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En el polo, una final con aires de superclásico: de la gambeta de Cambiaso a la corrida de Caset a lo Pity Martínez
"¿Entonces, esto no es un Superclásico?". La señorita, joven y sin duda poco habitual en Palermo, aprovechó que su celular reponía fuerzas enganchado a una columna provista de múltiples cables frente a la cancha 2 para plantear la duda que le preocupaba. "Ya te dije que no, que el Superclásico hubiese sido contra Ellerstina, pero perdió en semifinales". Su amiga hizo una mueca de cansancio. La siguiente pregunta la desconcertó tanto que prefirió no responderla: "Ah, por eso pueden venir las dos hinchadas...".
El magma de la final de Copa Libertadores que alteró el calendario de todas las otras competiciones deportivas en la Argentina todavía está demasiado fresco, y de algún modo se coló también en el partido decisivo del Abierto más importante del mundo.
Aunque ya quedaron lejanos los tiempos en que la hinchada de Nueva Chicago hacía trizas la tradición con sus gritos y sus cánticos, determinados hábitos y actitudes más futboleras que polísticas lograron hacerse un hueco en la tarde.
La bullanguera parcialidad de Las Monjitas, dueña absoluta de la tribuna oeste en el sector de la calle Dorrego, dio el puntapié -o el tacazo- inicial. Sus instrumentos de percusión y viento se apropiaron del ambiente desde temprano, muy por encima de los tambores que sonaban al otro lado, donde las ondeantes banderas uruguayas indicaban que David Stirling, el hombre de La Dolfina, había traído una vez más a sus fieles.
La siguiente referencia a lo ocurrido hace apenas una semana no tuvo que esperar demasiado: en el primer chukker, Guillermo Caset recogió una bocha en la mitad de la cancha y convirtió tras una larguísima y solitaria carrera. "¡Es el Pity Martínez!", se escuchó en los palcos altos. Algunos, tal vez simpatizantes de Boca, no celebraron la comparación.
No hay, se sabe, cuarteto de polo más popular que el multicampeón liderado por Adolfo Cambiaso. Por algo, antes del inicio, en la zona detrás de la tribuna donde todos los equipos poseen sus stands había más gente adquiriendo el profuso merchandising azul y blanco de La Dolfina que en la suma de todos los restantes.
Sin embargo, por primera vez en muchos años y durante un buen rato, ni Adolfo Cambiaso ni el equipo multicampeón disfrutaron del favoritismo popular. "No me gustan, echaron a un amigo mío porque sí", explicaba a sus interlocutores un joven polista mientras subía las escaleras buscando ubicación. El "caso De Lusarreta" todavía rebota entre los que sí saben del tema.
Pero aun con sus declaraciones algo desafiantes y cierto aire de "chicos malos", los integrantes de Las Monjitas lograron inclinar la balanza de los aplausos hacia su lado. También el sol puso su parte. Su intenso brillo decidió rápidamente la batalla del vestuario. Desde el primer galope, las chaquetillas y vendas anaranjadas atraparon las miradas, como si hubiera más de 4 hombres y 16 patas recorriendo el verde palermitano.
Fue el tiempo en el que la banda de Las Monjitas pudo desplegar todo su repertorio. La música de temas tan conocidos en los estadios de fútbol -"...que esta hinchada, se merece, se merece ser campeón"; "...yo te sigo a todas partes adonde vas, cada vez te quiero más"; "...quieren salir campeones pero no pueden"- invadió la tarde. Eso sí, limitada a lo instrumental, sin cantos. Todo muy recatado, muy polite (que como en inglés se dice "polait" quizás tenga la misma raíz etimológica que el elegante deporte hípico).
Los tiempos de silencio, de charlas susurradas, de aplausos comedidos, le ganan por goleada a los momentos de entusiasmo. El petiso de Pablo McDonough resbala en las tablas, una herradura vuela y un "¡Uhhhh!" de susto escapa de las gargantas de los que están más cerca. Adolfo Cambiaso mete una gambeta "messiánica", tirando la bocha por un lado de un rival para escurrir su caballo por el otro, y levanta gritos de "¡Genio!".
Hasta que de pronto "vuelve" el fútbol. La gente de Las Monjitas empieza a darse cuenta que el partido se escapa, rescata las costumbres más primitivas del hincha argentino y le apunta a los árbitros en cada falta que le cobran en contra: "¡No tenés vergüenza, cuervo!", se oye pese a los metros que separan las gradas de Dorrego con las oficiales, en medio de silbatinas cada vez más fuertes.
De todos modos duran poco. El resplandor de las camisetas naranjas va perdiendo potencia a medida que las sombras de los edificios van invadiendo la cancha... y que La Dolfina va recuperando el fervor del público a base de gol y maravillas que inventa Cambiaso.
Los últimos chukkers se juegan casi de compromiso. Con el resultado sentenciado, los entusiastas orientales se dan el gusto de gritar "¡Uruguayo, uruguayo"! cuando Stirling marca un golazo tras un pase largo de Nero. Se encienden bengalas azules, celestes y blancas en el sector de La Dolfina. Las cornetas de la tribuna de enfrente entonan el "Bella Chiao", la canción de la resistencia de los partisanos italianos durante la Segunda Guerra Mundial que popularizó la serie "La Casa de Papel". Su pretensión de ser fuertes y resistir esta vez no les alcanzó para levantar el título.
En la entrega de premios el sol ya se había escapado y las camisetas naranjas brillaban menos. Los hinchas se marchaban sin grandes festejos ni signos de decepción. Tenía razón la señorita del principio: definitivamente, la final no había sido un Superclásico.
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