodrigues, “profeta tricolor”, como lo llama el busto que lo homenajea en la sede de Laranjeiras. Para él, el clásico Flamengo-Fluminense “ya existió cuarenta mil años antes de la nada”. “El brasileño es un feriado”, “los idiotas de la objetividad” jamás entenderán “los misterios del fútbol” y cualquier partido, aún el más miserable, “es digno de una complejidad Shakesperiana”.
Nelson Rodrigues tenía un hermano famoso, Mario Filho. Fue impulsor de la construcción del Maracaná en 1950. El estadio, que lleva su nombre, perdió hace tiempo su condición de teatro popular para elitizarse a tono con el fútbol moderno. Es el fútbol que, en Brasil, vive la era de los Clubes Sociedades Anónimas (Fluminense, que jamás ganó la Libertadores, es una rara excepción a las SAF). Mario Filho escribió además un libro fundamental: “El negro en el fútbol brasileño”. Allí desfilan no solo Carlos Alberto y el Fluminense “Po de arroz”, sino también Pelé, Garrincha, Didí y muchos más. Bien podría incluir, acaso como excepción, un capítulo sobre Boca. Sobre el fenómeno popular que, negocios y racismos al margen, sigue siendo el fútbol. Y la Libertadores como “obsesión”. Como “fiesta compartida”, diría Eduardo Galeano, o “compartido naufragio”.
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